Zoe lo besó de nuevo en la barbilla.
– ¿Que te casarás conmigo por la mañana?
Yeager se quedó de piedra.
Ella apoyó las manos sobre su pecho.
– Estaba bromeando -añadió Zoe-. Deberías verte la cara.
Al alivio de oír aquellas palabras le siguió un nuevo aumento de excitación.
– ¿Estás segura, Zoe?
De repente, en lugar de contestar, ella se sentó sobre él, con todo su cuerpo presionando contra su erección. Aquella mujer parecía no poder dejar de torturarle. Sus manos trabajaron rápido en el resto de los botones dé su camisa, y se la abrió echándola hacia los lados al tiempo que sus largos dedos rozaban la cálida piel de su pecho.
– ¡Oh! -exclamó Zoe suspirando.
Como respuesta, él encontró el dobladillo de su camiseta y metió dos dedos por debajo de la teta, ascendió por la suave y cálida piel de Zoe hasta llegar a la leve curva de sus pechos. Los abarcó con las manos y sonrió.
– ¡Oh! -repitió él como un eco.
Ella volvió a retorcerse sobre él. Tendría que detener aquellos movimientos muy pronto.
– ¿Ya te he dicho lo mucho que me gusta que no lleves sujetador?
– Creo que ya lo has mencionado -contestó ella con remilgos mientras él apretaba y acariciaba sus blandos pechos.
Tomándose su tiempo, Yeager disfrutó del contraste entre la suavidad de los pechos y la dureza de los pezones. Nunca antes -cuando podía ver- se había dado cuenta de eso, de lo maravilloso que era pasar el pulgar dibujando círculos alrededor de la arrugada areola del pecho. Zoe se apretó contra él y cerró los muslos alrededor de sus caderas cuando él le pellizcó suavemente los pezones.
– ¿Estamos en peligro inminente de que estalles? -preguntó Yeager riendo.
Ella gimió mientras él acariciaba con sus pulgares aquella piel sensible.
Yeager también se sentía casi a punto de estallar. Apartó las manos de sus pechos, la levantó de su regazo y la tumbó en la cama. Luego le quitó la camiseta.
La piel de su pecho olía como ella y tenía un sabor tan dulce como el de su boca. Yeager le pasó la lengua por el vientre y luego ascendió de nuevo hacia sus pechos. Cuando encontró el valle que se abría entre ambos, la besó allí, lamiendo la tersa piel y oyéndola gemir.
– Yeager…
Él se incorporó un poco y le apartó el cabello de la cara.
– Contrólate un poco, cariño. Será mucho mejor si lo dilatamos un rato.
El pulgar de Yeager se frotó de nuevo contra un pezón y ella arqueó todo el cuerpo.
– No quiero… dilatarlo más.
Él sonrió.
– Hazlo por mí, cariño.
Inclinándose sobre ella, le lamió la piel dibujando un camino hacia abajo, hasta que se encontró con un pezón y se lo metió en la boca. Cuando lo succionó, el deseo que sentía Yeager viajó como un cometa hacia su ingle, haciendo esta que se pusiera al rojo vivo.
– ¡Yeager!
Él se apartó de ella y sopló en dirección a su pecho.
– De acuerdo, de acuerdo, déjame que te enfríe. -Volvió a soplar sobre su pecho.
Zoe se arqueaba entre sus brazos y él podía sentir sus pechos alzándose hacia su cara, mientras sus caderas se separaban del colchón.
– Eso que haces no me ayuda nada.
Yeager se encogió de hombros.
– Bueno, entonces…
Se volvió a inclinar sobre ella para probar el otro pezón, chupándolo con fuerza mientras jugueteaba con el anterior, pellizcándolo entre dos dedos y pasando luego la yema sobre el endurecido botón.
– ¡Yeager! -Las caderas de Zoe empujaban contra el colchón.
Él se forzó a separar la boca de sus pechos.
– ¿Hum?
– Quítate la ropa -le dijo ella.
Yeager no pudo ocultar una sonrisa burlona.
– Hemos dicho que íbamos a dilatarlo. Un solo vistazo a mi magnífico físico y…
– Quítate la ropa.
– Vaya, vaya, eres una virgen muy mandona.
Pero era imposible no obedecer la petición urgente de su voz. Se quitó la camisa y se deshizo del resto de la ropa en apenas dos segundos.
Después se quedó de pie al lado de la cama, imaginando la reacción de Zoe.
– ¡Oh!, yo… -dijo ella.
Un ligero estremecimiento de preocupación recorrió el cuerpo de Yeager. Quizá no debería haberse desnudado por completo tan pronto. No podía verle la cara, pero supuso que posiblemente no había sido una buena idea dejar que una joven virgen, de veintisiete años, viera a la luz del día -y desde tan cerca- aquel órgano viril que se erguía dispuesto a invadir su cuerpo.
