Había algo en el timbre de su voz que Zoe no había denotado hasta entonces. Acaso tristeza. O nostalgia.
El astronauta ciego quería que le hablaran del cielo. A ella se le detuvo el corazón por un momento y luego tuvo que volver a tragar saliva. Forzando a sus ojos a desviarse de la cara de él, Zoe miró hacia arriba tratando de recordar desesperadamente dónde estaba cada constelación. ¿Aquello era el fajín de Casiopea o el cinturón de Orion? ¿La estrella polar estaba en la Osa mayor o en la Osa menor?
– Yo soy una mujer pegada a la tierra -le confesó finalmente ella-. Soy más consciente de la isla que hay bajo mis pies que de lo que está por encima de mi cabeza.
Yeager sacudió su delgado brazo. No de mala manera, sino con impaciencia, como si realmente necesitara que ella hiciera aquello por él.
– Cuéntame, Zoe.
Ella tomó una profunda bocanada de aire.
– Puedo ver la luna y un montón de estrellas. Muchísimas más de las que puede ver la gente en el continente. Lo recuerdo de cuando fui a la universidad en Los Ángeles. La abundancia de luces de la ciudad no te deja ver el cielo.
Él asintió con la cabeza y volvió a apretarle el brazo.
Zoe trató de ignorar otra oleada de calor que le llegaba desde el lugar donde aquella mano la tenía sujeta, y que ascendía recorriéndole todo el brazo. Y lo que era todavía más raro, había empezado a temblar, a pesar de que ya no sentía frío en absoluto.
– El cielo. ¿De qué color es el cielo? -preguntó Yeager.
– No es negro. Al menos todavía. -Zoe intentaba encontrar las palabras para describir aquello que estaba más allá de la simple vista-. Es profundo, de un azul intenso. La luna es blanca y está enorme, pero parece tan delgada como los pirulíes que comprábamos de pequeños en el quiosco.
Volviendo la cara hacia Yeager, ella sonrió ligeramente.
– Con los ojos cerrados habría dicho que la luna está flotando en la superficie del cielo en lugar de estar suspendida de él.
Yeager no contestó y ella volvió a mirar una vez más hacia arriba.
– Y las estrellas… -Zoe se había quedado sin inspiración y se encogió de hombros- centellean. -Como él seguía sin decir nada, ella, sintiéndose incómoda, cambió ligeramente de posición-. Bueno, creo que tú las puedes describir mucho mejor que yo.
Zoe tiró del brazo que él tenía agarrado.
Pero Yeager no abrió la mano para soltarla.
– En el espacio, las estrellas no centellean -dijo él.
Ella se lo quedó mirando fijamente. La luz de la luna y su menor estatura le dejaban ver que Yeager tenía los ojos cerrados detrás de sus gafas de sol.
– ¿Es eso cierto? -preguntó Zoe.
– Lo que hace que parezca que las estrellas centellean es la atmósfera de la tierra.
– Y desde el espacio ¿cómo son?
– Son claras y brillantes, aunque siguen estando todavía muy lejos de nuestro sistema solar. No es que te parezca que puedes acercarte a una de ellas para hacer una visita ni nada por el estilo.
Zoe tomó aliento llenándose los pulmones con el aire de la isla, que olía a jazmín y agua salada.
– Tú has estado ahí afuera -dijo ella haciendo un gesto con la mano que tenía libre-, ¿no es así?
– En varias misiones del transbordador espacial.
También ella había pasado varios años ahí afuera, en el continente. Zoe suspiró. Es verdad, él era Apolo, con cada uno de los dos pies apoyados en un cohete y la cabeza en las estrellas.
– ¿Y cómo es la Tierra vista desde allí arriba?
– En el transbordador espacial nunca estás lo suficientemente lejos como para verla toda entera. Sin embargo… -en su voz había un tono de exaltación-. Sin embargo, no deja de ser una visión impresionante. Océanos de un color azul brillante y desiertos rojos sobre el fondo de la oscuridad del cielo. Es como echar un vistazo a un reluciente mapa topográfico. También se ven las ciudades más grandes y algunos aeropuertos, y carreteras y puentes.
Zoe arrastró sus zapatillas de goma por aquel camino, que había sido abierto por las manos de su abuelo.
– Pero no Abrigo. Desde allá no habrías podido ver nunca la isla.
Yeager negó con la cabeza.
– Posiblemente no. Pero ¿qué significa eso a cambio de la compensación? Cada veinticuatro horas llegas a ver sesenta amaneceres y sesenta puestas de sol. Y desde la luna… -su voz se hizo tan suave que casi era un murmullo-. Bueno, quitémosle importancia al asunto y digamos solo que la visión de la tierra desde la luna debe de ser impresionante.
