Cuando Zoe dejó las octavillas sobre el mostrador, Marlene cerró la caja registradora con el codo, se despidió de su último cliente y ladeó la cabeza para observar la pila de programas.

– ¿Ya tenéis el programa listo? -preguntó.

Zoe se dejó caer en una silla de mimbre en la sala de espera de la pequeña tienda.

– Sí, este año nos hemos organizado mejor que nunca. -Pasó un dedo ociosamente sobre el montón de revistas que descansaban en una pequeña mesilla a su lado-. Te traeré más programas cada semana.

Marlene salió de detrás del mostrador y se sentó en una silla, delante de Zoe.

– ¿Estás segura de que será necesario? -Luego dudó un momento antes de añadir-: El sábado le corté el pelo a esa bióloga marina que ha estado visitando la isla.

Al oír mencionar a aquella molesta mujer, Zoe puso mala cara.

– Quizá tendrías que haberle cortado la lengua en lugar del pelo.

– ¡Zoe!

Para intentar evitar la mirada de Marlene, Zoe hizo ver que estaba muy interesada en las campanillas que colgaban de la ventana de la tienda. La ligera brisa hacía que los ornamentos metálicos repicaran entre sí: pequeñas tijeras que golpeaban contra diminutos cepillos y un peine que brillaban al sol de la mañana mientras chocaba contra un secador de pelo en miniatura.

– ¿Te habló de nuevo de los gobios? -preguntó Zoe dejando escapar un suspiro.

– Todavía afirma que los peces no volverán este año.

Zoe sacó un ejemplar antiguo de People del montón y se puso a hojearlo. Los gobios tenían que regresar. Aquellos peces seguirían manteniendo la isla con vida. Había en Abrigo tres mil residentes fijos -como Gunther y Terrijean, como Lyssa y ella; residentes como Marlene, que había escapado del continente y de un marido que abusaba de ella, para encontrar seguridad y amistad en la isla de Abrigo, necesitados de esa pizca de magia que ya les pertenecía.

– Volverán -dijo Zoe con convencimiento.

Marlene se quedó callada durante un momento.

– Estás…

– Bueno, vamos a hablar de otra cosa -la interrumpió Zoe sin siquiera levantar la mirada de la revista mientras pasaba otra página con el dedo índice.

– ¿Acaso me quieres hablar de tus nuevos huéspedes? -preguntó Marlene con un suspiro.

Pero de repente Zoe se dio cuenta de que no podía hablar. Se le había pegado la lengua al paladar y tenía la mirada fija en la montaña de celebridades que aparecían en las páginas de la revista que tenía delante de los ojos.

Yeager. Vestido de esmoquin, con traje de piloto y vestido de uniforme con brillantes botones y aún más brillantes medallas. Eran fotos obviamente tomadas todas ellas antes de que se quedara ciego, porque en todas miraba a la cámara con unos amables ojos marrones y una deslumbrante sonrisa, con un carisma más embaucador, y brillante que las mismas páginas de la revista.

Tuvo que tragar saliva al recordar algunas de las intensas sonrisas que él le había dedicado cuando estuvieron sentados a la mesa de la cocina. Recordó las puntas de aquellos dedos recorriendo la palma de su mano y el dulce calor que sintió por todo el cuerpo.

¡Por Dios, cuánta razón tenía al intentar evitarlo! Aquel hombre la fascinaba con total facilidad. La hacía sentirse confundida. Atontada. Igual que las mujeres que estaban a su lado en tres de las fotografías que tenía ante los ojos.

Los titulares lo decían todo. Una de ellas era una supermodelo con un nombre propio impronunciable, la otra era una de las productoras de la MTV y la tercera, una joven actriz de pecho exuberante y cuerpo embutido en una especie de salto de cama, que había ganado un premio de la Academia a la mejor actriz secundaria por un papel de prostituta. Pero ni siquiera el brillo de aquellas mujeres podía compararse con el de Yeager.

– ¿Tus invitados? -la tanteó de nuevo Marlene.

– Ellos… él… -tartamudeó Zoe.

Deslumbrarla era lo que había hecho Yeager la tarde anterior en la cocina. Cuando Deke había venido a recogerlo, Yeager le había dado las buenas noches con una de sus seductoras sonrisas. Y ella se había ido a la cama con todo el cuerpo todavía echando chispas por la reacción que había provocado en ella aquella muestra de cariño.

Y se había levantado por la mañana sin estar todavía segura de lo que sentía.

– Son… interesantes -le dijo a Marlene.

