– ¿Qué sucede? -preguntó a Lyssa empezando a sentirse preocupada-. ¿No te encuentras bien?

– Estoy bien. Solo que… -Hizo un gesto vago en dirección a la portada de la revista. Zoe frunció el entrecejo.

– ¿La revista? -Se quedó un momento pensando-. ¿Por qué te has puesto a leer eso?

– Estaba… mirando la moda.

Zoe parpadeó y dio unos pasos hacia la mesa de la cocina.

– ¿Qué moda? -preguntó Zoe mirando de nuevo la portada y leyendo un par de titulares-: «¿Por qué te ha dicho él que no?» «¿Secretos sexuales que él querrá que le susurres al oído?»

– Eh, bueno, eso también son modas -intentó defenderse Lyssa.

Zoe hojeó las páginas rápidamente.

– Oh, claro, sobre todo si quieres darte una vuelta por la carnicería de Dave Palmeri, vestida con un corsé y unas medias de encaje. -Zoe hizo una mueca de desagrado-. Por supuesto que, en ese caso, el joven Dave sería capaz de renunciar a que le pagaras los pedidos del mes.

– Zoe…

– Sea como sea, si te interesa la moda, en la tienda de Rae-Ann hay montones de cosas preciosas. ¿No había dicho que estaba esperando que le llegara esta semana un nuevo pedido para la tienda?

Las mejillas de Lyssa enrojecieron.

– Puede que lo que yo quiera no se pueda conseguir en la isla.

Una sensación de inquietud hizo que a Zoe se le encogiera el estómago. ¿Algo que no se podía encontrar en la isla?

– Entonces lo puedes pedir por correo.

Lyssa no parecía convencida. Los nervios se agarraron de nuevo al vientre de Zoe y empezó a sentir un sudor frío que le recorría la base de la espalda.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó a su hermana. La isla era su casa. La isla era donde habían decidido instalarse para estar a salvo-. ¿Hay algo que quieras contarme?

– No -contestó Lyssa bajando la mirada al suelo mientras el rubor del rostro empezaba a desaparecer-. No te preocupes. No tengo nada que contar, desgraciadamente.

Zoe se sintió más relajada y no hizo caso del comentario final de su hermana: «desgraciadamente». Por supuesto que no pasaba nada. El plan para el festival estaba en marcha, los gobios iban a regresar a la isla y sus vidas seguirían tan a salvo como siempre.

Acabó de prepararse el café y luego se acercó a la despensa para sacar de ella un tarro de cristal de mermelada casera.

– Tendremos que desayunar deprisa si queremos tener tiempo para darnos una ducha antes de preparar el almuerzo de los invitados.

Lyssa no contestó, y Zoe alzó la mirada para observar de nuevo a su hermana. Estaba otra vez ojeando la revista con una expresión triste en la cara.

– ¿Lyssa?

Su hermana seguía pasando las páginas.

– Tengo que hacerte una pregunta, Zoe. ¿Qué harías tú si quisieras algo? ¿Si quisieras algo con toda tu alma?

Zoe no sabía si estaban hablando de un vestido o de un sueño. Pero se le ocurrió pensar en Abrigo. En su sustento en la isla y en la manera de hacerlo posible. En el lugar seguro que habían encontrado aquí y en lo determinada que estaba ella a no permitir que nada cambiara.

– Si quisiera algo, intentaría hacer que sucediera. Haría todo lo que estuviera en mi mano para conseguir que sucediera.

Lyssa sonrió por primera vez aquella mañana.

– Eres una tipa muy lista, hermanita.

Zoe le devolvió una amplia sonrisa.

– Eso te lo podría haber dicho yo misma -le replicó Zoe, aunque por dentro se sentía como un fraude.

Se puso a recoger los cuencos de los cereales para apartarse de la mirada de admiración de Lyssa. Una mujer lista no se habría estado besando con Yeager Gates. Una mujer lista no habría dejado que se diera una situación con la que tendría que enfrentarse durante toda la estancia de él en la isla.


El problema de trabajar para uno mismo, pensó Zoe más tarde, es que tienes demasiadas oportunidades para oír tus propias sabias palabras.

«Si quisiera algo, intentaría hacer que sucediera. Haría todo lo que estuviera en mi mano para conseguir que sucediera.»

Soltó un suspiro mientras retiraba la última pieza de porcelana de la mesa del almuerzo. La misma mujer que había pronunciado aquellas palabras se había pasado toda la mañana escondiéndose del único huésped que no se había presentado a la hora del almuerzo. Si ella quería algo -como, por ejemplo, aclarar la situación con Yeager-, entonces debería hacer que sucediera.

