En otro tiempo, de una de las ramas horizontales colgaba un columpio de cuerda que ahora había desaparecido, pero aún seguían estando allí los siete trozos de dura madera que él había clavado en el tronco como escalones. Apoyada en una de las horquillas entre las ramas más bajas, el suelo de la cabaña de madera parecía estar casi intacto, aunque parte de la barandilla que la rodeaba había desaparecido.
Tras comprobar que los peldaños soportaban su peso, Deke ascendió hasta la altura de la cabaña. Colgándose de una rama más alta, pasó una pierna con cautela por encima de la poco sólida barandilla. El suelo de la cabaña aguantó. Tanteó poniendo el otro pie encima. El suelo siguió aguantando el aumento de peso.
Encogiéndose de hombros y confiando en sus habilidades de carpintero de cuando tenía trece años, se soltó de la rama a la que estaba agarrado, se sentó sobre el suelo de la cabaña -antaño su lugar favorito- y se apoyó en una de las ramas que se elevaban hacia el cielo; desde allí se quedó mirando hacia la playa de los Enamorados y hacia el Pacífico, hacia el mar abierto, donde no se podía llegar a ver el continente.
Sintió una extraña tensión que apretaba los músculos de sus hombros. Había estado trabajando todo el día en las reparaciones de la casa, sacando las tablillas rotas del techo y tirándolas en el improvisado vertedero donde iba amontonando todo el material de deshecho. Le iba a costar un ojo de la cara que le enviaran el material de construcción a la isla, pero no le importaba. Ya había decidido gastarse todo el dinero que hiciera falta. Y también había planeado contratar a alguien para que hiciera el trabajo con el que hasta ahora se estaba castigando los músculos.
No tenía ni idea de por qué se estaba castigando así, cada día, en lugar de estar tumbado al sol tomando cervezas con Yeager.
Maldita sea, sí sabía por qué.
Era por culpa de Lyssa.
Desde el primer momento que se había cruzado con ella, su sola visión hizo que se sintiera como si se acabara de tomar una pócima medicinal. Ella, con sus jóvenes curvas y con su cabello rubio ondeando al viento, le había tendido las llaves del apartamento y le había mirado directamente a los ojos sonriendo. Sus gruesos labios curvados habían hecho que se le pusiera dura y le flojearan las rodillas.
Temeroso de ponerse a tartamudear en cualquier momento, había agarrado las llaves y le había hecho una rápida reverencia que lo había alejado de ella al instante. Aunque era un sueño erótico vivo y real, desde entonces había sido su única pesadilla nocturna. Una mujer que se había quedado pegada a su imaginación algo más que temporalmente.
Una mujer joven e inocente. Su visita a la casa se lo había demostrado. ¡Realmente ella creía que podía estar a salvo cerca de él!
Desde su posición elevada vio un pequeño y hermoso barco que petardeaba cruzando la bahía de la playa de los Enamorados. Parecía que hubiera estado navegando por Breakers Point y ahora regresara para fondear en la bahía de Haven antes de que cayera la noche. También él debería estar regresando. Pero cada noche postergaba todo lo que podía su regreso a Haven House.
Y sabía perfectamente cuál era la razón.
Era por culpa de ella, de Lyssa.
Entonces, como si solo pensar en ella pudiera haberla hecho realidad, Deke la vio.
Desde donde estaba podía ver hasta medio kilómetro del estrecho sendero que conducía hasta la colina y de ahí a la casa. Lyssa ascendía la cuesta con paso decidido, con la larga falda de su vestido amarillo revoloteando alrededor de sus caderas. Se detuvo un instante mirando en dirección a la casa e instintivamente él se escondió detrás de una rama. La brisa de la tarde revolvía su larga cabellera rubia y alzaba los pliegues de su falda; contra el fondo del valle verde y el mar azul, parecía una llama de colores.
Deke apretó los dedos y oprimió los recientes callos de sus palmas. ¡Por Dios, una llama! Debía de estar pensando en las luces amarillas de precaución o en las señales de peligro.
Intentó apartar la vista pero se encontró de nuevo mirándola, admirándola en aquel entorno de colores que la rodeaba a ella y lo cegaba a él como si fuera un cuadro impresionista. Lyssa pertenecía a aquel lugar, y posiblemente el hecho de que pareciera formar parte de las bellezas de la isla -un lugar en el que él había sido tan feliz como desgraciado-, era lo que hacía que él la encontrara tan fascinante.
O quizá estaba sufriendo la crisis de los cuarenta.
