Si, Yeager. No solo estaba ciego, sino que había desarrollado el molesto hábito de seguir merodeando por la casa cuando todos los demás ya se habían marchado.
¿Acaso no había organizado aquella velada para deshacerse de él? ¡Para sacárselo de la cabeza, para sacárselo de la imaginación, o, por lo menos, para sacarlo de la sala de estar!
Metió una servilleta usada en un vaso de papel intentando no mirar las musculosas y bronceadas manos de Yeager, abiertas y relajadas sobre las perneras de sus ajustados pantalones tejanos. Tenía unos dedos largos y fuertes, y cuando sus nudillos le rozaron la mejilla a primera hora de la noche, a ella se le puso la carne de gallina, igual que se llenaba de pecas cuando se ponía al sol.
Se dio cuenta de que de nuevo estaba observándolo.
Menuda novedad. Había estado pendiente de él durante toda la noche. De cualquier risa ocasional, del calor que desprendía su cuerpo cuando se sentó a su lado, del tono tan masculino de su voz cuando charlaba con la otra mujer al final de la reunión.
Haber escuchado cómo bromeaba con ella no habría sido tan malo si aquello no le hubiera traído a la cabeza lo que él le había confesado unos días antes: que había estado coqueteando con ella.
Y aunque aquella revelación no había sido una sorpresa -por supuesto que se había dado cuenta de que él estaba coqueteando-, él también le había sugerido, de manera implícita, que sentía por ella una atracción que era algo más que un gesto reflejo masculino.
Otra inesperada oleada de calor la recorrió de pies a cabeza. ¡Ah! Gesto reflejo o no, tres días antes ella habría sido lo suficientemente inteligente como para apagar aquellos fuegos. Ella no estaba interesada. Y así se lo había dicho.
Ya era hora de tomar las riendas de aquel asunto, se dijo con firmeza.
– Debes de estar muy cansado -dijo Zoe intentando poner el tono de voz frío de una enfermera-. ¿Necesitas que te ayude a encontrar la puerta?
Él no se movió del sitio.
– Oh, sí. Estoy exhausto de estar sentado todo el día mirando a ninguna parte. No, creo que te haré compañía todavía un rato más. -Estiró sus largas piernas hacia delante y las cruzó una sobre otra como si realmente se dispusiera a quedarse allí-. ¿Ha quedado algo de comer?
Por supuesto, Yeager no pensaba hacer caso de su indirecta. Emitiendo un ligero gruñido de enfado, Zoe le dejó un plato de galletas en la mano y luego siguió recogiendo la habitación. Quizá debería maldecirse a sí misma. Quizá debería haberle buscado otro tipo de mujeres. ¿Acaso ninguna de ellas era lo suficientemente inteligente como para llevarse a aquel hombre a casa o al menos a tomar una copa por ahí?
Como ella había imaginado, Yeager había deslumbrado a las tres. Las vendedoras de casas Susan y Elisabeth lo observaban como si fuera un terreno en construcción, libre de gravámenes y con vistas al mar, de la isla de Abrigo… Desirée había sido el as que Zoe se guardaba en la manga. Aquella mujer coleccionaba hombres lo mismo que los expertos coleccionaban sus vidrieras de colores, y Zoe había esperado que Desirée tuviera ganas de aumentar su colección.
La mitad de su plan había salido tal y como ella lo había planeado.
Pero Yeager, como ya venía siendo usual, no era una persona fácil de predecir. Mientras que las tres mujeres parecían estar bastante interesadas en él, no había quedado nada claro a cuál de las tres prefería. Zoe no tenía ni idea de por cuál se iba a decidir: ¿la jovialidad de Susan? ¿La alegría de Elisabeth? ¿O la descarada sexualidad de la tetuda Desirée?
Zoe se quedó mirando a aquel condenado hombre con una mueca de enfado. Por alguna ilógica, inoportuna, irracional, estúpida y completamente banal razón, la simple idea de que hubiera respondido tan fácilmente a las tres hacía que se la llevaran los demonios.
Lo mínimo que podría hacer era salir de su sala de estar para que al menos ella pudiera disfrutar de su enfermizo malhumor en paz. Volvió a mirarlo con cara de enfado.
– ¿Qué pasa con Deke? -preguntó Zoe colocando un jarrón de porcelana reina Ana en el lugar donde había estado hasta hacía un momento la cafetera-. ¿No crees que deberías ir a buscarlo?
– ¿Ir a buscarlo? ¿Por qué?
Zoe mantuvo los ojos clavados en los tallos de las blancas y delicadas flores.
