– Déjame acabar. Déjame que te lo diga, ¿de acuerdo?

– Pero…

Tengo que decirlo, pensó él mirándola de nuevo fijamente y determinado a acabar con aquello en aquel preciso instante.

– Prométeme que no vas a volver a interrumpirme.

Ella apretó los labios.

– Vale -aceptó Lyssa alzando una mano-. Suéltalo.

Él dejó escapar un suspiro.

– Te llevo muchos años. Y experiencias. Cualquier sueño que tengas ahora en la cabeza no es más que eso: un sueño. ¿Lo entiendes? Una fantasía.

Para evitar ver lo mucho que aquellas palabras la estaban afectando, Deke apartó la vista de Lyssa e intentó recordar que él era un viejo perro achacoso y ella una joven e inocente criatura. No tenían nada que hacer juntos, ni siquiera jugando en la misma acera.

– Tú has estado muy protegida y por eso eres ingenua. ¿Qué sabes tú de la vida?

Sin mirarla a la cara, Deke dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de la cocina, lejos de la tentación de su juventud y de su inocencia. Volvió a sentir un dolor en el pecho, un dolor punzante, un dolor casi de infarto que apenas le dejaba respirar.

– Vivimos en mundos muy diferentes, ¿sabes? -Deke puso la mano en el frío pomo de la puerta y lo hizo girar antes de que pudiera cambiar de opinión. Ella tenía que comprender la enorme distancia que los separaba-. Date un poco más de tiempo para crecer, pequeña.

Deke cerró la puerta con suavidad a su espalda y echó a andar por la fría y silenciosa noche. No estaba seguro de si lo que esperaba era oír las lágrimas y las protestas de Lyssa, pero cuando se metió en el sendero que conducía a su apartamento, no oyó nada más que el sonido de su desapacible y desesperada respiración.


El chirrido de los frenos del jeep de Gunther hizo que Zoe saliera de la cocina hasta la puerta de entrada de la casa. Era el día en que aquel hombre de pelo gris se dedicaba a hacer de cartero, y cuando ella abrió la puerta de la casa, él ya había salido de su vehículo -aparcado en diagonal en la estrecha calle frente a su casa- y subía las escaleras hacia el porche. Llevaba en una mano una gran caja alargada, como si fuera una bandeja, y encima de ella un puñado de cartas desparramadas como si fueran una ensalada.

– ¡Hola, Zoe! -Gunther sonrió al llegar al último escalón-. Facturas, una carta para uno de tus huéspedes y un paquete para ti de la Island Dreams que Rae-Ann me ha pedido que trajera en persona. ¿Algo especial?

Zoe le devolvió la sonrisa. Gunther no era una persona que apreciara demasiado la privacidad del correo de los demás. A veces incluso hacía ver que no sabía qué era lo que te acababan de enviar o que no había leído el reverso de tus tarjetas postales. Por supuesto que el paquete de Island Dreams no era exactamente correo. La tienda de Rae-Ann estaba en la puerta contigua a la oficina de correos, y al pedirle a Gunther que se lo llevara, había ahorrado a Zoe el viaje.

– Debe de ser mi vestido para el baile del festival -explicó a Gunther.

El acto inaugural del festival era un baile en el auditorio de la escuela. El vestido que había comprado en la tienda del pueblo era demasiado largo y Rae-Ann se lo había arreglado.

Gunther hizo un gesto de aprobación con la cabeza mientras le daba la caja y el fajo de cartas.

– He aquí una muchacha de la isla de las que a mí me gustan -dijo él-. Las demás mujeres, cuando tienen que ir de compras, siempre insisten en hacerlo en el centro comercial del continente.

Zoe se movió incómoda.

– Bueno, eh…

Gunther siguió hablando:

– Tu hermana tomó el barco ayer mismo, ¿no es así?

Zoe se encogió de hombros.

– Tenía unas cuantas cosas que hacer y también varias compras.

Gunther asintió con la cabeza.

– Pero ahí estás tú, Zoe. Tú encuentras todo lo que necesitas aquí. ¿Cuándo fue la última vez que saliste de la isla?

Zoe dudó un instante y entonces un coche que intentaba pasar por la calle -y que se quejaba con el claxon de que el jeep de Gunther estaba estorbando- la salvó de tener que contestar.

Gunther giró en redondo.

– Vaya, tengo que irme. Hay gente que me está esperando, ya ves.

