– Odio aquella canción -murmuró Yeager.
– ¿Qué?
Yeager abrió la boca para repetir la respuesta, esta vez en voz alta. Pero entonces se imaginó a Suspiros de pie, a su lado. Se lo imaginó con el sombrero y la cabeza llena de plumas de la gallina Caponata. Y con los grandes ojos Elmo y aquella nariz redonda estremeciéndose de emoción. Y pensó en el montón de niños de Barrio Sésamo que con estrellas y lunas en los ojos lo habían estado mirando.
Tocado.
Con un gesto de resignación, colocó el papel sobre su muslo dolorido.
A su lado, Deke le dijo riéndose de él:
– He estado oyendo rumores desde el día del accidente. Algunas mujeres decepcionadas han empezado a asegurar que has pasado de ser un play boy a convertirte en un boy scout. Pero hasta ahora no las había creído.
Yeager pasó por alto aquel comentario, especialmente la indirecta acerca de las mujeres decepcionadas y de haberse convertido en boy scout. Ya se enfrentaría con ese problema más tarde. Con dedos renuentes empezó a garabatear su nombre en el papel.
Pero solo su nombre de pila. Aunque Suspiros se lo enseñara a papá o a mamá, ¿qué podría significar para ellos «Yeager»?
No tenía sentido pensar que podrían relacionarlo con Yeager Gates. Con el Yeager Gates que tiempo atrás había explprado el universo, pero que ahora apenas si podía cruzar la calle sin ayuda.
Y mucho menos un «Yeager» escrito en un trozo de papel, a lápiz, por un tipo que buscaba aislarse, que tenía una herida reciente en la cabeza y una cicatriz en la cara, y que hasta hacía muy poco había estado completamente ciego.
Como en el cuento de Camelot en el que el rey Arturo decreta que haga un tiempo idílico, la niebla no se atrevía a rozar los límites de la isla de Abrigo. Zoe Cash se sonrió ante aquella rocambolesca idea y acto seguido se encontró a sí misma saliendo de la cocina hacia la mañana ahora luminosa.
Aquella luz siempre la dejaba embelesada. Especialmente los diferentes tonos de su isla: el frío brillo de la luna, las abrasadoras llamas de una hoguera en la playa, los destellos de la luz de la mañana atrapada en las últimas gotas de rocío sobre la hierba del jardín.
Aunque tenía montones de cosas que hacer aquel día, dejó a un lado su lista mental de quehaceres para abandonarse en una ensoñadora satisfacción, mientras avanzaba por el camino que separaba su casa, Haven House, de los apartamentos en los que se alojaban los turistas del bed-and-breakfast que regentaban ella y su hermana Lyssa. Se detuvo para sentarse bajo un pequeño murete de piedra, delante del jardín escalonado que se extendía por la ladera de la colina. Estiró las piernas desnudas bajo la luz del sol y respiró profundamente aspirando la mezcla de aromas que impregnaba el aire.
Hum. Era un aroma cálido y saludable. Ociosamente tomó varias hojas de una mata cercana y las estrujó entre los dedos. Olía a romero. Luego, incorporándose un poco, estiró el brazo hacia una planta de aloe. Su hermana, que a veces tenía unas ideas encantadoramente new age, insistía en que Zoe se frotara cada día los antebrazos con la savia que exudaba aquella planta. Pero al ver su herida, Zoe volvió a bajar el brazo. ¡Aquella herida estaba ya casi curada!
Se echó hacia atrás tumbándose sobre la tierra cálida. Aquella rápida curación no le pareció en absoluto sorprendente. Sonriendo, cerró los párpados lentamente. Aquella isla era un lugar sanador. Y siempre había cuidado de ella y de Lyssa.
Dong, dong, dong. Las campanas de la iglesia metodista de Abrigo, que sonaban cada hora desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, sacaron a Zoe de su sopor.
Dong, dong, dong. Entreabrió ligeramente los ojos. Enseguida tendría que empezar a ponerse en marcha. Tenía que asistir a una reunión y aquel día iban a llegar nuevos huéspedes. Dong, dong, dong. Solo faltaba una hora para…
Dong.
¡Una hora no! Ahora.
Regañándose por haber perdido la noción del tiempo, Zoe se puso de pie de un salto, corrió hacia la casa y cruzando a toda prisa la cocina se dirigió hacia el vestíbulo de la parte de atrás. Dobló a la derecha y luego subió a la carrera las escaleras de Haven House, hasta llegar a la terraza, rodeada por una blanca barandilla, desde la que se divisaba toda la bahía de Haven y el puerto de la isla de Abrigo. Se dejó caer sobre una silla de mimbre cubierta de cojines, se golpeó la frente con la palma de la mano y se volvió bruscamente.