– No lo sé -contestó ella-. Quizá le quieras contar cómo te ha ido la velada.
– Oh, claro. -Yeager se rio entre dientes, claramente divertido-. Y después tendré que escribir todos los detalles en mi diario.
Zoe hizo una mueca. De nuevo le había desbaratado los planes. La cuestión era que sencillamente no podía concentrarse en nada mientras él estuviera en la misma habitación; la verdad era que no podía concentrarse en nada estuviera él donde estuviera. Zoe se frotó las manos contra las caderas del vestido. ¿Cuál de aquellas mujeres interpretaría el papel protagonista de sus sueños esa noche?
– ¿Estás seguro de que no necesitas tomar un poco de aire fresco? -le dijo Zoe desesperadamente antes de que la lengua la traicionara y empezara a preguntarle otras cosas.
– Me estoy recuperando perfectamente aquí, muchas gracias.
Ella frunció el entrecejo volviéndose hacia él.
– ¿Es que te encuentras mal?
– Me encuentro perfectamente. Me refería a todo el encanto femenino al que me has expuesto esta noche -contestó él sonriendo.
También les había sonreído del mismo modo a las otras tres.
¡Oh, al demonio con eso!, pensó Zoe cruzando los brazos sobre el pecho.
– ¿Cuál? -le preguntó de pronto-. ¿Cuál de ellas?
Yeager alzó la cabeza en dirección hacia donde estaba ella. En ese momento él tenía una galleta en cada mano: una de chocolate y otra de uvas pasas. Tragó saliva y a continuación preguntó:
– ¿Cuál?
Zoe se odió a sí misma por verse obligada a preguntar.
– Sí -dijo ella-. ¿Cuál de ellas?
Yeager alzó las cejas por encima de la montura de sus gafas negras.
– ¿Cuál de las galletas? Me gustan todas…
Ella le interrumpió impaciente:
– Cuál de las galletas, sí, ya me entiendes: Susan, Elisabeth o Desirée.
Yeager apretó los labios con fuerza y luego chasqueó la lengua.
– ¿«Galletas», Zoe? ¿Eso no es violar los principios de hermandad femenina o algo por el estilo?
Tenía que haber imaginado que él se burlaría de su pregunta. Sin molestarse en replicar, le dio la espalda mientras colocaba la última silla plegable en el recibidor, para que la asistenta a tiempo parcial que la ayudaba en la casa las recogiera por la mañana. Violar un principio de hermandad, ¡ja! Sus sentimientos hacia aquellas tres mujeres no eran en ese momento precisamente de hermandad, pero no tenía ganas de detenerse a examinar el porqué.
La única cosa sensata que podía hacer en aquel momento era dedicarse de nuevo a la limpieza. Si él no se decidía a abandonar la sala de estar, lo haría ella. Con prisas y sin hacer caso a Yeager, acabó de llevar a cabo la limpieza diaria. Lo único que quedaba por recoger era el plato de galletas que poco antes le había dado a Yeager.
Lo agarró del cojín que había sobre la butaca de al lado de la de Yeager, donde él lo había dejado.
– Ya he acabado -dijo ella-. Ahora me voy arriba.
Aunque por supuesto se iba arriba con la curiosidad todavía no satisfecha. Sabía que iba a tardar horas en dormirse dándole vueltas a la cabeza al asunto de Su-san, Elisabeth y Desirée, pero que ardiera en el infierno si se le ocurría preguntar de nuevo.
– Buenas noches -dijo Zoe con firmeza.
El sonido de la puerta de la calle al abrirse le anunció que había vuelto Lyssa.
Yeager giró la cabeza al oír la puerta y luego miró hacia arriba.
– ¿No piensas acompañar a este muchacho a casa? -Había algo en la expresión de su rostro, un hoyuelo que se marcaba sobre la cicatriz de su mejilla, que le indicaba que todavía se estaba divirtiendo con algo.
Con ella. Zoe frunció el entrecejo.
– No, no voy a acompañarte a casa. -Afuera haría frío y habría luna llena, y él debería haber dado aquel romántico paseo con Susan, con Elisabeth o con Desirée. Una pequeña y desagradable punzada de curiosidad la pinchó de nuevo-. ¿Por qué debería hacer tal cosa?
El hoyuelo que había aparecido en su mejilla se hizo aún más profundo.
– ¿Porque no podría encontrar el camino solo en la oscuridad?
Zoe se quedó con la boca abierta. Seguro que se le había puesto cara de tonta. Yeager encontraba aquel camino de ida y vuelta en la oscuridad cada día.
– No… -empezó a hablar, pero se interrumpió.
