Amor a ciegas

Título original: Wish You Were Here

© 2000, Christie Ridgway

© 2006, David Cifuentes, por la traducción

Para ti, mamá.


¡El hombre del Millennium desaparece de la faz de la Tierra!

En el último momento, el chico de oro de la NASA, el astronauta Yeager Gates (comandante de la Armada estadounidense), no se presentó la pasada semana junto a Jay Leno y David Letterman, haciendo que se empezase a especular acerca de su estado de salud después del accidente de tráfico que sufrió hace un mes.

Los dos oficiales de la NASA se empeñaron en asesgurar al público americano -que adora a Gates.- que este extraordinario y extremadamente temerario piloto se había recuperado por completo. Es realmente difícil de imaginar que un hombre que ha volado a la velocidad del sonido, que ha viajado a muchos kilómetros por encima de la Tierra en el transbordador espacial y que ha sido elegido piloto del módulo lunar Millennium para el lanzamiento del próximo mes, haya sido derribado por una abuelita que se dirigía a jugar al bingo, pero parece que así ha sucedido.

Irma Swenson, residente en Houston, de 78 años, dijo que se sintió muy mal al ver que su Buick se metía en el carril por el que viajaba la Harley Davidson de Gates.

– Sé que ha sido culpa mía -afirmó preocupada-. Pero llegaba tarde y tenía la corazonada de que iba a ganar al B-4.

Gates, que siempre suele ir acompañado de alguna de las mujeres más hermosas del mundo, fue visto en público una semana antes del accidente, junto a la actriz de 22 años Shanna Reynolds, cuando asistía a la presentación de la última película de esta, Nymphet. Según fuentes oficiales, Gates salió del hospital hace diez días, pero desde entonces todavía no ha hecho ninguna aparición en público. Reynolds, una exuberante belleza morena, declaró: «Yo le he enviado un osito de peluche y tres kilos de besos de chocolate. Solo espero noticias de que está bien».

Y no es la única. A la NASA no dejan de llegar continuamente cartas y regalos, enviados desde todas partes del país y desde el mundo entero. No hay duda de que Gates -apodado por Leno «Capitán América»- es el más famoso y atractivo de la nueva remesa de astronautas de la NASA. El icono del último programa espacial, llamado Millennium, ha aparecido a menudo en la prensa de todo el país para avivar las llamas del entusiasmo por la primera misión a la Luna después de treinta años.

Se han oído rumores de que Gates será reemplazado por otro astronauta al mando la tripulación del Millennium, cuyo despegue está previsto para dentro de pocas semanas, pero ¿podrá otro ocupar el lugar de Gates en el corazón de los americanos?

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Revista Celeb!, volumen 25, número 11

Capítulo 1

Alguien estaba respirando sobre el brazo derecho de Yeager Gates. Las exhalaciones -con aroma de pirulí de fresa- le abanicaban el brazo al mismo compás que el oleaje, que hacía mecerse el barco que cruzaba renqueante el océano Pacífico en dirección a la isla Abrigo. Sentado en un pasillo lateral -y atrapado entre su amigo Deke Nielsen y Suspiros- Yeager trató de calmar su irritación cerrando los ojos tras su gafas de sol y haciendo ver que estaba dormido.

Con cada sacudida del barco sobre las olas, un viento frío que se colaba por una ventana abierta le golpeaba una mejilla. Podía oír el susurro de las conversaciones de los otros pocos pasajeros, notar el zumbido de los motores del buque bajo las suelas de sus zapatillas de deporte y oler el penetrante aroma de agua salada, al igual que el de cada ráfaga de aliento de Suspiros.

Desde la hilera de asientos de delante, una mujer empezó a hablar entusiasmada:

– ¡Ahí está! ¡Me parece que he visto la isla!

La respiración sobre su brazo cesó y luego oyó una serie de pequeños pasitos que se alejaban; con ellos se alejó también la sensación de estar siendo observado. Aliviado, Yeager se caló la gorra sobre la cara y se hundió contra el acolchado asiento estirando las piernas hacia delante.