– Zoe…
Algo rozó su pene. Los dedos de ella. Volvió a tocarlo una vez más. Yeager tuvo que refrenar un gemido y el deseo de abrirle inmediatamente las piernas y enterrar aquella cosa en ella.
Él tragó saliva. ¿Qué estaría pensando ella?
– Zoe, cariño, tienes que tener en cuenta mi incapacidad aquí.
– ¿Qué incapacidad? -replicó Zoe distraídamente.
Él volvió a sentir otro roce de aquellos dedos curiosos.
– Tienes que recordar que no puedo ver, cariño. No sé lo que pasa. ¿Te he dado un susto de muerte o estás dispuesta a ser mi amante esclava?
Oyó una risita apagada. Aquello le pareció una buena señal.
– Es que nunca había…
– … visto una. Sí, lo imaginaba.
– Una tan grande -le corrigió ella soltando otra risa apagada-. Eso es lo que estaba a punto de decir.
Así era Zoe. Incluso en aquellas circunstancias le hacía reír.
– Espero que Dios no permita que vuelva a tratar de completar tus frases nunca más.
– Eso estaría bien. Aunque puede que te subestimes.
Yeager se rio de nuevo y luego se arrodilló sobre la cama.
– Ahora es tu turno.
– ¿Mi turno?
– Para quitarte la ropa.
– Pero… pero…
– Zoe, cariño, no hay nada por lo que tengas que avergonzarte, ¿recuerdas? -la intentó animar él-. Y además, no puedo ver nada.
Casi pudo oír el parpadeo de sus pestañas.
– Sí, claro, eso es verdad.
El sonido de la cremallera de sus pantalones cortos casi lo desarmó. Pero se contuvo, y cuando notó que ella ya se había desnudado por completo, alargó los brazos para abrazarla.
– Ven aquí, corazón.
Zoe era esbelta y de líneas firmes, y cuando sus pezones se apretaron contra su pecho, Yeager volvió a pensar en cometas y en calor y en explosiones de megatones. La tumbó de espaldas sobre el colchón y luego abriéndole los muslos se colocó entre ellos.
Entonces le dijo fingiendo irritación:
– No te has quitado las bragas.
Pudo oír cómo ella tragaba saliva.
– Lo estamos dilatando, ¿recuerdas? Yo… yo…
– Has hecho exactamente lo correcto -contestó él apretándose contra su húmeda sedosidad.
Zoe gimió alzando las caderas hacia él.
El deseo se cerró como un puño de hierro sobre el vientre de Yeager. Agachando la cabeza, acercó su boca a la de ella y se la abrió con los labios. Zoe se abrió a su beso inmediatamente. Él le introdujo la lengua en la boca a la vez que se apretaba más contra sus bragas, dejando que aquella barrera de tela le impidiera ir demasiado lejos o demasiado rápido.
Gimieron al unísono.
Yeager sintió un calor que ascendía desde la base de su columna vertebral. Pasó las manos por los pechos de Zoe y luego los deslizó hacia abajo por las costillas. A continuación se incorporó ligeramente para que su mano pudiera deslizarse por debajo de las bragas. Sin dejar de besarla apasionadamente, se echó un poco hacia un lado y pasó la mano por el ralo vello que crecía entre los muslos de Zoe, hasta que llegó a su húmedo y caliente centro.
Yeager levantó la cabeza y apretando los dientes presionó lentamente hasta meter un dedo dentro de ella.
Zoe movió las caderas y los músculos de su interior se cerraron alrededor de aquel dedo.
– ¡Yeager!
Mierda. Era tan estrecha que solo la idea de meterse dentro de su cuerpo le hacía arder en deseos. Yeager jadeó un poco y luego, lentamente, retiró el primer dedo para después meterle dos.
– ¡Yeager!
Zoe se retorcía contra él, alrededor de él, con las manos golpeando contra sus hombros y con todo su cuerpo palpitando alrededor de sus dos dedos.
Yeager gimió, reprimiendo a duras penas su excitación. La llevó hasta el clímax, y cuando ella hubo acabado se inclinó sobre su boca y la besó dulcemente empujando su lengua contra la de ella.
Cuando Zoe se quedó por fin quieta, Yeager levantó la cabeza apartándose de sus labios y sonrió.
– ¿Estás bien, cariño?
– Yeager. -Había un rastro de lágrimas en su voz-. Pensé… pensé. Sabes que lo estaba deseando. Contigo. Pero habías dicho que lo íbamos a dilatar.