Yeager no era en absoluto estúpido. Quería quedarse a solas con ella por alguna razón -ahora que Lyssa había vuelto a casa-, si sus suposiciones eran correctas.
– ¿Por favor? -añadió él.
De alguna manera, el esbozo de una sonrisa de Yeager recorrió los pocos pasos que los separaban y ella empezó a sentir un suave y agradable cosquilleo a la altura de la cintura. Miró hacia abajo, hacia Yeager, y se maravilló del reflejo dorado de su cabello, la fuerte columna de su cuello y la pronunciada extensión de sus hombros.
Zoe tragó saliva a la vez que tiraba del cuello de su camiseta, que de repente sintió que le apretaba demasiado. Seguro que se trataba de nuevo de la curiosidad, se dijo a sí misma sin demasiado convencimiento. Si lo acompañaba a casa, puede que la brisa fresca de la noche se llevara todas aquellas incómodas sensaciones.
– De acuerdo -farfulló ella-. Vamos.
Uno al lado del otro, caminaron lentamente por el sendero que llevaba al apartamento de Yeager. El aire era frío y Zoe enterró las manos en los bolsillos de su tejano y encorvó los hombros para mantenerse caliente. Yeager parecía haber olvidado que ella estaba a su lado.
Cuando estaban a medio camino de su apartamento, él carraspeó y luego dijo:
– Zoe, respecto a esta noche… -Su voz se apagó poco a poco.
A Zoe le sorprendió ver a Yeager dudando. No le había parecido en absoluto el tipo de persona que duda ante algo. Pero la frase «respecto a esta noche» había quedado colgada en el aire sin ningún peso que la pudiera hacer caer, y Zoe arrugó el entrecejo. ¿Qué era lo que le preocupaba para sacarlo ahora a colación?
La respuesta le golpeó la cara con la frialdad de una ola. Se trataba de aquellas mujeres, por supuesto. Después de todo el silencio anterior, ahora quería hablar de Susan, o de Elisabeth, o de Desirée. Pero seguramente se trataba de Desirée. La sexy Desirée, con aquellas largas uñas que se habían sentido como en casa encima de la rodilla de Yeager. Pero ¿qué quería él de Zoe? ¿Que le diera su número de teléfono?
Y luego la golpeó otra oleada de comprensión. Ciego como estaba, posiblemente quería tener su número de teléfono. Pero seguramente de nada habría servido que le hubiera pedido a ella que se lo escribiera o haberles pedido a Susan, a Elisabeth o a Desirée que se lo leyeran. Sintió un escalofrío incómodo que le recorría la columna vertebral. ¿Y si lo que le quería pedir era que le marcara el número de teléfono)
Zoe dio un traspié. Para mantener el equilibrio, alargó un brazo y golpeó con él a Yeager sin querer. Este la agarró con su fuerte mano y cerró su dedos recios alrededor del antebrazo de ella para sostenerla.
El calor de la palma de la mano de Yeager traspasó la piel de su brazo, y la mujer que llevaba dentro -aquella que había despertado cual Bella Durmiente en el momento en que lo vio- se puso otra vez completamente en guardia sin siquiera tener que desperezarse o bostezar.
Pero él no le soltó el brazo.
El dulce y hechizante aroma de jazmín de la radiante noche los rodeaba. Una ligera brisa formaba olas en el cabello de Zoe y acariciaba la carne ardiente de sus mejillas, pero ella apenas si podía sentirla. Zoe se quedó mirando a Yeager y vio el reflejo de la luz de la luna en los cristales oscuros de sus gafas de sol.
El silencio se hizo más denso entre los dos y Zoe pensó que acaso debería decir algo, lo que fuera, para romper aquel momento de hechizo.
– Hoy hay luna llena -dijo ella susurrando las primeras palabras que le pasaron por la cabeza.
Puede que aquella enorme luna fuera la explicación del agobiante calor que sentía en la piel y del errático martilleo de su corazón golpeando contra las costillas.
Las manos de él se apretaron aún más alrededor de su brazo. Al cabo de un momento, Yeager alzó la cabeza hacia el cielo y por un segundo pareció que había olvidado de nuevo que ella estaba a su lado. Pero luego se puso a hablar otra vez:
– Descríbemela -dijo Yeager con una voz calmada pero tensa.
– ¿La luna? -preguntó Zoe tragando saliva.
– Todo. La noche. Los árboles. Pero sí, descríbeme también la luna. ¿Hay nubes? ¿Han salido ya las estrellas? -Su mano se apretaba de nuevo alrededor del brazo de ella urgiéndola a contestar-. Háblame de cómo es el cielo.
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