Ella seguía caminando, ascendiendo hacia la casa. Deke aplastó la espalda en la rama del árbol. Si no lo encontraba en la casa se marcharía de allí y le dejaría tranquilo. Esa era la mejor curación para un típico ataque de lujuria en la edad madura.
Pero, ¡cielos!, aquella muchacha era un buen sabueso. En unos minutos había llegado hasta la casa y, caminando sin vacilación la bordeó y se dirigió a la parte de atrás de la misma, hasta donde estaba su árbol.
Pudo oír el crujido de la maleza al pasar Lyssa entre ella y cerró los ojos a la imagen de la muchacha acercándose a él. Demasiado tentadora. Demasiado fácil llamarla y luego invitarla a subir a su refugio privado.
– ¿Deke?
Él se tragó un gemido. Aquella joven y dulce voz venía directamente del pie del árbol. Si no la miraba, puede que ella se marchara.
– ¿Hay algo que deba saber antes de subir al árbol?
Que no me fío de mí mismo si te tengo demasiado cerca, pensó él.
– ¿Crees que estos frágiles escalones aguantarán mi peso? -preguntó ella.
Él abrió los ojos para agarrarse a la oportunidad que se le presentaba.
– ¡No!
Al mirar hacia abajo, se encontró de golpe hipnotizado por los ojos de Lyssa. Estaban abiertos de par en par y eran de un color azul cristalino; y parecían tan confiados que hicieron que el corazón le diera un vuelco.
– ¡No! -gritó de nuevo mintiendo entre dientes-. No puedes subir aquí arriba.
Ella debió de imaginar que lo que él quería decir era que no podía subir «por aquel camino», porque antes de que Deke pudiera volver a protestar ella se puso de puntillas y se agarró a una de las ramas más bajas. Entonces empezó a levantar las piernas. La falda de su vestido largo se le subió hasta las caderas y él estuvo a punto de sufrir un infarto.
Además, Lyssa había empezado a jadear.
Deke se quedó de piedra, mirándola con horrorizada fascinación.
Ella no conseguía subirse a la rama y seguía alzando las piernas y jadeando. Su cara estaba empezando a teñirse de rojo.
Finalmente Lyssa rompió el silencio y dijo con la voz ahogada por el esfuerzo:
– Creo… que… necesito… ayuda.
Sacudiendo la cabeza, Deke intentó tragarse la sonrisa y el deseo, aunque una parte de él le estaba diciendo que alargara una mano y tirara de ella hasta subirla a su lado.
– Déjalo ya y suelta la rama -dijo él-. Los escalones son seguros, pero ya voy a bajar de aquí.
Apenas hubo acabado de pronunciar aquellas palabras, ella ya estaba ascendiendo por los escalones y llegando a su lado. Se sentó en el sucio suelo entre él y el último de los escalones, con la falda abierta alrededor de las piernas como si fuera una flor, y con los pétalos lo suficientemente separados como para casi rozar con ellos sus botas de faena.
– Te he dicho que iba a bajar -insistió Deke frunciendo el entrecejo.
Ella meneó la cabeza haciendo que los suaves bucles de su pelo le rozaran las todavía sonrojadas mejillas.
– Me apetecía subir aquí.
– ¿Ya sabías que había una cabaña en este árbol? -preguntó él con mirada seria.
– Zoe y yo la encontramos cuando éramos niñas. Aunque no había vuelto a estar aquí desde hace muchos años. -Ella miró a su alrededor como si quisiera comprobar si aquella cabaña de cuatro metros cuadrados había sido remodelada durante aquel tiempo-. ¿Cómo sabías tú que aquí había una cabaña?
– La construí yo. Cuando tenía trece años.
Aquello pareció sorprenderla. Lyssa abrió sus ojos azules como platos y él intento no caerse dentro de ellos.
– ¿Tú has vivido en la isla? -preguntó ella.
– Durante varios veranos, cuando era niño.
Al parecer, Lyssa se puso a pensar en ello. Él recordó la primera vez que la vio. Como ahora, entonces se había sentido golpeado por un intenso y ardiente impulso, por un calor que lo ponía nervioso. Era un calor que le hacía sentirse incómodo a su lado.
– Ya es hora de que nos marchemos -dijo Deke de pronto-. Se está haciendo de noche.
– Tú cuidarás de mí -replicó Lyssa sin pensarlo.
Él volvió a clavarse las uñas en las palmas de las manos. ¡Cómo se atrevía! Le ponía de mal humor que pensara que podía contar con él.
Intentó imaginarse a sí mismo dejándola allí sola en medio de la noche.
Pero lo que realmente le ponía de mal humor era saber que ella tenía razón.