Él sonrió con arrepentimiento.
– Pero cuando ya era casi demasiado tarde me di cuenta de que habíamos olvidado algo. Protección.
– ¿Protección?
Su pequeña virgen. Le dio un susto de muerte que Zoe no hubiera pensado en eso en ningún momento.
– ¿Condones? ¿Protección contra el embarazo y las enfermedades?
– Oh, vaya, ¿y entonces por qué no has dicho nada?
– Pensé que no era el momento de mandarte al supermercado de la esquina.
– No hace falta ir tan lejos.
Zoe se echó a un lado y salió de la cama. La oyó dirigirse al cuarto de baño y luego se escuchó el sonido inconfundible de armarios que se abrían y cerraban.
El colchón se hundió de nuevo cuando ella volvió a sentarse en la cama.
– Siempre mantengo bien provistos los armarios del cuarto de baño. Con jabones, maquinillas de afeitar, cepillos, pasta de dientes y ese tipo de cosas.
Yeager se apoyó en un codo y se incorporó, aunque no supo si tenía que demostrar ilusión.
– ¿Y condones?
– Fue idea de Lyssa -contestó Zoe.
– Recuérdame que le dé un beso a tu hermana.
Yeager abrió una mano y ella dejó caer sobre su palma un paquete cuadrado de plástico. Miró en dirección a Zoe tratando de averiguar lo que ella estaría sintiendo en aquel momento. Ahora que ella había tenido un orgasmo, acaso ya no quisiera…
– Deja que te lo ponga yo -le dijo Zoe.
Yeager rezó una leve oración de acción de gracias. Pero no accedió inmediatamente a su petición. En lugar de eso, la echó de espaldas sobre la cama y empezó a besarla y acariciarla de nuevo, mientras paseaba el frío envoltorio del condón por su vientre, por sus pechos y por el interior de sus muslos.
Cuando ella estaba de nuevo temblando y musitando su nombre, él le dio las instrucciones necesarias y dejó que le colocara el preservativo.
Tuvo que apretar los dientes mientras Zoe manipulaba su miembro, pero una vez hubo acabado la volvió a echar de espaldas en la cama, le quitó las bragas y luego le abrió los muslos y se colocó sobre el caliente centro de su cuerpo.
Era endemoniadamente estrecha.
Aguantó la respiración mientras intentaba acomodarse allí dentro, pero ella no dejaba de retorcerse, suplicando y alzando las caderas para apretarse más contra él. De modo que al final Yeager simplemente se introdujo en ella de golpe.
Se quedó helado cuando notó que ella empezaba a sollozar. Las manos le dolían mientras se mantenía apoyado en el colchón, encima de ella, con el pene tan fuertemente encajado en su cuerpo que pensó que iba a correrse sin siquiera haber empezado a moverse. Ella sollozó de nuevo.
Yeager tomó aliento estremeciéndose.
– ¿Zoe? ¿Cariño?
Ella le palmeó las nalgas con las dos manos y luego lo apretó aún más contra su cuerpo.
– Por favor -musitó Zoe.
Una vez recibido permiso para hacerle el amor, Yeager cerró los ojos con fuerza y se hundió una y otra vez en su cuerpo. Sentía calor y alegría, y cuando se dio cuenta de que ella llegaba de nuevo al orgasmo, se dejó ir -al fin- con una violenta explosión de placer que podía competir con cualquier cohete conocido por los hombres.
Capítulo 14
Tan cierto como que Dios hizo que las manzanas fueran verdes, también creó otro perfecto milagro: el cuerpo desnudo del hombre.
Zoe se sentó en el borde de la cama paseando la mirada por Yeager. Las mantas se habían caído de la cama y él estaba tumbado boca abajo despatarrado sobre la sábana, con la cabeza hundida en la almohada.
Poco antes de quedarse dormido se había quitado las gafas de sol. Por primera vez ella podría admirar realmente la completa belleza de su rostro: las prominentes mejillas, la afilada curva de su nariz, los limpios ángulos de su mandíbula y su barbilla. Al pensar de nuevo en la sensual curva de su boca, se pasó la lengua por el labio inferior recordando el sabor de sus besos.
Mientras apartaba la mirada de su rostro, se le puso la carne de gallina y empezó a hervirle la sangre. Sus hombros y sus brazos eran fuertes y musculosos. Nunca antes había observado de esa manera la belleza pura del cuerpo de un hombre. El largo y profundo valle de la columna vertebral cortaba en dos la anchura de su espalda y acababa en los rígidos y redondeados músculos de su trasero. Mordiéndose el labio, Zoe intentó apartar la mirada de aquella parte de su anatomía, pero no pudo evitar seguir admirándolo.
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