Pero, interesantes o no, Zoe no tenía que olvidar que aquel astronauta estaba completamente fuera de su alcance. Y también era mejor que intentase olvidar su peligroso carisma. Porque era obvio, a poco que le echara una ojeada al artículo de la revista que tenía en sus manos, que aquel hombre tenía mucha experiencia con las mujeres. ¡De hecho, era un hombre que bien podría conocer todos sus secretos! Un hombre con ese pasado -actrices y supermodelos- no dejaría de hacer un comentario provocativo a cualquier mujer que se le pusiera a tiro.

Y conseguiría que todas ellas le creyeran.

Marlene le dirigió una mirada socarrona y Zoe se levantó a toda prisa y dijo que tenía que marcharse, cerrando de golpe la revista y aplastando así, la una contra la otra, las sonrientes imágenes de Yeager.

Maldijo su inexperiencia. Eso la convertía en un blanco demasiado fácil para él. Pero no podía dejarse seducir de nuevo por aquel individuo y por sus encantos. Como bien había sabido desde el primer momento, aquel hombre era un peligro para ella. Tenía que mantenerse alejada y advertir a las otras mujeres que conocía que hicieran lo mismo.


A pesar de que se había prometido mantenerse alejada de su nuevo huésped, después del almuerzo a Zoe le pareció que podría ser bastante seguro aventurarse a salir al jardín de Haven House. Tenía que recoger albahaca para preparar más pesto para el almuerzo. Y de paso también podría recoger menta y perejil para un plato de alcachofas con pasta que pensaba preparar para la cena para ella y su hermana.

Con una cesta colgada del brazo, Zoe bajó la suave pendiente en la que había plantado aquellas hierbas aromáticas. El jardín de gradas estaba exactamente delante del apartamento Albahaca -de ahí su nombre-, pero Zoe no se permitió echar ni siquiera un vistazo en dirección al patio en el que se había encontrado la primera vez con Yeager.

En aquella parte del terreno soplaba algo más que la habitual brisa suave de la tarde. Zoe respiró profundamente la mezcla de aromas y olor a hierbas tostadas al sol. Una pareja de abejas revoloteaba por encima de la verbena de color limón. Agarró una hoja de aquella planta y la estrujó entre los dedos disfrutando del aquel olor ácido.

Se quitó la camiseta y dejó que el sol acariciara sus hombros desnudos y delgados por encima de su fino top. A su lado había un arbusto de lavanda púrpura y arrancó unos cuantos tallos para frotarse la piel con ellos. Las suaves flores le hacían cosquillas en el pecho mientras se las frotaba por el tórax. Cualquier otra mujer -alguna de las que aparecían fotografiadas con Yeager en la revista People, por ejemplo- se habría pasado aquel perfume natural por el escote, pero Zoe era tan plana que ni siquiera usaba sujetador.

– ¡Ahí estás!

– ¡Te encontramos!

Sobresaltada por aquellas voces inesperadas, Zoe dio un respingo y dejó caer las flores de lavanda. Se volvió en redondo con una sensación de desazón, segura de a quiénes pertenecían aquellas voces. Sí, eran Susan y Elisabeth.

Las dos rondaban los treinta años y ambas trabajaban en una de las inmobiliarias de la isla. Una era rubia y la otra morena, y vestidas con sus casi idénticas faldas negras y blusas de seda de color crema eran como un juego de salero y pimentero.

– ¿Qué hacéis por aquí? -preguntó Zoe alzando una mano.

Susan y Elisabeth parpadearon al unísono.

– ¿Tú qué crees? Como no has venido a visitarnos, hemos decidido hacerte una visita nosotras. Ya es hora de que nos hagas un informe completo sobre nuestros hombres.

A Zoe se le cayó el alma a los pies deslizándose lentamente hasta las suelas de sus zapatillas de deporte. Creía que a lo mejor se habían olvidado de su promesa.

– Bueno, yo… -Hizo un gesto hacia la cesta y las tijeras-. Ahora mismo estoy bastante ocupada.

Susan ignoró aquel comentario.

– No hay ningún problema. Tú haz tu trabajo, que nosotras podemos esperar aquí hasta que hayas acabado.

Al momento ella y Elisabeth estaban ya sentadas solo un par de metros más allá, en el banco de hierro forjado que había en una curva del camino que atravesaba el jardín.

– Oh. Vale. De acuerdo.