La luz de la luna parecía fría. Y el propio satélite parecía estar observándolos a los dos con no muy buenos ojos. Zoe tragó otra vez saliva.
– Yeager… -empezó a decir ella sin tener ni idea de lo que estaba intentando contarle.
Pero entonces Yeager se estremeció y la soltó del brazo, como si acabara de librarse de un hechizo hipnótico. Carraspeó y a continuación dijo:
– Aunque esa no es la razón por la que te he pedido que me acompañaras.
Ella tuvo que recuperar el equilibrio ahora que Yeager ya no la sujetaba del brazo.
– ¿O sea que tenías algo planeado?
– Por supuesto que tenía algo planeado. Yo siempre tengo un plan.
De repente el tono de voz de Yeager y su humor se habían hecho más radiantes, y Zoe se relajó -riéndose entre dientes- mientras echaban de nuevo a andar.
– De acuerdo, de acuerdo, me parece que he picado.
Ni siquiera su «Quiero que me prometas algo» la preocupó lo más mínimo.
Zoe se puso a reír de nuevo.
– Estoy dispuesta a tener en cuenta tu petición. ¿De qué se trata? ¿Quieres que te haga tu postre favorito? ¿Necesitas un juego extra de toallas?
– Se trata de esas mujeres.
Ahora Zoe se rio a carcajadas. ¡Oh, claro! Por supuesto que se trataba de aquellas mujeres. Todo aquel viaje por el espacio solo había sido para despistar.
– De acuerdo, dime.
Números de teléfono, los tenía. Y sabía el tipo de flores que prefería cada una. También sabía el tipo de comida que preferían. Bueno, no en el caso de Desirée, ya que no le había quedado del todo claro si simplemente odiaba la comida o si se alimentaba chupando la sangre de los hombres con los que salía.
– Esto no va a salir bien.
Ya habían llegado hasta el pequeño porche de entrada del apartamento de Yeager.
– ¿Qué quieres decir?
Ella oyó cómo salía de su garganta la chirriante pregunta. Pero se le hacía difícil pensar cuando sentía que el estómago se le encogía y cuando estaban tan cerca el uno del otro, en la intimidad de las sombras.
– Zoe. -Yeager apoyó uno de los hombros en la puerta de entrada. Luego alargó una mano y volvió a agarrada del brazo acercándola hacia él-. No me gusta ninguna de esas mujeres.
El pulgar de Yeager se deslizó por debajo de la corta manga de la blusa de ella, dibujando pequeños círculos sobre su piel. Unos escalofríos salvajes empezaron a recorrer la espalda de Zoe.
– ¿Qué… qué quieres decir? -preguntó ella sin aliento.
– Lo que he dicho. -Yeager colocó la otra mano sobre el hombro de ella y la atrajo hacia su ancho y fuerte pecho-. No me interesa ninguna de esas mujeres. -Luego se calló y a continuación trazó un nuevo círculo con el pulgar sobre la piel del brazo de ella-. Tú ya sabes qué es lo que yo deseo.
¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Zoe apartó de él la mirada. Desde lo alto la luna se quedó mirándola con un inquebrantable ojo crítico.
Lo que Yeager quería era explorar el universo. Ella era una mujer que no quería otra cosa más que quedarse en su isla. Ellos dos estaban a miles de planetas y galaxias de distancia.
Zoe se humedeció los labios.
– Ninguna de esas mujeres, ¿eh? -dijo ella intentando detener de alguna manera lo que fuera que estaba a punto de pasar allí. Incluso intentó sonreír con guasa mientras añadía-: Después de todo, la primera impresión que me diste no era del todo equivocada, ¿no es así?
Yeager no le devolvió la sonrisa. En lugar de eso, le sacudió cariñosamente la cabeza como si ella estuviera loca de remate.
– Zoe. Cariño.
¡Oh, cielos, aquel hombre no parecía dispuesto a detenerse ante nada!
Por supuesto que ella podría haberse apartado de él, aunque sus fuertes manos aún la tenían agarrada. Pero su pecho estaba muy cerca. Y hasta parecía que la luna había dejado de hacer su papel de juez intransigente, para convertirse en un foco romántico que iluminaba algo que a ella cada vez la excitaba más; y cada vez le daba más miedo.
Yeager agachó la cabeza hacia ella y Zoe apretó los ojos, cerrándolos con fuerza, como si fuera una niña que piensa que si no ve la aguja que se acerca tampoco sentirá el pinchazo.