Zoe sonreía mientras el hombre bajaba corriendo las escaleras con su canosa coleta golpeando contra la ajustada camisa azul de su viejo uniforme de trabajo. Gunther se detuvo un instante antes de saltar al asiento del coche.

– ¿Nos vemos en la reunión del festival?

Zoe asintió con la cabeza y le saludó con la mano.

– ¡Jerry ha vuelto! -le gritó Gunther mientras el coche empezaba a ponerse en marcha.

Zoe soltó un bufido. Jerry. Intentando apartar de su mente la idea de otra negativa, echó un vistazo a los sobres esparcidos encima del paquete.

Uno de ellos le llamó inmediatamente la atención. Dirigido a Yeager, en la parte superior izquierda podía leerse la palabra «NASA».

A duras penas consiguió entrar en la casa, y tuvo que sentarse en la banqueta que había en el recibidor. Dejó la caja con el vestido a sus pies y tomó el sobre dirigido a Yeager sopesándolo sobre la palma de la mano.

Sintió un escalofrío.

Durante dos días había intentado no pensar en lo que Yeager les había dicho la noche de la cena. No le fue fácil, a pesar de que no había vuelto a hablar con él en privado desde aquella noche. Yeager seguía viniendo a desayunar, pero se quedaba charlando con los demás huéspedes. Luego pedía a Lyssa que le preparara un poco de fruta y unas magdalenas, y se marchaba enseguida, posiblemente con la intención de evitarla.

A ella.

Zoe pasó un dedo por las afiladas esquinas del sobre. Una cosa era averiguar que la razón por la que se había detenido aquella mañana en el acantilado no había sido porque no le gustara ella -lo cual le había proporcionado una extraña forma de alivio-. Y otra era descubrir que había estado mintiendo al respecto de la posibilidad de que volviera a volar.

Pero a eso no se le podía llamar realmente mentir. Se había dado cuenta de que se estaba engañando más a sí mismo que a los demás.

Se quedó mirando el sobre, sopesándolo de nuevo en la palma de la mano. Luego lo puso a contraluz y lo observó con atención. Con sentimiento de culpabilidad lo volvió a dejar sobre la caja. ¡Estaba empezando a ser tan chismosa como Gunther!

Lo más inteligente sería dar la carta a Deke cuando volviera por la noche a su apartamento. De todas formas, Yeager no podía leerla, y ese plan podría evitarle tener que involucrarse más todavía.

Pero sabía que Yeager estaba esperando aquella carta.

Zoe tragó saliva para intentar aliviar el dolor que sentía en el corazón. Aquel era el tipo de sentimiento que le daba miedo. Y esa era la razón por la que debería dejar aquel asunto en manos de Deke.

Se había pasado los últimos tres años de su vida protegiéndose de situaciones que la asustaban, de situaciones como esa, que tuvieran que ver con aquel pequeño órgano que bombeaba sangre dentro de su pecho y que con tanta facilidad podían llegar a romperle.

Aquella carta podía devolverle a Yeager la libertad que tanto había añorado o bien podía ser una sentencia de muerte para sus sueños. Pero nada de eso le concernía a ella. Yeager no era asunto suyo. Él era el Apolo dorado acostumbrado a vivir en una órbita que estaba muy lejos de su alcance.

Pero aun así, estaba esperando aquella carta.

Sintió una nueva punzada de dolor que le encogía el corazón y, a pesar de sus buenas intenciones, Zoe se encontró poniéndose de pie. Cuando estuvieron en el acantilado, cuando él se había detenido en lugar de seguir adelante, lo había hecho pensando en ella. Le parecía que ahora tenía que devolverle el favor.

Desde el camino hacia el apartamento lo vio sentado a la sombra, apoyado en el muro trasero de la casa, con Dolly sentada al otro lado de la mesa, delante de él. La muñeca llevaba todavía puestas las gafas de sol infantiles de color amarillo y ahora también llevaba un desgastado collar de cuentas alrededor del cuello, que le caía sobre uno de sus voluptuosos pechos.

– ¡Hola! -dijo Zoe llamando su atención.

Yeager volvió la cabeza hacia ella y, en la sombra, los cristales negros de sus gafas le parecieron insondables pozos sin fondo.

– ¿Zoe?

Ella tragó saliva.

– Correo -dijo Zoe alzando el sobre aunque sabía que él no podía verlo.

Su silla golpeó contra la pared cuando se levantó precipitadamente. En ese momento su nuevo grupo de huéspedes -tres mujeres y dos hombres- se acercaban a Zoe caminando por el sendero y pidiéndole a gritos que les dijera el nombre de varias plantas. Una pareja se sentó en el banco que había a su lado, estirando las piernas relajadamente.

