– También podemos conversar -dijo él-. Voy a quedarme en Abrigo durante un tiempo. -Había un tono de seducción en su voz que ni siquiera la inexperta Zoe podía dejar de percibir-. Me gustaría conocerte más. Podríamos… intimar un poco más.
¿Intimar? Zoe dio un paso atrás; aquel tono de voz sensual le producía un hormigueo en todo el cuerpo y la hacía sentirse como si estuviera llena de burbujas. No, aquello no era una buena idea. Una mayor intimidad entre ellos dos solo podría llevar a una lujuria desaforada. Y obviamente aquel era el hombre equivocado.
– Será mejor que comas algo -contestó ella tomando firme control de sí misma y de la conversación.
No estaba dispuesta a intimar con él. Y se iba a sentir mucho más segura si él dejaba de pretender acercarse a ella. Cierta distancia emocional y su ceguera le ofrecían un pequeño refugio de seguridad en el que Zoe estaba dispuesta a meterse sin dudarlo.
Inclinándose hacia la mesa, ella le acercó más aún el plato de queso, hasta que llegó a rozar una de sus manos, que descansaba sobre la mesa.
– Prueba un poco de esto.
Yeager apartó la mano.
– ¿Sabes?, necesito tener mucha confianza para eso. No me gusta comer delante de otras personas. La mitad de las veces meto el tenedor en el vaso de leche en lugar de en el puré de patatas.
Confianza. Ella se dio media vuelta para seguir guardando en el frigorífico los platos con los restos de la comida. Ese era el problema. ¿Cómo podía confiar ella en sí misma teniendo tan cerca a un hombre como aquel? Él era un aventurero, un explorador, un hombre de mundo; no, más bien un hombre de universo. Todo lo que ella no era.
Además, la manera en que se le ponía la piel de gallina cada vez que estaba a su lado era algo que ella no sabía cómo controlar.
– Y siempre tengo miedo de acabar metiéndome el tenedor en la oreja en lugar de en la boca -añadió Yeager.
A pesar de ella, aquella imagen hizo que Zoe se riera. Meneando la cabeza, se quedó mirándolo. Él tomó un trozo de queso y estiró las piernas para apartar la silla de la mesa con el pie.
– Venga, Zoe, tómate un respiro.
No debería arriesgarse. Pero entonces volvió a mirarlo y vio que un pedazo de queso se le había quedado pegado en el extremo del labio. No pudo evitar sonreír. Aquel hombre era encantador. Puede que lo único que necesitara fuera sentirse más tranquila a su lado.
Con otra sonrisa y meneando la cabeza, ella se sentó a su lado. ¿Cómo de difícil podía ser manejar a un hombre que necesitaba un nuevo par de ojos y una servilleta? ¿Acaso no era labor de una buena anfitriona solventar las necesidades de sus huéspedes?
– Bueno, háblame de ti, Zoe.
Él sonrió con aquel trozo de queso todavía pegado en el extremo de sus seductores labios.
¿Qué podía contarle de sí misma? ¿Qué podía ser lo suficientemente interesante para él, pero al mismo tiempo impersonal?
– Shalimar -dijo ella de pronto.
Seguramente le gustaría saber qué perfume utilizaba, ¿no? Siempre llevaba con ella un frasco de aquel perfume. Zoe le devolvió la sonrisa, contenta por la manera como se había salido por la tangente.
– Ah, el perfume. Shalimar. -A ella le sorprendió que Yeager supiera lo suficiente de perfumes femeninos como para conocerlo. Pero él asintió con la cabeza-. Aunque no creo que tu olor venga solo del perfume. Y, de todas formas, yo estaba pensando en algo…
Ella entornó los ojos.
– ¿Algo?
– Estaba pensando en algo… más -dijo él sonriendo de nuevo.
Zoe se puso a pensar en aquella migaja de queso que ahora estaba empezando a molestarle, haciendo que no pudiera apartar la mirada de su boca. De aquella boca tan masculina y tan sensual.
– ¿Más qué? -preguntó ella absorta.
Si él hubiera sido una amiga suya, debería haberle mencionado en ese momento que tenía aquella migaja de queso. Pero se trataba de un hombre, y de uno que acababa de admitir que le daba vergüenza comer delante de otras personas.
– Más… personal -dijo Yeager.
Si hubieran estado en medio de una fiesta, habría bastado con llamar su atención pasándose la mano por la boca. Como un acto reflejo, cualquiera que la hubiera visto hacer aquel gesto habría imitado su propio movimiento.
Cualquiera que pudiera verla, claro.
