Por supuesto, eso lo sabía. Pero aquella situación con Deke estaba haciéndole perder la cabeza. ¡Una superviviente como ella debería ser capaz de controlar sus emociones!

Rechinando los dientes, agarró la piedra con la que se había lastimado y la lanzó lejos con todas sus fuerzas.

– ¡Al diablo con él! -gritó en voz bien alta, y luego miró alrededor sintiéndose de nuevo avergonzada.

Pero todavía estaba sola, por supuesto, y pronunciar aquellas palabras la hacían sentirse mejor. Asombrosamente mejor.

– ¡Al diablo con él! -gritó de nuevo con todas sus fuerzas.

Luego agarró una piedra con cada mano y, tomando aire con toda la fuerza de su enfado, las lanzó las dos a la vez lo más lejos que pudo.

– ¡Que se vaya de una vez al infierno!

Una inesperada voz masculina sonó a su espalda.

– ¿Me deberían estar pitando los oídos?

Lyssa apretó los dientes. ¡No! No quiso dar media vuelta para verlo.

– ¡Vete de aquí! -le dijo a Deke.

Los pasos de Deke cuando se acercó a ella desobedeciéndola hicieron saltar por los aires una fina lluvia de barro seco.

Lyssa frunció el entrecejo. Lo último que le apetecía era que él la viera sentada en el barro y llorando sobre su herida sangrante como si fuera una niña pequeña. Ella era una mujer fuerte y valiente que había sobrevivido a cosas mucho peores.

– ¡Vete de aquí!

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó él agachándose a su lado.

Ella abrió la boca para replicarle de forma airada, pero luego la cerró. Su refugio secreto. Tenía que encontrar ese lugar de calma interior. Ella era famosa por su serenidad. Lo único que tenía que hacer era recuperaría, y volvería a recuperar su dignidad.

– Me he caído -dijo Lyssa manteniendo la palma de la mano firmemente apretada contra la rodilla y sin siquiera mirarlo.

Él se acercó con la intención de apartarle la mano de la rodilla.

– ¡No! -Lyssa encorvó los hombros y apretó las piernas contra el pecho. «El lugar secreto.» «La serenidad.» Bajó la voz y se permitió mirarlo a la cara-. No, gracias. Estoy bien.

Deke tenía una mancha de barro junto a la boca y Lyssa sintió un escalofrío al recordar su beso. Sus labios la habían quemado como el agua caliente quema las manos. Ella lo había aceptado y se había deleitado en él, y luego todo el hielo que tenía dentro se había deshecho y se había mezclado con las aguas de un río caliente que le corría por los brazos y las piernas. Lyssa se había preguntado si él se habría dado cuenta de que estaba preparada para navegar por aquel río.

Pero entonces ella sintió algo diferente. Había una extraña tensión y un amargo propósito en el beso de Deke y en él mismo; y luego… luego ella se dio cuenta. Él creía que se había echado a llorar de miedo, pero no había sido así. Había llorado porque había querido. Porque había querido asustarlo a él.

– Déjame que lo vea.

Lyssa se quedó mirándolo fijamente.

– No.

– ¿Estás haciendo pucheros? -preguntó Deke contrayendo los labios.

Ella parpadeó.

– Hace años que no hago pucheros. -Un cuervo cruzó el cielo por encima sus cabezas y ella lo siguió con la mirada-. ¿No te he dicho ya que te vayas de aquí?

– Sí, y de muy malas maneras -dijo él bromeando-. Pero creo que realmente debes de haberte hecho daño.

Lyssa dejó escapar un extraño sonido gutural.

– ¿Y cómo has podido encontrarme, por cierto?

– La verdad es que no estoy seguro. -Deke se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó un pañuelo doblado en cuatro-. Simplemente sentí una necesidad urgente de explorar la isla.

Lyssa se quedó mirando el trozo de algodón que él sostenía en la mano.

– Mi padre también solía llevar un pañuelo en el bolsillo. No había visto un hombre que lo hiciera desde hacía años.

Algo que no era realmente una sonrisa hizo que los extremos de los labios de Deke se doblaran hacia arriba. Luego se encogió de hombros.

– Será cosa de la edad.

Lyssa sintió una bruma roja que le nublaba los ojos y una caliente irritación que ni siquiera se tomó la molestia en tratar de dominar. Serenidad, pensó de nuevo ella sabiendo que aquello era una maldición personal.

– Tú no eres mi padre -dijo Lyssa con convicción.

Tratando de no hacer caso de su enfado, él tomó las puntas del pañuelo y lo dobló dándole forma de venda. Con una habilidad sorprendente, le apartó la mano de la pierna y ató el pañuelo alrededor del corte, tocándola lo mínimo y de la manera más impersonal.

