Zoe suspiró. Así que la morena era más lista de lo que parecía.

– Es…

Alto, radiante, atractivo. Oh, sí, y es astronauta. Un astronauta «herido». Con un historial militar impecable y más magnetismo del que se puede encontrar en el mismísimo centro de la tierra.

Sí, seguramente esa descripción haría que se mantuvieran alejadas de él.

Involuntariamente miró hacia arriba. ¡Oh, cielos! Ahora se daba cuenta de que Yeager estaba despierto. Se había puesto las gafas de sol y estaba apoyado sobre un codo, esbozando una leve sonrisa. Se había quitado la camiseta y sus fornidos pectorales y su abdomen liso parecían tan apetitosos como un buñuelo de manzana después de una semana de ayuno. Sus nervios empezaron a enviar de nuevo aquellas señales telegráficas: «se-xo… se-xo… se-xo».

Zoe se inquietó y cruzó los brazos sobre su exiguo pecho. Obviamente, el condenado Yeager estaba disfrutando con aquella escena.

– Os diré todo lo que sé sobre él -les dijo a las dos mujeres-. Es escuálido y está casi calvo y -en esto iba a ser un poco temeraria- tiene un problema bastante serio de mal olor corporal.

En el rostro de Susan volvió a aparecer una expresión de sorpresa.

– Y también tendrá mal aliento, ¿no?

¿Por qué no acabar la faena?, pensó Zoe, y asintió.

– Sí, así es.

Pero las dos mujeres, lejos de parecer desilusionadas, se levantaron del banco con una expresión de disgusto en sus caras.

– Zoe -dijo Elisabeth-, no esperábamos esto de ti.

– ¿Qué?

Susan meneó la cabeza.

– TerriJean nos ha dicho que el más viejo, el llamado Deke, es un monumento. Al más joven solo le pudo echar un vistazo rápido, pero por supuesto que no es ni escuálido ni calvo.

– Y la verdad es que no me creo que tenga ningún problema de mal olor corporal -añadió Elisabeth.

– ¿No? -intentó defenderse Zoe.

– No -dijeron las dos al unísono con una mueca que dejaba ver claramente lo furiosas que estaban.

Y con unas zancadas que mostraban igual irritación, ambas pasaron a su lado rozándola mientras se dirigían de vuelta al camino por el que habían venido. La voz de Susan era tan aguda como el disparo de salida en una carrera.

– ¡Me parece que intentas guardártelo para ti sola!

Zoe se quedó helada mirándolas mientras se alejaban de allí. Y entonces una débil risa masculina se elevó por el aire haciendo que sintiera un nuevo hormigueo en sus ya excitados nervios.

– ¿Qué hay de nuevo, Zoe?

Al oír la voz de Yeager, Zoe agarró sus bártulos a toda prisa y echó a andar a paso ligero hacia su casa.

Pero no lo bastante ligero como para no oír el jocoso comentario de Yeager:

– ¿No estarás intentando guardarme para ti sola?


Yeager siguió a Zoe hasta Haven House. Había estado trabajando duro para familiarizarse con aquel entorno. En su nuevo habitáculo, las únicas cosas con las que había tropezado aquella mañana eran sus zapatillas de deporte -que estúpidamente había dejado fuera del armario- y la almohada -que se le había caído de la cama durante la noche. Pero estaba seguro de poder recorrer de memoria los sesenta y cuatro pasos que separaban su apartamento de la puerta trasera de Haven House, que daba a la cocina. Lyssa le había aconsejado que utilizara aquella entrada cuando fuera a desayunar porque era el camino más corto y directo.

Ahora utilizó aquella entrada porque supuso que allí encontraría a Zoe.

Después de la noche anterior, había imaginado que ella trataría de evitarlo. Pero recordando el suave tacto de las manos de ellas entre las suyas -y la reacción de su cuerpo al contacto con aquella piel suave- había decidido no dejarla escapar. Y menos después de notar lo nerviosa e intrigantemente silenciosa que se había quedado Zoe al ser acusada de querer guardárselo para ella sola.

Por supuesto, estaba también la descripción que había hecho de él como alguien escuálido y casi calvo. ¡Y que además olía mal! ¿No pensaría que él iba a dejar pasar aquello así como así? No, aquella oportunidad y la propia Zoe eran demasiado tentadoras.

Sus dedos extendidos tocaron la puerta trasera de la cocina y decidió que lo mejor sería entrar sin llamar. Lyssa le había dicho aquella mañana que podía entrar sin llamar siempre que quisiera, y no quería advertir a Zoe de su presencia para darle la oportunidad de escabullirse.