Aproximándose más a él, Zoe llevó a cabo un pequeño experimento. En lugar de respirar normalmente, trató de apretar los labios y soplar en dirección a la boca de él. Pero la obstinada migaja de queso no se movió del sitio.
– Más personal -insistió Yeager.
Ella volvió a entornar los ojos. Sin duda, debía de parecer tonto con aquella cosa pegada a la mejilla como… como si fuera un beso. Se echó hacia atrás. ¿De dónde le venían aquellas ideas traicioneras?, se preguntó.
– Venga, Zoe. Cuéntame algo que haga juego con el perfume Shalimar -dijo Yeager-. Una descripción.
Eso la distrajo de la migaja de queso. Aquel hombre quería una descripción. Ella entrecerró los ojos. Por supuesto, no hacía falta ser una mujer fatal para saber que algunos hombres son demasiado predecibles.
Zoe se cruzó de brazos. Después de todo, aquello iba a ser más fácil de lo que había imaginado.
– Cuéntame antes algo sobre ti. -Al intentar soplar a la vez que pronunciaba las últimas palabras, en un nuevo intento de quitarle la miga de la cara, estas adoptaron un tono aéreo y sensual-. Algo personal.
Yeager sonrió con la migaja de queso todavía en el mismo sitio como si estuviera encantado de la manera en que ella coqueteaba con él.
– Dime tú qué quieres que te cuente.
– ¿Cuál es tu fantasía? -preguntó ella-. ¿Largas piernas? -dijo, y continuó imaginando-: ¿Largo cabello moreno, grandes ojos oscuros, grandes… todo lo demás?
Él se dedicó a lamer todos aquellos adjetivos como si fuera un perro sediento delante de un tazón de agua.
– Sí, sí, sí… sí.
Ella se apoyó en el respaldo de su silla.
– Pues yo no soy en absoluto así.
Él sonrió dando a entender que ya se había dado cuenta de que estaba intentando tomarle el pelo.
– Vaya, eso no es ninguna novedad.
– ¿No lo es?
– Recuerda que te he tenido sentada sobre mis rodillas.
Oh, ya sabía ella que aquello iba a salir a colación tarde o temprano. Sintió que se le subían los colores de vergüenza.
– Pero déjame que intente una cosa. Algo que me contó uno de los tipos que conocí en la rehabilitación.
Sorprendida de que hubiera dejado de lado tan pronto el incidente de su caída sobre él, le preguntó entornando los ojos:
– ¿De qué se trata?
– Dame la mano.
– ¿Para qué?
– Tranquila, que no voy a morderte los dedos -dijo él aparentando indignación-. Venga -añadió colocando la palma de la mano abierta sobre la mesa.
Todavía desconfiada, ella puso tímidamente su mano sobre la de él.
Caliente. Fuerte. La palma de él abrazó toda su palma -solo durante un dulce y escabroso momento- antes de darle la vuelta. Le sujetó la mano con su gran mano y con los dedos de la otra empezó a trazar suavemente caminos sobre su sensible piel. Las yemas de sus dedos eran ásperas y ella hacía muecas mientras notaba que un escalofrío le iba subiendo por el brazo.
– Aquel tipo aseguraba que se puede ver a una mujer tocándole la palma de la mano -dijo Yeager.
Zoe frunció el entrecejo.
– Me parece que ese tipo era un timador -replicó ella.
El contacto de sus dedos hacía que a ella le ardiera la piel. Sentía chispas que pasaban de las terminaciones nerviosas de los dedos de él a su piel, y cálidas palpitaciones que le telegrafiaban un mensaje explícito: se-xo… se-xo… se-xo.
Indefensa e intentando luchar de nuevo contra sus temblores, Zoe se quedó mirando fijamente los cristales ahumados de sus gafas de sol y trató de comprender qué era lo que le hacía desear tanto ser acariciada por él, qué era lo que hacía que él la tocara de aquella manera. Pero lo único que vio allí fue su propio reflejo.
– Me parece que estoy empezando a ver algo -dijo Yeager alzando la cara hacia el techo como si así se concentrara mejor-. Sí, se está formando una imagen, aunque todavía es un poco borrosa.
De repente Zoe se dio cuenta de que la migaja de queso había desaparecido de su mejilla. Dejó escapar un suspiro cargado de pánico. ¡Aquel trozo de queso era su red protectora! ¡El cercado que podía mantener encerradas todas las peculiares y femeninas sensaciones que estaban empezando a embriagarla!
Ella tiró de su mano tratando de apartarla, pero él no la dejó escapar.