Pero la cuestión era que odiaba tener que pedir disculpas, y sabía que a él le debía una muy grande.

Aquella situación incómoda había sido totalmente culpa suya. Ella se había propuesto presentarle a Susan, Elisabeth y Desirée. Hacía más de cinco años que se había acostumbrado a quedarse siempre fuera en ese tipo de asuntos; desde que se había quedado sola en el mundo, con Lyssa, y se había pasado los días entre análisis de sangre, batas de laboratorio y el miedo a los resultados de las pruebas.

Lyssa tenía entonces diecisiete años. Zoe acababa de matricularse en la universidad, recién cumplidos los veintiuno, y ambas estaban todavía de luto por sus padres. Pero cuando el extraño agotamiento que sufría Lyssa fue diagnosticado como leucemia, se dio cuenta de que tenía que sobreponerse rápidamente a su dolor. Había decidido encontrar a los mejores especialistas, con la ayuda del dinero del seguro de sus padres, y hacer que aplicaran a Lyssa los tratamientos más modernos para llevar a cabo la lucha más importante de toda su vida.

A nadie le gustaba dar malas noticias a dos muchachas jóvenes, pero Zoe había peleado para conseguir todo tipo de información y había decidido que lo primero que tenía que hacer cada día era ponerse una sonrisa en los labios. Las dos hermanas se habían enfrentado solas al mundo de la medicina: su hermana con su cara de un ángel y ella con el alma de un estafador.

Había decidido que solo una cosa valía la pena conseguir en la vida: la recuperación de Lyssa. Y no iba a aceptar un no por respuesta.

Y si algunas veces lloraba por las noches, tragándose sus propios sollozos, lo hacía siempre escondida bajo las sábanas. Lyssa nunca pudo ver el miedo que ella sentía.

Cuando volvieron a instalarse en la isla, después de que Lyssa recobrara la salud, Zoe se había prometido a sí misma que nunca más volvería a enfrentarse a un reto tan grande. Tras la muerte de sus padres, y después de que Lyssa hubiera rozado la muerte, Zoe había comprendido que perder a otra persona amada la destrozaría.

De modo que cada vez que la seguridad de ellas dos se veía amenazada, Zoe se las arreglaba para conseguir que los demás hicieran lo que ella quería.

Así había conseguido que se siguiera adelante con el Festival del Gobio, cuando los demás hablaban ya de cancelarlo.

Y de la misma forma había actuado con Yeager cuando este había pretendido coquetear con ella.

A excepción del pequeño desliz de unos cuantos besos en el porche de su apartamento.

Pero ahora se daba cuenta de que tenía que enfrentarse a esa equivocación. Tenía que admitir ante él que era una birria como casamentera y dejarle claro que no iba a volver a intentarlo. Y dejarle mucho más claro que no tenía intención de volver a hacer absolutamente nada con él.

Desde ese momento ella solo se iba a encargar de sus necesidades como huésped.

El sol de la mañana acarició dulcemente su cara y él olor de las hierbas del jardín la tranquilizó mientras recorría el sendero hasta el apartamento de Yeager. Se demoró un momento en el camino, agachándose para recoger un tierno diente de león. Una abeja zumbaba delante de su nariz, y un cuervo que graznaba sobre su cabeza pasó volando lo bastante cerca como para sentir el batir de sus alas removiéndole el pelo.

Miró a aquel bicho con mala cara. ¿Acaso era demasiado pedir un poco de espacio para estar sola?

El cuervo volvió a graznar, como si la estuviera desafiando, y en ese momento Zoe oyó la voz de Yeager.

Yeager estaba de nuevo sentado a su mesa en el patio, vestido con un pantalón tejano y una camiseta con cuello de pico, y con su amiga de plástico sentada en una silla delante de él. Zoe sintió un cosquilleo en la mano al recordar la cálida rigidez de su pecho masculino. Tragó saliva y se colocó bien la camiseta. Era una camiseta sin mangas de cuello de cisne. La había escogido porque le tapaba la marca que tenía en el cuello, una marca que podía denunciar ante todo el mundo que la noche anterior había pasado un buen rato con alguien que no era precisamente su hermana.

Zoe tomó aliento con determinación.

«Solo tienes que aclarar las cosas con él. Cuando te hayas disculpado, podrás marcharte de aquí.»

Entonces Yeager volvió a hablar y esta vez ella pudo entender lo que decía.

– Dolly, ahora juegas tú.