Giró el pomo y abrió la puerta. Le asaltó el olor a ajo, cebolla y otros aromas agradables que no pudo identificar, así como el sonido de algo que chisporroteaba en aceite hirviendo.

Al momento se le hizo la boca agua y su estómago se quejó recordándole que ya había pasado la hora del almuerzo y él todavía no había comido nada.

También Zoe se quejó.

– ¿Qué es lo que quieres? -le preguntó ella.

– ¿Qué estás cocinando?

– Tortitas de patatas y verduras. Y si no me interrumpes ahora, será lo que sirva esta tarde junto con una crema para untar.

Él pasó por alto aquella indirecta. Tortitas de patatas y verduras y una crema. Tras una infancia sin madre, las comidas a las que se había acostumbrado eran las típicas del rancho militar, las raciones para astronautas y lo que él mismo se cocinaba, que para ser honesto no era mucho mejor que lo que le preparaban su padre o el jefe de cocina del cuartel, por eso sentía una obsesiva admiración por la buena comida casera.

Acaso podría posponer el galanteo sexual durante varios minutos. Lanzó a Zoe una halagadora sonrisa.

– ¿Qué me dirías de probar un poco de eso ahora mismo?

Ella no se dejó convencer inmediatamente. Pero al cabo de un instante pudo oír un leve suspiro seguido del sonido de un plato que golpeaba sobre la mesa de madera de la cocina.

– Vale, de acuerdo. Anda, siéntate.

Él agarró una silla y se sentó a la mesa. Estirando los dedos alcanzó el plato. Se quemó con la porcelana caliente y los retiró de golpe.

– ¡Ay!

Zoe se acercó a él haciéndole llegar su gratificante perfume.

– ¡Lo siento! Ni siquiera lo había pensado. -Lo agarró de la muñeca y tiró de él acercándolo al fregadero-. Había metido el plato en el horno para calentar la comida.

Oyó el sonido del agua al correr y ella le sostuvo la mano debajo del chorro de agua fría. El sonido del agua le recordó la excusa que tenía para haberse presentado en la cocina. Y ahora que ella le había quemado los dedos sin siquiera dejarle probar un bocado de tortita de patata, decidió ir directo al grano.

– He tenido que ducharme otra vez por culpa tuya -dijo él intentando mantener un tono de voz serio.

Ella no le contestó.

Yeager era perfectamente consciente de que Zoe había estado contándoles tonterías sobre él a sus dos amigas y tenía ganas de saber por qué lo había hecho.

Además, quería ver cómo reaccionaba ella.

– Y también me he cepillado los dientes a fondo un par de veces -añadió Yeager acercándose un poco más a ella, tan cerca que el cabello de Zoe le rozó la barbilla.

Inspiró; el aroma de su pelo limpio y de su cálida piel era tan fresco y dulce que casi podía notar su sabor en la lengua. Pero había en su olor otro matiz diferente.

Ella cerró el grifo y se apartó de él.

Yeager volvió a aspirar su olor.

– Hoy hueles diferente.

– Puede que necesite darme otra ducha.

Él no pudo evitar reír abiertamente; le encantaban las réplicas descaradas de aquella mujer; le encantó cómo le había contestado malhumorada la noche anterior. A excepción de Deke, desde el accidente que lo había dejado ciego todo el mundo lo trataba de una manera diferente. Como si fuera un bicho raro o una persona por la que había que sentir pena.

Se acercó de nuevo a ella.

– Déjame que adivine de qué perfume se trata.

La voz de Zoe le llegó ahora desde un lugar diferente.

– Siéntate y cómete las tortitas. El plato ya debe de estar frío.

Pero él cambió de dirección y siguió avanzando hacia ella. A pesar de que la mención de las tortitas era bastante tentadora, estar cerca de Zoe lo era mucho más.

Esta vez notó el rápido movimiento que hizo ella para eludirlo. Estiró los brazos con las manos abiertas y hasta llegó a rozarla, pero se le escapó.

Aparentando darse por vencido, se dirigió hacia la mesa de la cocina. Y en aquel momento le llegó de nuevo su olor, estiró los brazos y está vez sí la agarró.

Ella dio un chillido.

Él la había agarrado de un brazo con las manos y la atrajo hacia sí:

– Siempre fui muy bueno jugando a la gallina ciega.

El brazo de ella se quedó flojo entre sus manos.

– Sí, me has pillado.

Yeager frunció el entrecejo. Aquello ya no era divertido. Había esperado que ella se defendiera, que forcejeara y se resistiera. Que le obligara a pelearse duro con ella para conseguir arrebatarle aunque fuera un solo rayo de aquella luz con la que parecía que deslumbraba a todos sus huéspedes.