– Espera -dijo Yeager-. Ya está empezando a enfocarse.
Le seguía acariciando la palma de la mano con un gesto seguro de sí mismo.
– Sí -dijo él-. Ahora está muy clara.
Lo que estaba muy claro era que ella se había quedado paralizada. Se puso a respirar profundamente, intentando no pensar en aquellos dedos cálidos y en todos los lugares de su cuerpo al rojo vivo por los que le gustaría que se pasearan.
– Una mujer joven, de veintitantos años. Bajita y esbelta.
Zoe se dijo que no le importaba que hubiera adivinado aquello. Conocer su edad y su constitución física no era conocerla a ella en absoluto. Aquellos detalles no eran aspectos que ella prefería que no se conocieran.
Él todavía seguía moviendo los dedos por la palma de su mano, dibujando pequeños círculos sobre su piel. Unas cuantas chispas volvieron a atravesar su carne.
– Con el pelo corto, rubio y rizado, y con enormes ojos azules.
– ¡Eh!
– Vale, vale, esta parte me la han chivado los profesores del apartamento de al lado -admitió él sonriendo burlonamente.
Zoe cerró los ojos intentando que aquella sonrisa no le llegara hasta las entrañas que sentía cómo ya empezaban a humedecerse. Rubia y con ojos azules. ¿Y qué? Había un millón de mujeres con esas características.
– Una muchacha alegre y risueña. -Y de repente la yema de su dedo se paró en seco-. Pero me estás escondiendo algo.
A Zoe se le heló el corazón y se quedó sin aliento. Aquello no iba bien.
– Algo que has enterrado tan profundamente que crees que jamás lo descubriré.
Sintió un escalofrío en las puntas de los dedos. Aquello no iba nada bien.
– Pero lo descubriré, Zoe -dijo él-. Lo descubriré.
Y entonces Yeager le golpeó la palma de la mano con la mano que tenía libre. Tres de sus largos dedos presionaron contra el pulso de su muñeca. A Zoe volvió a latirle el corazón con rapidez; el pulso empezó a palpitar salvajemente golpeando contra su piel y sintió que aquellas palabras que él acababa de pronunciar la asustaban tanto como la excitaban.
Aquel hombre radiante que no podía ver, pero que era capaz de adivinar tantas cosas, o que había encontrado una inquietante ventana en su alma, mantenía la mano de Zoe atrapada entre las suyas, apretándola y sujetándola de una manera firme, viril y cálida.
Sintió un torrente de calor que le recorría toda la piel y soltó el aire de los pulmones en un nervioso tartamudeo. Lo más sobrecogedor de todo aquello era que ella no tenía ningunas ganas de alejarse de allí.
Capítulo 4
A la mañana siguiente, Zoe preparó el desayuno para sus huéspedes -gofres, fresas, nata montada y lonchas de pecana- y luego se puso una camiseta y agarró las llaves para salir a toda prisa. Cuando Zoe abandonó la casa -antes de que llegara el primer huésped a desayunar- con la excusa de que tenía cosas que hacer para el Festival del Gobio, Lyssa no le replicó.
De todas formas, no mentía respecto de sus ocupaciones para el festival. Llegó zumbando en su ciclomotor hasta la esquina de la avenida Del Sol con Cabrillo Street, donde recogió de la copistería de Haven mil octavillas de color azul brillante que anunciaban el Festival del Gobio. Después fue dejando montones de ellas al lado de las cajas registradoras en las tiendas de las avenidas Del Playa y Del Sol, para que los turistas y los vecinos del pueblo pudieran estar fácilmente al corriente del programa de los dos días de festival.
La última parada la hizo en la peluquería El Terror de la Esquila, de la que era dueña Marlene, una de las mejores amigas de Zoe. Marlene le había puesto aquel nombre tan singular a su negocio porque decía que los habitantes de la isla eran como los primitivos indígenas. Decía que aquellos tenían miedo a cortarse el pelo porque creían que de esa manera perdían también parte de su alma. Así pues, pensó que todos los lugareños se sentirían mejor si les daba a entender que ella era perfectamente consciente de aquella superstición.
Por lo que recordaba Zoe, la idea de perder parte del alma al cortarse el pelo tenía más que ver con el miedo de algunos indígenas a ser fotografiados, y estaba segura de que «terror» era un nombre mucho más apropiado para la clínica dental del doctor Tom, aunque nunca había discutido esa idea con Marlene. Y la verdad era que, después de considerar los aullidos que se oyeron la primera vez que la pequeña Benny Malone se cortó el pelo allí, acaso pudiera tener razón Marlene.
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