Mientras intercambiaban saludos y ella les daba las informaciones que le pedían, Yeager se había acercado ya a su lado y alargó los brazos hacia ella.

– ¿Quieres que vayamos a tu apartamento? -preguntó ella.

– ¿Qué te parecería llevarme un poco más lejos? -murmuró él.

Consciente de las miradas especulativas de los demás huéspedes, Zoe no se molestó en contestar, pero lo condujo hacia el sendero de piedra que llevaba hasta su casa. Cuando llegaron a la zona de tierra, lo siguió conduciendo hacia delante -pasando por la hilera de parejas de palmeras que enmarcaban los terrenos cultivados de Haven House- hasta que llegaron a la parte silvestre de la colina. Allí nadie podría molestarles.

No lejos de una oxidada toma de agua -de la que salía una manguera verde que estaba enrollada en el suelo- había una zona que Zoe y el señor Duran -el compañero de su empleada doméstica- habían limpiado de hierbas y preparado para hacer un huerto de árboles frutales. Aunque ya había pasado el momento óptimo para plantar, estaban decididos a tener listo el huerto aquel mismo verano.

Zoe invitó a Yeager a que se sentara en una caja de plástico vuelta hacia abajo y ella se sentó en otra a su lado. Entonces se dio cuenta de que el rectángulo de tierra de diez por veinte estaba empapado de agua, tal y como le había indicado al señor Duran que hiciera. Había pensando remover el terreno con una pala, pero la tierra dura había que reblandecerla antes. Aquella mañana estaba perfectamente saturada de agua, acaso incluso demasiado pringosa.

– ¿Y bien? -preguntó Yeager con impaciencia-. ¿Me has dicho que había llegado correo para mí?

Una brisa fría le revolvió el cabello.

– Sí -contestó ella después de tragar saliva.

– ¿Qué dice? -preguntó Yeager con un rostro inescrutable.

– Yo… no la he abierto.

– Entonces ábrela.

Yeager apoyó los codos en las rodillas y entrelazó las manos y apoyó la cabeza en ellas. Era una postura engañosamente relajada.

Zoe tragó saliva y empezó a rasgar el sobre con dedos temblorosos.

– Podría decirle a Deke… -Prefirió no acabar la frase.

– Léela, Zoe -dijo él, y a su alrededor empezó a zumbar la tensión como si fuera un enjambre de avispas.

El resistente sobre no se dejaba abrir con facilidad, y finalmente Zoe se lo acercó a la boca y rasgó con los dientes una de las esquinas. Cuando pudo meter una uña en él, lo desgarró por la parte superior tras forcejear un rato.

Yeager se estremeció.

Zoe tragó saliva de nuevo y extrajo del sobre dos cuartillas de papel dobladas.

– ¿Estás seguro de que no prefieres que Deke…? -preguntó ella con el corazón en un puño.

– Zoe.

Notó en su voz un tono de mando. Tomando aliento desdobló las páginas.

– Es del doctor…

– Ya sé quién me la manda -dijo él cortante-. Cuéntame solo qué dice.

Zoe sostuvo la carta en una mano y frotó la otra palma sudorosa contra la pernera de sus ajustados tejanos.

– «Querido comandante Gates.»

– ¡Ve al grano! -le cortó Yeager con voz ronca.

Zoe leyó la carta en voz baja con manos temblorosas y un nudo en el estómago. Luego la dejó caer en su regazo y se agarró con ambas manos a uno de los rígidos antebrazos de Yeager.

– Yeager.

Él se quedó inmóvil.

– Se acabó -dijo al fin.

Alzó las manos, dejó escapar un hondo suspiro y luego se pasó los dedos por el pelo.

– Sí -susurró ella.

Yeager apretó los labios y se quedó en silencio durante un buen rato.

– Por supuesto, ya lo sabía. O al menos debería haberlo sabido. Deke tenía razón.

A Zoe no le gustaba el contenido tono de moderación que había en su voz.

– Lo siento.

– No hace falta. -Yeager alzó una mano y la movió en el aire en un gesto de quitarle importancia-. Esto se había acabado hace mucho tiempo. Hace semanas. -Una risa sin alegría le arañó los nervios-. Solo he estado jugando un juego estúpido conmigo mismo. -A pesar de que sus palabras sonaran despreocupadas, un músculo palpitaba en su mandíbula.

Zoe levantó una mano y la colocó sobre sus hombros.