Decepcionado, Yeager tiró de ella y la atrajo aún más.

– ¿Cuál es ese nuevo perfume que te has puesto?

Luego volvió a acercar su cara hasta ella, la olió y sonrió con satisfacción.

– Agua de cebollas -dijo Zoe después de tragar saliva.

– No, no.

Él bajó la cara hasta llegar al lugar donde más fuerte olía aquel nuevo perfume.

– Es lavanda, ¿contento?

Zoe se zafó de su mano y al momento él oyó unos pasos que le decían que ella había puesto toda la distancia de la cocina entre los dos.

– ¿De color lavanda? -preguntó él sorprendido.

– No. De la planta lavanda. De vez en cuando arranco algunas flores y me las froto en… en la piel.

De vez en cuando se las frota en la piel, pensó él, y se imaginó la escena. Flores púrpura tiñendo con su fragancia la piel de Zoe. Si aquella imagen no encendía su deseo sexual, no era capaz de imaginar qué otra cosa podría hacerlo.

– ¿Qué sucede? -preguntó ella con ansiedad-. ¿Te duelen todavía los dedos?

Ella debía de estar en algún lugar desde el que podía ver la expresión de su cara.

– No se trata de ese tipo de dolor -dijo Yeager irguiendo todo el cuerpo.

– ¿Qué te duele entonces? ¿La cabeza?

Ahora él notó que Zoe se acercaba y le tocaba un brazo.

Aquello hizo que su sangre mandara un palpitante mensaje hacia la parte baja de su cuerpo y Yeager le agarró la mano.

– Ya te lo he dicho, no se trata de ese tipo de dolor -contestó él en voz baja notando el tono sensual que adquiría su voz.

Los dedos de ella estaban fríos y empezaron a temblar. Su respiración se hizo más nerviosa y entrecortada, con un matiz más sutil.

¿Temblando de frío? ¿Nerviosa y sutil?

De repente, le volvió a la memoria la noche anterior, cuando él había tenido agarrada aquella mano entre las suyas y se burlaba de sus secretos femeninos. También entonces había notado que Zoe tenía los dedos fríos. Y que le temblaban.

Esa no era la reacción de una mujer acostumbrada al galanteo y a la seducción.

Para comprobar aquella inquietante y recién descubierta idea, él le apretó los dedos. Seguían temblando. Una sensación de incomodidad le llegaba a oleadas.

Como una revelación, otra idea le pasó por la cabeza: a Zoe no le gustaba que él estuviera coqueteando con ella.

No le gustaba él.

Sintiéndose culpable, la soltó de golpe. Si su compás mental no le mentía, la mesa de la cocina estaba a noventa grados a su derecha. Con pasos cuidadosos se dirigió hacia allí. Llamándose a sí mismo imbécil redomado, se sentó ante su plato de tortitas de patata.

¡Maldita sea! ¿Qué más cosas podían salirle mal en la vida? Sí, le gustaba la excitación que Zoe provocaba en él, de hecho hasta le entusiasmaba. Pero no si eso significaba que ella se pusiera nerviosa o le tuviera miedo.

Él no era de ese tipo de hombres.

Ella hizo un chasquido metálico al dejar algo junto a su mano derecha.

– Un tenedor -dijo Zoe con voz apagada.

Él agarró el tenedor y tanteó por la mesa en busca del plato.

– Yo… lo siento. -No le resultó fácil pronunciar aquellas palabras.

– ¿Por qué? -dijo ella de nuevo con voz apagada.

Yeager cerró los ojos. Cielos, antes del accidente las cosas no eran tan complicadas. La posibilidad de volar por el espacio le había ofrecido toda la libertad que le apetecía. La sensación de no tener límites formaba parte de su alma al igual que cuatro ventrículos formaban su corazón. La compañía de las mujeres era algo que él había tenido al alcance de la mano siempre que lo había deseado. Y cuando estaba con ellas, era capaz de leer en sus ojos y entender el lenguaje de su cuerpo. Pero ahora ya no podía ver nada -¡demonios, tenía que enfrentarse a ello!- y estaba realmente jodido.

– ¿Por qué? -preguntó ella de nuevo.

– Por… -Él se pasó la mano por la cicatriz de la cara-. Supongo que tienes alguna relación formal o al menos debes de estar saliendo con alguien. Al no poder verte, creo que he malinterpretado las señales que me estabas enviando. -O bien había sido tan redomadamente estúpido que las había imaginado.