Su hermana suspiró.
– ¿Realmente crees que deberías entusiasmarte tanto, Zoe?
– Ya sabes que yo soy muy optimista. ¡Y los vamos a tener aquí durante varias semanas!
Lyssa se sentó en la silla que había al lado de la de Zoe. Un soplo de brisa hizo que el cabello se le elevara sobre los hombros.
– Ya sé que tienes una reputación que mantener, pero me estaba preguntando si…
– No lo digas -la interrumpió Zoe apartándose los prismáticos de la cara y mirando a su hermana con el ceño fruncido-. Tú siempre tienes sensaciones extrañas. Te das cuenta de cosas. Ves señales y portentos, como dices. De acuerdo, pues esta vez soy yo la que tiene un presentimiento.
Delgadas arrugas aparecieron entre las cejas de Lyssa.
– Zoe…
– La casamentera de la isla de Abrigo vuelve al ataque -insistió Zoe-. Incluso he elegido ya a las mujeres que les convienen a esos dos tipos. Susan y Elisabeth.
Lyssa refunfuñó:
– No hace ni dos meses que Susan se divorció…
– ¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?
– … del último tipo al que tú le presentaste.
Zoe se volvió para mirar de nuevo hacia la bahía.
– Estoy segura de que no me guarda rencor. Lyssa puso una mano sobre el antebrazo de su hermana.
– Por supuesto que no. Nadie te culpa a ti, de verdad. Lo que pasa es que tu labor de casamentera ha sido un poco…
– Venga, dilo. No he conseguido todavía ni un uno por ciento de éxitos.
– ¡Zoe! ¡Ninguna de las parejas a las que has presentado han durado ni un año casadas!
– Pero las llevé hasta el altar, ¿no es así?
Lyssa masculló algo.
– ¿Qué decías?
– Quizá no deberías interferir.
Zoe no estaba dispuesta ni a planteárselo.
– Viviendo en un pueblo pequeño y aislado, ¿qué otra cosa puede hacer la gente sino interferir? Yo quiero que la gente sea feliz. Susan y Elisabeth quieren ser felices. Ya les he dicho que esos dos hombres podrían ser perfectos para ellas.
Lyssa suspiró de nuevo.
– Quizá podrías empezar a dedicarte a ver culebrones en la televisión, como hace la gente normal.
Zoe le dirigió una sonrisa burlona.
– Yo no quiero ver culebrones, yo quiero crearlos.
Lyssa se quedó mirándola fijamente.
– Entonces busca una pareja para ti misma -respondió.
La sonrisa burlona de Zoe no se desvaneció de sus labios.
– Sí, claro.
Para empezar, ¿a quién podía encontrar que hiciera buena pareja con ella? Había crecido al lado de los pocos hombres elegibles de aquella isla y los consideraba prácticamente como hermanos. Y liarse con un visitante temporal… ¿para qué se iba a poner a tiro de que le rompieran el corazón? Amaba aquella isla y no tenía ninguna intención de abandonarla.
– De todos modos, no estábamos hablando de mí. Estábamos hablando de nuestros nuevos huéspedes, que están a punto de llegar.
Lyssa meneó la cabeza.
– ¿Cómo sabes siquiera que esos hombres están solteros?
Zoe chasqueó los dedos.
– El típico truco de: «¿Y sus esposas no les acompañarán?».
– Oh, Zoe.
– Oh, Lyssa. ¿A ti no te gusta ver a la gente feliz?
– Yo quiero verte feliz a ti -dijo Lyssa con vehemencia.
Sorprendida, Zoe se apartó otra vez los prismáticos de delante de los ojos. Se quedó mirando a su hermana de veintidós años, rubia, de ojos azules y con un aspecto saludable.
– Te tengo a ti para hacerme compañía. Y tengo esta hermosa isla en la que hemos crecido. Tenemos un negocio que funciona a la perfección. ¿Qué más podría desear?
En otro tiempo, aquello habría sido mucho más de lo que se hubiera atrevido a desear.
Lyssa estaba distraída observando un enorme pájaro de color negro azulado que se acababa de posar sobre la barandilla de la terraza, justo delante de ella.
– Un cuervo -dijo.
Lyssa tenía una especial predilección por las especies animales que habían sido seres sagrados para los indios de Norteamérica, que tiempo atrás habían habitado aquella isla. Para Zoe aquellos pájaros no eran más que animales de ojos pequeños y brillantes y que no significaban gran cosa.
Éste la estaba mirando fijamente, de una forma inquietante. Zoe intentó mantenerle la mirada, pero tuvo que apartar la vista enseguida. Lo habría ahuyentado de allí si Lyssa no hubiera sido tan amiga de aquellos bichos de patas largas y delgadas.