Soltó un largo suspiro. La única razón que tenía para escapar de la comunidad espacial de Houston era evitar las miradas entrometidas, incluso las infantiles. Verse rodeado por los médicos del hospital, quienes le habían recomendado que se retirase e hiciera reposo, fue el primer síntoma de que se avecinaban problemas. Pero no valía la pena llevarles la contraria. Él solo quería marcharse de allí para poder concentrarse en su curación e intentar encarrilar de nuevo su vida.

La mujer que estaba sentada enfrente se puso a hablar de nuevo.

– Ahí está la isla. Elevándose entre la niebla. ¿La ves? Verdes acantilados, playas de arena, palmeras. -Su voz se convirtió en un susurro-. Parece… encantada.

Otras voces se elevaron en la cabina del barco con un tono de admiración que no podía pasarle inadvertido, y Yeager sintió un escalofrío de desasosiego que le recorría la columna vertebral. Cuando Deke le propuso que lo acompañara en aquel viaje, solo le había comentado que Abrigo era la isla que estaba más al sur de las del canal de la costa de California; y había añadido que era el lugar perfecto para esconderse. Pero no le había dicho nada que pudiera justificar la impaciente expectación de los demás pasajeros.

No le había dicho nada sobre una isla encantada.

Yeager volvió la cara hacia su amigo frunciendo el entrecejo:

– Me habías prometido anonimato, Deke. Y «encantada» no me parece que suene precisamente a anonimato.

Notó cómo su acompañante se encogía de hombros.

– Tranquilo. No es más que un espejismo. Ocurre siempre en las mañanas con niebla. Parece que la isla surja de repente de entre las brumas del horizonte.

La mujer que estaba enfrente de ellos seguía exclamando entusiasmada:

– Hace un momento no había nada más que niebla y de repente… ha aparecido; así, sin más.

Otra voz se le unió.

– Es la tercera vez que vengo y todavía me sigue sorprendiendo. Es una mole exuberante y verde que se recorta contra el azul profundo del océano. Está a solo dos horas de barco del continente y parece que uno estuviera llegando a otro mundo.

Deke le dio un codazo a Yeager.

– ¿Lo ves? Exactamente lo que querías, ¿no es así? Tomarte un descanso de la realidad.

Un descanso de la realidad. Por supuesto que lo necesitaba, pensó Yeager ajustándose las gafas de sol más firmemente en el puente de la nariz. Un descanso para volver a tomar las riendas de su vida. Un descanso para entender por qué, mientras que el año pasado había estado metido en un tanque de combustible de cincuenta pisos cuando lo lanzaban al espacio sin inmutarse, ahora no era capaz de pensar en el día de mañana sin que le temblaran las manos.

Aspiró una bocanada de aire marino mientras en su interior, en lo más profundo de su vientre, sentía que una desesperada e innombrable emoción lo recorría. No quería ni pensar que su vida pudiera no volver a ser la misma; que seguramente no volvería a ser la misma.

– ¿Estás bien? -le preguntó Deke.

– ¿Por qué no iba a estarlo?

La voz de Deke tenía un tono de duda:

– ¿Estás seguro?

Bueno, tampoco era tan difícil que intentara sonreír.

– Sí, estoy perfectamente.

– Entonces déjame que te explique qué es lo que nos espera. El barco nos dejará en el puerto que está en el pueblo de Haven. Las casas, y los apartamentos donde nos vamos a alojar, están en su mayoría en las colinas que rodean el pueblo.

La pierna derecha de Yeager se encogió de golpe con un calambre. Pueblo. Casas.

– Eso suena a que debe de haber mucha gente, Deke -se quejó Yeager.

Más miradas curiosas. Puede que algunas incluso compasivas.

– Te dije que era un lugar aislado, no desierto -se defendió Deke-. Por supuesto que hay gente que vive aquí. Por supuesto que vienen turistas. Pero la mayoría de los turistas van a isla Catalina. Abrigo solo es conocida porque…

Desde detrás de ellos la voz cantarína de un niño les soltó:

– ¿Es mágica?

Obviamente tan poco acostumbrado a los niños como Yeager, Deke apenas si fue capaz de gruñir una sobresaltada réplica.

Mientras intentaba aliviar el calambre masajeándose el rígido músculo del muslo, la inocente pregunta del niño hizo que parte de la crispación de Yeager se atenuara. Mágica, pensó medio divertido por aquella idea. Encantada. Bien, acaso podía intentar convencer a aquella isla mágica para que deshiciera el diabólico hechizo que había caído sobre él.