Zoe se resignó a tener que mantener con ellas una decepcionante conversación. Tendría que decirles que aquellos dos hombres -Yeager sin ninguna duda, pero no sería difícil incluir también a Deke- eran muy poco recomendables. En conciencia, no podía tratar de unir a Elisabeth o a Susan con un hombre que tenía un pasado tan célebre y que había estado relacionado con tantas mujeres famosas. Un hombre como Yeager -un astronauta, y además temporalmente ciego- nunca se podría conformar con los límites de la vida en aquella isla.

Cuando se agachó para recoger el tallo de lavanda que se le había caído, vio que algo se movía un poco más allá. Exactamente por encima del banco de hierro estaba el patio del apartamento Albahaca. Zoe aguzó la vista. Desde donde se encontraba podía ver a través del cercado del patio. ¡Mecachis! Allí estaba Yeager, echado de espaldas sobre una tumbona, echando la siesta bajo el sol de la tarde; vaya, al menos ella esperaba que estuviera haciendo la siesta.

Zoe se puso en pie y forzó una radiante sonrisa.

– Chicas, ¿por qué no me acompañáis a la cocina? -Intentaba hablar en un tono de voz bajo y tranquilo-. Tengo té frío recién hecho en el frigorífico.

Por favor, por favor, por favor -dijo para sus adentros- que no se levante antes de que me haya llevado de aquí a Susan y Elisabeth y su conversación sobre hombres.

Pero Susan y Elisabeth ya estaban negando con la cabeza.

– No, gracias -dijo Elisabeth-. Si nos metemos en tu casa podrían interrumpirnos y no vamos a tener ocasión de hablar con calma de esos dos nuevos huéspedes que tienes.

– Y yo acabaré comiéndome todas tus galletas y mañana no podré abrocharme la falda -añadió Susan.

Zoe lanzó una rápida mirada hacia el patio de la cabaña.

– Tengo galletas recién sacadas del horno -dijo Zoe añadiendo un soniquete tentador a su voz-. Con chocolate blanco y almendras.

Las dos mujeres refunfuñaron en lugar de moverse de allí.

– No nos hagas esto, Zoe. Vamos, háblanos de esos dos tipos maravillosos que están a punto de cambiar nuestras vidas.

Oh, mierda. ¿Les había prometido una cosa tan estúpida?

– Vamos, Zoe.

Ella volvió a mirar hacia el patio de Yeager. Ahora él estaba tumbado de costado. Entre los huecos que dejaban los travesanos de la barandilla, podía divisar perfectamente su rostro. Se había quitado las gafas de sol y sus espesas y negras pestañas resaltaban contra el fondo de la bronceada piel de sus mejillas. Quería pensar que estaba dormido.

– No creo que realmente queráis saber…

– ¡Zoe!

Ella tragó saliva y a continuación dejó escapar un suspiro. Quizá lo mejor sería que dejara aquella conversación para otro momento.

– Mirad, lamento tener que deciros esto, pero resulta que han aparecido un par de problemas.

Eso era. Aquello sería suficiente para hacer que las dos mujeres volvieran a su oficina.

Pero en lugar de levantarse y marcharse de allí, Susan y Elisabeth se apoyaron más cómodamente contra el respaldo del banco.

– ¿Y cuáles son esos problemas? -preguntó Elisabeth.

Zoe lanzó otra mirada rápida en dirección a Yeager. ¿Debería hablar en susurros o hacerles algún tipo de señal a aquellas dos mujeres para darles a entender que el hombre del que hablaban podría estar despierto y escuchándolas? Pero el problema de hacer eso era que, instintivamente, Susan y Elisabeth se levantarían para echar un vistazo al maravillosamente atractivo rostro de Yeager Gates.

Y en tal caso no se las podría sacar de encima jamás.

– A ver, descríbenoslos. -Había un matiz de sospecha en la mueca de Susan mientras se cruzaba los brazos sobre el pecho.

– Puntuación muy baja -dijo Zoe pensando deprisa-. Dos sobre diez.

– Sé un poco más específica. -Susan no estaba dispuesta a tragárselo.

Zoe apretó los labios y mantuvo la mirada alejada del patio de Yeager.

– Bueno, eh, el más viejo, no está tan mal. Pienso que pasable. -Tragó saliva para aclararse la garganta-. Pero de todas formas no hay que fiarse de él. Ya sabéis, cuando se tienen amigos como ese…

Pensó que «ese» era la descripción más detallada que podía hacer de Yeager.

– ¿Y qué significa exactamente como «ese»? -preguntó Elisabeth alzando la cejas.