– Los prismáticos -susurró.
Volvió a bajar los escalones de madera de color miel, pasó de largo los dormitorios de la segunda planta donde se alojaban ella y su hermana y descendió de nuevo a la primera planta. Cruzó por delante del embaldosado mostrador de la cocina con su ordenada hilera de botes de cerámica. Lo único que vio sobre la reluciente mesa del comedor fue un cuenco de madera rústica lleno de melocotones y ciruelas de Santa Rosa; y en la sala de estar, un jarrón de altos y fruncidos gladiolos amarillos, mullidos cojines de cretona y el olor a limón de la cera para abrillantar los muebles.
Pero los prismáticos no se veían por ninguna parte.
– ¡Lyssa! -gritó Zoe-. ¡Lyssa! ¿Has visto los prismáticos?
Lyssa, la hermana de Zoe, apareció al momento en el rellano de la escalera. Desde que era una niña, siempre había tenido aquella habilidad telepática de estar donde se quería que estuviera en el momento en que se la necesitaba allí. Con el pelo recogido bajo una toalla en forma de turbante y vestida con un fino albornoz de algodón blanco, se la veía animada y radiante. Era el vivo retrato de la salud.
Zoe no pudo evitar sonreír.
– Tienes un aspecto maravilloso -le dijo Zoe.
Lyssa no se molestó en contestar.
– ¿Qué estás buscando?
– Los prismáticos. -Zoe movió las cejas de manera inquisidora a lo Groucho Marx-. Supongo que nuestros nuevos huéspedes deben de venir en el Molly Rose, que llegará al puerto dentro de unos minutos.
– Entonces deberías presentarte allí en persona dentro de muy poco -le dijo Lyssa, siempre tan razonable.
– Yo no puedo ir. Me he comprometido a estar en la reunión del Festival del Gobio. Espero que puedas ir a recogerlos tú, ¿de acuerdo? -Zoe miró a su alrededor y se encaminó hacia el viejo armario que había en la entrada-. ¿Dónde demonios los habré puesto? Está misma mañana los he tenido en las manos.
– Sí, sin duda.
– ¿Qué? -dijo Zoe deteniéndose.
Lyssa se echó a reír mientras le tiraba de las solapas de la bata.
– Aquí están, Zoe.
Zoe parpadeó y después miró hacia abajo. Vaya, los pequeños prismáticos colgaban de la negra correa que llevaba al cuello.
– ¡Caramba! -Echó a correr de nuevo escaleras arriba rozando con la mano la reconfortante solidez del hombro de Lyssa mientras pasaba a su lado-. Gracias.
De vuelta en la terraza, Zoe enfocó los prismáticos hacia la bahía con forma de herradura. Desde Haven House, un lugar elevado en un extremo de la bahía, podía ver el Molly Rose avanzando lentamente entre una flotilla de barcos de recreo, mientras se dirigía hacia el muelle de pasajeros del pequeño puerto de Haven. Dejando escapar un leve suspiro, se sentó en una de las sillas de mimbre y colocó los pies desnudos sobre la barandilla calentada por el sol de principios de junio. Las flores de los geranios de color rosa se elevaban de sus macetas acariciando las plantas de sus pies.
Mientras el Molly Rose se preparaba para atracar en el muelle, Zoe se acercó los prismáticos a los ojos para echar un vistazo al pueblo de Haven. Por las colinas que se elevaban más allá de las calles a diferentes niveles del centro del pueblo se podían ver casas de diferentes estilos: villas mediterráneas, casas de campo inglesas y construcciones contemporáneas repletas de ventanas. En Crest Street -en él extremo opuesto de Haven House- parecía que los Dobey habían empezado a repintar su casa de campo, antes blanca y azul, llamada Cape Cod. Las puertas del garaje ya eran de color verde oscuro. Aunque el nuevo color hacía un hermoso contraste con las buganvillas que se extendían por el terraplén, Zoe habría preferido que la hubieran repintado de blanco y azul. Le gustaba que Haven siguiera siendo exactamente como era.
Enfocó los prismáticos descendiendo por las escalonadas laderas verdes que llegaban hasta el pueblo. Era sábado por la mañana, muy temprano, y había poco tráfico. Hacia el mediodía, los cochecitos de golf que funcionaban con motor de gas -los únicos trasportes para los turistas en la isla, aparte de las bicicletas y los taxis- empezarían a recorrer las comerciales calles del centro.