– ¡Por Dios, mágica! -murmuró Deke para sus adentros con tono de disgusto-. ¿Te parezco el tipo de persona que cree en la magia? ¿Qué se supone que debería decirte?

– Se supone que deberías decir que no te has equivocado de isla -replicó Yeager.

¡Una isla! Su buen humor se evaporó a la vez que volvía a sentir la tensión que le agarrotaba la pierna. Una pequeña roca rodeada de océano. Mierda. Estar allí solo -junto con todo lo demás- seguramente haría que llegara a sentir claustrofobia.

– Me dijiste que no habías vuelto a poner el pie en esta isla desde hace veinte años.

– Créeme -le contestó Deke-, veinte años en Abrigo pueden ser lo mismo que veinte minutos. Pocas cosas habrán cambiado.

Yeager se dio cuenta de repente de que tampoco habían cambiado demasiadas cosas en el barco.

Suspiros había vuelto. Un aliento que olía a fresas pegajosas golpeó rítmicamente contra la manga de la camiseta de Yeager.

Él se hizo de nuevo el dormido.

Pero Suspiros se acercó más a él, a pesar de que Yeager hizo como si no hubiera notado su presencia.

– Te conozco -dijo la pegajosa voz de Suspiros.

La piel nueva de la mejilla de Yeager se contrajo. ¿Le conocía?

– No lo creo.

A menos que el chico creyera que acababa de encontrarse con Frankenstein o algún otro espantoso personaje, de torneados músculos y una nueva cicatriz en la cara, vuelto a la vida.

– Te he visto en Barrio Sésamo.

Yeager sintió que se le revolvían las tripas, pero no movió ni un solo dedo. ¿Era posible que aquel niño lo hubiera reconocido realmente? Sí, seis meses antes, cuando su vida todavía se movía en la dirección correcta, le había estado explicando a la gallina Caponata que el Hombre de la Luna no era nada más que una broma y que la luna no era más que una piedra cubierta de polvo y no un queso verde.

Suspiros se le acercó aún más, pegando su aliento de fresa contra la mejilla de Yeager. Le colocó en las manos un trozo de papel y un lápiz. Yeager los agarró con un gesto brusco.

Aquello ya era demasiado para alguien que pretendía hacerse el dormido.

– ¡Fírmame un autógrafo, hombre de las estrellas! -le pidió Suspiros.

Hombre de las estrellas. Yeager pensó en negarlo. Incluso tomó aliento preparándose para responder.

Pero desde el día en que nació, desde el día en que el piloto de las fuerzas aéreas que acababa de quedarse viudo -su padre- escribió «Yeager» -por el piloto de pruebas Chuck Yeager- en su partida de nacimiento, él había venido al mundo para volar. Aunque su padre y él formaban más una pareja de escuadrilla de aviación que una familia, aquella vida nómada de piloto de las fuerzas aéreas le había ofrecido tantas satisfacciones como después la palanca de mandos de un avión. La única vez que se había enfrentado realmente a su padre fue cuando Yeager decidió hacerse piloto de caza de la Armada en lugar de piloto de las Fuerzas Aéreas.

Piloto de caza. Eso era Yeager. Un hombre que no necesitaba nada más que un lugar en el que dormir y un programa de entrenamientos que incluyera muchas horas en el aire. Un piloto, un astronauta.

De acuerdo, un hombre de las estrellas. Pero Yeager meneó la cabeza. Después de todo, no le debía nada a un mocoso entrometido con aliento de pirulí de fresa.

El barco dio una sacudida y Suspiros trató de mantenerse en equilibrio apoyando una mano sobre el brazo de Yeager.

– Cantaste una canción. Me gustó mucho.

Yeager gruñó dejando que la amargura que sentía saliera a relucir. ¡La de cosas que había llegado a hacer por su país! No entendía cómo los tipos del Barrio Sésamo le habían convencido para que uniera su horrorosa voz de barítono a la de aquel desgarbado pájaro amarillo para formar un dúo. No había podido sacarse la letra de aquella canción de la cabeza durante semanas. Decía algo sobre que todos los seres y todos los pájaros necesitan un lugar en el que descansar.