Pero a Lyssa, de todas formas, se le puso la carne de gallina. Y eso la hizo sentirse todavía más enferma.

A Deke se le tensó un músculo de la mandíbula.

– Te llevaré a casa -le dijo-. El coche de golf no está lejos de aquí -añadió haciendo un gesto con la mano en dirección a donde había dejado el vehículo.

Para su mortificación, ella sintió que sus traicioneras lágrimas volvían a hacer acto de presencia. Había estado realmente muy equivocada con respecto a él. Deke no era la persona apropiada. Ella no podía enamorarse de un hombre que le hacía perder el control y sentirse como una masa burbujeante de emociones, para luego darle la espalda.

Se puso de pie y se quedó mirándolo a través de la neblina de humedad de sus lágrimas.

– No soy una llorona -dijo ella-. Y no soy una persona que suela caerse o que pierda la calma fácilmente. ¡Maldita sea! ¡Ni siquiera soy una persona que suela enfadarse a menudo!

– Y yo soy Pat Boone -dijo él alzando las cejas y volviendo a arrugar los labios.

Lyssa se quedó callada un momento, luego parpadeó y dejó que le cayera por la mejilla una solitaria lágrima.

– ¿Pat qué? -preguntó ella desconcertada.

Él se quedó inmóvil, poniendo de nuevo su rostro de serio predicador y haciendo que en sus ojos muriera aquella leve llama de humor.

– Vamos.

Ahora era el turno de que se riera Lyssa. Y eso fue lo que hizo, de manera engreída, y luego apuntó a Deke con el dedo como si estuviera apuntándole con una pistola.

– Te he pillado, viejo. -Lyssa hizo un giro de bailarina delante de sus narices (¡Lyssa haciendo aspavientos!) y le lanzó otra sonrisa por encima del hombro-. Pero juraría que el rockero Pat Boone tampoco es precisamente un músico de tu generación.

Él tardó un minuto en seguirla, pero cuando lo hizo, una sonrisa adornó de nuevo su cara, y sus ojos grises adquirieron un matiz casi azulado.

– Yo no estaría tan seguro, pequeña -dijo Deke, y esta vez aquel apelativo no sonó tan insultante-. Presentó un disco de heavy metal en el callejón dónde yo vivía -añadió guiñándole un ojo.

Alentada por aquella pequeña muestra de buen humor, Lyssa le dedicó otra amistosa y provocadora sonrisa mientras se subía al coche que estaba aparcado en la cuesta. Pero él había vuelto ya a su estilo precavido y aparentó que no la había visto.

Volvieron a Haven House en silencio; Lyssa todavía molesta y avergonzada por su poco habitual arrebato. Cuando el vehículo se detuvo ante la puerta delantera de la casa, Lyssa miró a Deke y tragó saliva. Luego juntó los dedos de las manos apretándolos y formando una bola.

– Sobre lo que pasó antes… -¡Dios! No quería que él pensara que estaba hablando del beso-. Sobre lo de antes, en la colina, cuando me lastimé la pierna…

Deke no decía nada, solo miraba sus manos agarradas al volante.

Lyssa tragó saliva de nuevo.

– Lo siento. Creo que me he comportado como… como una… bruja.

– Es divertido. -Ahora Deke volvió la cabeza hacia ella lanzándole una profunda mirada con aquellos ojos glaciales-. Pensé que te habías comportado como una mujer.

Lyssa se quedó boquiabierta. ¡Una mujer! Y luego se quedó helada y atónita mientras levantaba el seguro de la portezuela. Una mujer.

Y de repente comprendió que hasta entonces nunca lo había sido. Nunca, en toda su vida, se había comportado como una mujer.

Ya no era una víctima del cáncer o una superviviente del cáncer, sino una mujer: un ser vivo que respiraba, que a veces era voluble y que a veces perdía la calma.

Haber sobrevivido a aquella larga enfermedad le había ofrecido mucho tiempo para examinar su vida y examinarse a sí misma. Creía que conocía y entendía ambas cosas perfectamente. Pero entonces llegó Deke y de repente empezó a sentir que ya no estaba segura de nada. ¿Quién era? ¿Qué eran todas aquellas emociones que la conmovían por dentro?

Su corazón latía, vivo y despierto, en su pecho. Todos aquellos sentimientos debían de tener algún sentido. Tenía que existir una razón para que se hubiera enamorado de Deke. Sí, había sobrevivido, pero el amor era lo que finalmente la hacía sentirse viva.