Se agarró a aquella sensación de enfado, tratando que ese sentimiento se superpusiera a la tensión que sentía estando tan cerca de ella. Dejó que sus ojos enfadados se pasearan por la joven y delicada curva de sus mejillas, por la casi obstinada elevación de su barbilla, por su pequeño cuello, por sus no tan pequeñas…
¡Cielos! Tenía que marcharse de allí inmediatamente. Todas aquellas estupideces sobre calores e impulsos ardientes no eran más que un exceso de lujuria provocado por aquella jovencita. Debería sentirse avergonzado de sí mismo.
– Yo me marcho -dijo él.
En lugar de contestarle, Lyssa se agarró a una de las gruesas ramas y se acercó hasta la barandilla que rodeaba la cabaña de madera. Le rozó las botas con la falda y Deke sintió el contacto del algodón sobre el cuero como si fuera la caricia de una piel sobre otra piel. Y notó una nueva punzada en el pecho. «Mierda.» Quizá estaba a punto de sufrir un infarto.
Lyssa se puso de rodillas, se estiró y pasó la yema de uno de sus dedos por encima de la corteza de una rama.
– DN. Aquí hay unas iniciales grabadas. Las encontré hace años. Son tus iniciales, ¿no es así? Deke Nielsen.
Su cabello rubio se rizaba a lo largo de su espalda como si fuera un ángel.
– Sí -farfulló Deke-. Supongo que sí.
Ella se sentó de golpe sobre los talones y se quedó mirándolo fijamente; el color rosado de sus mejillas desapareció de repente de su rostro.
– Yo…
– ¿Qué? -Deke gateó hacia ella temiendo que estuviera de nuevo a punto de desmayarse y que fuera a caerse del árbol-. Por el amor de Dios, ¿qué te pasa?
Ella volvió a señalar la rama del árbol con un dedo tembloroso.
– Yo puse también mis iniciales aquí. LC.
Él no iba a permitirse tocarla. Aunque desde la poca distancia que los separaba podía apreciar perfectamente su fina y lisa piel, y aquellos labios rosados que parecían estar pidiendo que los besara. Se apartó unos centímetros de ella. El deseo puede hacer que un hombre se comporte como un estúpido.
Lyssa tragó saliva y él tuvo que apartar la vista de los vulnerables músculos de su cuello.
– Creo que lo sabía -dijo ella-. Desde entonces.
– ¿Que sabías qué?
– Nosotros -contestó ella sencillamente.
Maldita muchacha. Ya volvía a empezar de nuevo.
– Escúchame, pequeña -dijo Deke poniéndose nervioso-. Aquí no hay ningún nosotros. Y no va a haber ningún nosotros. No sé tú, pero yo puedo asegurarte que he pasado por esto mismo cientos de veces.
– Deke…
– Escúchame. No tenemos nada que hacer juntos, piénsalo bien. Y no vamos a hacer nada juntos. El deseo es algo que viene y se va, y eso no significaba absolutamente nada.
Ella también parecía un tanto impaciente. Pero en absoluto decepcionada o intimidada, ni siquiera un poco dolida.
– ¿Puedes mirar un momento esto? -insistió Lyssa señalando de nuevo la rama del árbol-. Cuando yo tenía trece años también grabé aquí mis iniciales. Y como era una niña romántica e imaginativa, les añadí un pequeño adorno.
Con un suspiro de desaprobación, Deke le dio el gusto de mirar el lugar que ella le señalaba. Tuvo que acercarse más a Lyssa para ver lo que le estaba indicando, pero lo hizo tratando de ignorar la dulce calidez que emanaba de su joven cuerpo.
Y entonces se olvidó de aquella calidez.
Y también se olvidó de respirar.
Porque lo vio muy claro. Sus iniciales, DN, grabadas de manera un poco tosca en la corteza del árbol cuando tenía trece años. A su lado, las iniciales de Lyssa, LC. Y entre las dos un signo de suma.
Y rodeándolo todo un corazón.
– Mira -la voz de Lyssa parecía susurrarle desde el centro de su propio corazón-, y entonces lo sabía.
Tras la reunión del Festival del Gobio, Zoe recorrió la sala de estar recogiendo servilletas usadas y tazas de café, y volviendo a colocar los muebles en sus lugares de siempre. Lo tuvo que recoger todo ella sola, porque Lyssa había desaparecido sin decir adónde iba y porque el hombre que estaba confortablemente y en apariencia firmemente instalado en su canapé no era demasiado bueno encontrando cosas cuando estas no estaban en su lugar.
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