Capítulo 7
Alzando de nuevo la cabeza, Yeager dejó escapar un suspiro. Podía sentir la tensión de Zoe entre sus brazos. Había llegado el momento de enfrentarse a los hechos. Ella no iba a ayudarle con aquel beso.
Eso no le sorprendió en absoluto, dado que tampoco le había puesto las cosas nada fáciles hasta el mometito.
Pero un hombre ciego podía necesitar un poco de ayuda, ¿es que ella no se daba cuenta? Poco después de su accidente, había recibido la visita de un par de mujeres y había descubierto que incluso un simple beso necesitaba la colaboración de ellas. Creía que después de años de hacerlo a oscuras ya se había convertido en un experto, pero en su nueva noche perpetua su sentido de la orientación parecía haberse desajustado. Una vez había besado un botón en lugar de la punta de una nariz, y otra casi se había comido el pendiente de una señora amiga de su padre.
Y aquellas mujeres estaban completamente tranquilas.
Aquello le hacía replantearse todo el asunto, ¿por qué siempre estaba intentando tocar a Zoe? Susan, Elisabeth y Desirée se habían despedido de él aquella noche con insistentes saludos y la promesa por su parte de que se había grabado en el cerebro sus números de teléfono. Y ninguna de ellas le parecía que fueran del tipo de las que, ante la insinuación de un beso, se van a echar atrás en el último momento.
No, pero tampoco ninguna de ellas olía como Zoe.
Yeager suspiró. Había intentado seguirles el juego, realmente lo había intentado. Pero las reglas de aquel juego no tenían sentido para él cuando las otras mujeres le atraían tanto como una sopa de avena fría, y entre Zoe y él había una electricidad que producía chispazos cada vez que se rozaban. Pero aquel juego podría ser mucho más divertido para los dos si ella fuese capaz de sacar la cabeza de debajo de la arena y oler el aire fresco del mar. Aunque en algún momento aquello tendría que suceder y, tras la reciente falta de fiabilidad en su libido, él se iba a agarrar a ese momento con tanto entusiasmo como pudiera.
Volviendo a aspirar el aroma del champú de ella, Yeager trazó otro círculo con el dedo sobre la fina y suave piel del antebrazo de Zoe. Vamos, muchacha, pensó él.
Ella todavía estaba rígida, temblando, y un suave suspiro de ansiedad escapó de su boca. Yeager apretó los dientes.
– Zoe -susurró intentando ser paciente-. Solo un beso. -Pensó que era mejor empezar así-. Solamente quiero que me des un beso, no que me entregues el alma.
Zoe se tensó todavía más y él creyó que de un momento a otro se apartaría de su lado. Pero no se movió del sitio.
Sus manos estaban apoyadas sobre el pecho de él.
Cinco dedos ardiendo como el tridente del diablo. Aquellos dedos tocaban tímidamente su pecho y lo empujaban a actuar como lo había estado deseando desde que escuchara cierto tono de preocupación en la voz de Zoe aquella noche. No, desde que ella le había hecho reír describiéndole la banda de música de la isla o quizá desde que había probado su cocina casera.
No. Desde que el primer soplo de su fragancia había entrado en su vida y se había arremolinado a su alrededor como un dulce y cruel encantamiento.
Él agachó la cabeza.
– Zoe.
– ¿Sí?
Dios, si aquello era una petición esperaba que ella lo mirara y se lo pusiera un poco más fácil esta vez.
Allí. Sus labios rozaron una piel suave -su mejilla- y notó que ella se ponía en movimiento.
– Tranquila, tranquila -susurró Yeager volviendo la cabeza y frotando la mejilla contra la cara de ella.
Sabía que no se había afeitado durante los últimos días, pero aun así necesitaba frotarse contra ella de alguna manera, en algún lugar. Zoe dejó escapar de nuevo aquel sonido de ansiedad, pero esta vez él sonrió, pues ella estaba apretando los cinco dedos contra su pecho de una manera que no significaba ansiedad, sino más bien excitación.
Él también sentía aquella misma excitación. Ahora que había conseguido controlar un tanto su nerviosismo, no tenía intención de apresurarse.
Su boca se deslizó hacia la oreja de ella. Y se frotó también allí con su mejilla sin afeitar. Zoe no llevaba pendientes y su perfume también venía de allí. Era una fragancia que lo rodeaba por todas partes, pero sin estrangularlo, sino envolviéndolo y acercándolo más a ella, y animándolo a continuar.
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