Zoe sonrió con satisfacción al ver las banderas de color azul, dorado y escarlata de Festival del Gobio que ondeaban ya sobre mástiles ricamente ornamentados a lo largo de avenida De la Playa, que recorría la orilla del mar. Herb Dawson, el presidente del comité de festejos, debía de haber hecho que las colgaran a primera hora de la mañana. Las banderas -de fondo azul marino por el océano Pacífico y con la silueta dorada y escarlata de un pez que recordaba la brillantes colas de los gobios de cola de fuego- se izaban cada año varias semanas antes de que tuviera lugar el festival. Anunciaban el regreso del talismán de la isla y su estancia allí hasta el equinoccio de otoño, momento en que aquellos peces abandonaban sus zonas de desove en la isla de Abrigo.
Algunos habitantes de Haven -incluso varios de los que estaban en el comité de festejos- habían empezado a hablar de no izar las banderas aquel año. Dado que los biólogos marinos dudaban de que los gobios fueran a hacer aquel año su anual visita a las playas de Abrigo, algunos -muchos, tenía que admitir Zoe- habían planteado la posibilidad de cancelar el festival. Pero la opinión de Zoe había prevalecido.
Los gobios regresarían. Tenían que regresar.
No era capaz de pensar qué pasaría si no era así. Porque nada debía cambiar en Abrigo.
Zoe volvió a enfocar los prismáticos hacia el barco y sonrió imaginando la primera impresión que tendrían de la isla los nuevos huéspedes que llegaban a bordo del Molly Rose. Cuando ella tenía diez años, había visto la isla desde aquel mismo lugar por primera vez, desde la cubierta superior de aquel barco. Inquieta por el nuevo cambio en su vida que eso suponía -una nueva cama, una nueva escuela, un nuevo manojo de nervios infantiles-, había hecho todo el viaje desde el continente forzando los ojos para intentar ver la isla de Abrigo.
Al principio, cuando vio aparecer en el horizonte una nube negra, le dio un vuelco el corazón y se clavó las uñas en las palmas de las manos, aterrorizada por lo que parecía ser un mal augurio. Pero luego aquella nube se fue disipando poco a poco y ante ella empezó a aparecer -haciéndose lentamente más claros y materializándose como por arte de magia- los verdes acantilados de Abrigo.
Era casi como si se hubiera hecho realidad allí por deseo suyo: un trozo firme de verdor en medio de la liquidez azul del océano. Y aquel día rezó, aunque no había ido nunca a la iglesia. Agarrándose al pasamanos de la barandilla del barco, rezó a un dios que tenía un rostro tan imperecedero e inalterable como el del monte Rushmore -el lugar que acabada de dejar para siempre guardado entre sus fragmentos de infantiles evocaciones mágicas.
– ¿Y bien? -Lyssa entró en la terraza luciendo ahora un vestido veraniego de punto de manga corta-, ¿Ya has echado un vistazo a nuestros nuevos huéspedes?
Zoe miró por encima de su hombro, entrecerrando los ojos, deslumbrada por el sol que brillaba sobre el rubio y ahora ya seco cabello de su hermana, que caía por encima de sus hombros. Zoe se tocó las puntas de su cabello, que parecía empeñado en no crecer.
La brisa hizo que a Lyssa se le pegara el vestido al cuerpo y Zoe dejó escapar un leve suspiro. Aunque estaba contenta de que su hermana hubiera recuperado todo el peso que había perdido, Zoe no podía todavía evitar sentir cierto resentimiento por el hecho de que ella aún siguiera siendo tan flaca como siempre. A pesar de que ambas tenían el mismo color rubio de pelo, las voluptuosas curvas y el impecable y lustroso cabello de Lyssa no tenían ni punto de comparación con su físico escuálido y su corto cabello rizado.
Pero aquel sentimiento era mezquino, y Zoe ya había aceptado aquellas diferencias hacía mucho tiempo.
– El barco todavía no ha llegado al muelle -le dijo a su hermana-. ¿Has visto mis gafas de sol?
Lyssa soltó un suspiro mientras le tocaba con la mano la cabeza.
– ¡Oh! -Zoe alzó la mano y deslizó las gafas de sol desde la cabeza hasta colocárselas sobre los ojos. Volvió a dirigir los prismáticos hacia el pequeño puerto de Haven y no pudo reprimir un leve respingo de excitación-. Dos hombres, Lyssa. Puedo hacer grandes cosas con dos hombres.
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