Zoe se dio cuenta de que Yeager sostenía una baraja de cartas en una mano y que mientras hablaba iba lanzándolas una a una sobre la mesa en dirección a la mujer de plástico. Por supuesto, Dolly no hacía ningún esfuerzo por atraparlas, aunque una de ellas le dio incluso de pleno en la cara, haciendo que se ladearan sus gafas de sol, lo único que llevaba puesto.

– ¿Qué quieres, Dolly? ¿Cinco cartas a ciegas? Así que tú quieres cinco cartas y yo estoy a ciegas, ¿eh? -dijo Yeager riendo con buen humor-. ¿Sabes que eres muy bromista, chiquilla? ¿No te lo había dicho nadie?

Zoe podía haber pensado que estaba montando todo aquel espectáculo para ella, pero su voz denotaba una emoción apenas controlada y parecía que no fuese a dejar de jugar a las cartas en ningún momento. Al contrario, siguió lanzándolas una tras otra en dirección a Dolly, produciendo al hacerlo un ruido seco con la muñeca sobre la mesa.

– Ya sé que estás cansada de jugar, querida, pero aquí me muero de aburrimiento. Y cada minuto que pasa me aburro más.

A Zoe le dio un vuelco el corazón. No se le había ocurrido pensar en eso. Él se pasaba la mayor parte del día sentado en el apartamento. Casi todo el tiempo estaba solo. Por lo que ella sabía, solo había salido de allí un par de veces con Deke en uno de los cochecitos de golf. Pero sin poder ver nada, ni podía mirar la televisión, ni leer, ni siquiera jugar a las cartas.

Aunque seguía lanzándoselas a Dolly.

– Lo único que intento es darte una oportunidad, corazoncito. Ya sé que ahí no tienes más que una pareja, pero… -Su voz se interrumpió en seco y alzó la cabeza enfocando con las gafas de sol hacia el cielo.

Poco después de que él levantara los ojos hacia el cielo, Zoe oyó aquel característico ruido. Entornando los ojos y mirando hacia el sol, ella pudo ver un pequeño aeroplano que cruzaba el cielo por encima de sus cabezas. Había en Abrigo una pequeña pista de aterrizaje que se utilizaba ocasionalmente. Durante años se había hablado de construir un aeropuerto en condiciones, pero hasta el momento no parecía que nadie estuviera interesado en llevar a cabo aquel proyecto.

Volvió a mirar a Yeager y sintió una nueva sacudida en el corazón. Incluso con ias gafas de sol puestas, Zoe podía ver la expresión de nostalgia en su rostro.

Se pasaba el día sentado solo y en la oscuridad. Pensando todo el tiempo en aquello que había perdido y que ya no podría volver a tener.

Zoe se mordió el labio. Ahora entendía por qué se había acercado a ella. No tenía ninguna otra cosa que hacer. Ella era la primera distracción que había encontrado a mano.

Por alguna razón, aquella idea le pareció reconfortante en lugar de insultante. Yeager no la quería a ella, solo quería tener algo que hacer para llenar el tedio de sus días.

Con eso sí que podía enfrentarse Zoe. Eso no era una amenaza para el confortable refugio que representaba su vida en la isla. Incluso era algo en lo que ella podría ayudar.

Pero ¿cómo?

El aeroplano volaba ya lejos del alcance de su oído, pero otro zumbido distante llamó su atención desde más cerca. Zoe miró hacia la bahía de Haven. En el agua cristalina pudo ver una lancha rápida que frenaba hasta detenerse, dejando tras ella una estela de espuma blanca. Se quedó allí meciéndose sobre su propia estela, y las letras pintadas en rojo sobre el costado se movían arriba y abajo.

A Zoe se le ocurrió una idea.

– ¡Hola, Yeager! -le gritó.

Las manos de él se detuvieron con un estremecimiento.

– Déjame en paz, Zoe -le contestó Yeager en un tono de voz en absoluto amistoso.

– Yo… eh… he venido por lo de anoche.

– ¿Quieres que sigamos donde lo dejamos anoche?

– ¡No!

– Claro, ¿por qué será que no me sorprende? -se preguntó Yeager con ironía. Una carta salió disparada de su mano para aterrizar en el regazo de Dolly-. Pues entonces déjame en paz, Zoe. Simplemente vete por dónde has venido.

Zoe frunció el entrecejo. No estaba dispuesta a permitirle que se deshiciera de ella tan fácilmente, y menos ahora que entendía perfectamente lo que le pasaba; no cuando sabía que podía conseguir que por lo menos el día de hoy no fuera tan amargo para él.