Mientras bajaba del vehículo como una autómata y caminaba hacia el porche de su casa, otra oleada de lágrimas le nubló los ojos, pero esa vez ya no se molestó en esconderlas. Al llegar a la puerta de entrada dio media vuelta para decir algo a Deke, pero él ya había puesto en marcha el coche y en ese momento avanzaba callé abajo.

Lyssa se quedó mirándolo hasta que dobló la esquina. Su hombre se había marchado, y su feminidad y su corazón victorioso iban con él.


Al día siguiente de su aventura en paracaídas, Yeager se presentó en la cocina de Zoe justo cuando ella estaba recogiendo los últimos platos del desayuno.

– ¿Cómo va eso? -preguntó entrando por la puerta de atrás.

El sol de última hora de la mañana entraba a raudales formando un aura alrededor de Yeager. Zoe se apretó el corazón con los dos manos; tuvo que agarrarlo para que no se le saliera del pecho y se lanzara contra aquella radiante imagen de él, entrando en la cocina con todo su atractivo y con aquel brillo extraterrestre que lo rodeaba.

– ¿Zoe? -Yeager se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos.

– ¿Hum? -Zoe se apartó de él y guardó un plato deportillado en el armario inferior de la cocina.

– Diviérteme -dijo Yeager.

Ella no pudo evitar reír. Aquella petición era engreída y a la vez encantadora; muy de su estilo.

– Por favor -añadió él con retraso riendo burlonamente.

Muy propio de él. Le había dicho «Diviérteme». Y eso confirmaba por qué podía estar a salvo a su lado. Todo lo que él había estado haciendo no era más que intentar divertirse. Todo su coqueteo. Incluso los besos. Y una vez que ella le había demostrado que podía divertirlo de otra manera -como por ejemplo llevándolo a volar en paracaídas-, él estaría dispuesto a olvidar lo que posiblemente no era más que una simple reacción automática de un hombre ante cualquier mujer que estuviera disponible. Zoe ya lo había sospechado desde el primer día.

Aun así, e incluso en plan amistoso, no era fácil enfrentarse a él.

– Esta mañana tengo cosas que hacer -dijo ella.

La sonrisa no desapareció de la cara de Yeager.

– Vamos, Zoe.

Ella se mordió el labio inferior.

– ¿Quieres volar en paracaídas otra vez?

Él negó con la cabeza.

– Me gustó mucho, Zoe, pero no creo que… no creo que lo pueda hacer todos los días.

A ella aquello no le sorprendió. Después de su vuelo, Yeager había estado un rato aturdido, y ella no había llegado a entender si su idea había sido buena o nefasta. Sin embargo, tras unos momentos, le pareció que él estaba contento, o al menos ya no tan arisco. Y más tranquilo, como si hubiera decidido tomárselo todo con más calma.

Y Zoe se había alegrado por él.

– Hoy quisiera pasar el día contigo -dijo Yeager.

Zoe se quedó mirándolo fijamente.

– Solo tienes que darme algo que hacer -intentó convencerla él dedicándole una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora-. ¿Qué tienes que hacer hoy? Quizá yo te podría ayudar.

– Yeager…

– Por favor, Zoe.

Ella miró el reloj.

– Tengo varios recados que hacer y luego… -Por muy brillante que fuera el análisis que acababa de hacer (y la conclusión de que estaría a salvo con él mientras lo entretuviera), ¿era realmente una buena idea andar con Yeager de aquí para allá?-. Y luego tendré un rato libre -concluyó ella reticente.

– Zoe, te lo estoy rogando -dijo él quejándose de nuevo-. Si paso más tiempo en compañía de Dolly no me hago responsable de lo que pueda suceder.

Zoe rio. ¿Cómo podía sentirse asustada por un hombre que todavía jugaba con muñecas?

– Vale, de acuerdo. -Zoe se agachó, rebuscó de nuevo en el armario y sacó de él una pequeña cesta en la que guardar comida para un picnic. Se suponía que él lo había entendido ya. Ser una compañera de picnic no era lo mismo que ser una compañera de juegos-. Te llevaré de picnic.

– ¿Te he dicho ya que te quiero?

Zoe sacudió la cabeza y rio entre dientes.

– No, y no espero que lo hagas.

Yeager también se rio y hasta resultó medianamente útil intentando no ponerse en medio mientras ella guardaba las cosas para el almuerzo. Se sentó a la mesa de la cocina y estuvo contándole historias tontas sobre el tipo de cosas que solía hacer de niño cuando iba al campo. Ella se tranquilizó. Y mientras metía en la cesta la ensalada de atún que encontró en el fondo de un estante del frigorífico, desapareció el último de sus recelos sobre el hecho de pasar más tiempo con Yeager.