Un segundo pájaro pasó volando en círculos por encima de sus cabezas con algo brillante en el pico. Dejó caer el objeto que llevaba en el regazo de Lyssa justo antes de posarse al lado del otro. Zoe se quedó mirando la llave dorada que brillaba sobre el fondo de algodón del vestido de su hermana.
– Dos -dijo Lyssa-. Dos cuervos.
¡Dos! Aquella palabra hizo que Zoe recordara a sus presas. Volvió a colocarse los prismáticos delante de los ojos esperando que no fuera demasiado tarde. Quería echar un vistazo a los nuevos huéspedes de Haven House antes de irse a su reunión. De esa manera, mientras los miembros del comité de festejos se dedicaran a quejarse por los problemas de aparcamiento y los permisos para los desfiles, su subconsciente podría dedicarse a trabajar en la estrategia de casamentera, planteándose quién de los dos hombres podría convenir mejor a Susan y quién a Elisabeth.
Por supuesto, Lyssa tenía razón al decirle que no se dejara llevar demasiado lejos por sus ilusiones. Quizá no debería ser tan rígida respecto a qué mujeres hacer felices. Pero sabía que con aquellos dos hombres podría hacer felices a un par mujeres; de eso no había ninguna duda. Además, ella tenía una reputación que mantener.
Recordó rápidamente sus seis anteriores fracasos. Bueno, tenía una reputación que recuperar.
Había estado esperando que Lyssa acabara lanzándole el habitual discurso sobre su actividad de casamentera, porque para su hermana no había romance sin riesgo, pero esta vez -afortunadamente- parecía haber desistido. No hacía falta que lo discutieran una vez más. Habida cuenta su historia durante los últimos años, Zoe tenía que haber sido una idiota para ofrecer su corazón a nadie por voluntad propia. Hacer de casamentera era mucho más seguro.
El Molly Rose se acercó suavemente al muelle mientras el pecoso TerriJean, de la empresa de alquiler de coches Cartopia, corría hacia el barco, dispuesto a ofrecer un cochecito de golf como medio de transporte a los recién llegados.
¿Dónde estaban sus huéspedes? Un ligero gorgoteo de emoción animó el flujo sanguíneo de Zoe. La puerta de la cabina estaba abierta de par en par. Zoe intentó enfocar bien los prismáticos para aclarar la visión. Un hombre salió afuera.
Tendría unos cuarenta años, el cabello corto de color castaño, los hombros anchos y una mirada dura. Estupendo, pensó borrando una de las preocupaciones de su lista mental. Apuesto y perfectamente deseable.
Aquel hombre se echó a un lado para dejar salir de la cabina a una sombra que se vislumbraba tras él. Bueno -pensó Zoe-, ahora echemos un vistazo al otro. El corazón empezó a latirle un poco más deprisa.
Aquella sombra se convirtió en un hombre.
Un hombre alto, más joven que el primero, probablemente de unos treinta años. De repente, de manera inexplicable, Zoe notó que una sensación extraña hacía que se le secara la garganta. Acaso fueran las misteriosas gafas de sol que aquel otro hombre llevaba puestas. Puede que fuera porque, cuando se quedó parado en medio de la cubierta del barco, su postura altanera hizo que cruzara por la mente de Zoe la imagen de los piratas que habían enterrado sus botines en las playas de aquella isla doscientos años antes.
Y entonces un inquietante escalofrío empezó a recorrer todo su cuerpo. Se estremeció en su asiento sintiendo que la invadía una extraña ansiedad. Acaso ya era hora de que se marchara a su importante reunión.
Sin pararse siquiera a examinar su repentina e instintiva prisa -o la razón por la que no podía tragar saliva-, ordenó a sus manos que apartaran los prismáticos de delante de sus ojos.
Pero en ese momento aquel hombre se quitó la gorra. Y cuando alzó su angulosa cara hacia el cielo, como si lo hubiera echado de menos, sucedió algo extraño. Algo muy extraño.
Parecía que el sol lo envolvía.
Atrapada en los cristales oscuros de sus gafas, la luz del sol se deslizaba por su cara. A la vez, el reflejo del sol sobre el agua de la bahía recorría su cuerpo musculoso de piel bronceada para acabar enredándose en su despeinado y radiante cabello castaño dorado.
Zoe se quedó agarrada a los prismáticos, deslumbrada, como si en ello le fuera la vida.
No había otra manera de describirlo: aquel hombre brillaba.
Un pirata, un corsario, pensó.
Durante su primer año en la escuela elemental de Abrigo, Zoe había estudiado mitología griega. En el libro de texto había una ilustración de Apolo conduciendo su carro dorado a través del cielo. Eso era lo que le recordaba la visión de aquel hombre, el dios del sol rezumando luz y calor, y un innegable carisma. Un ser que controlaba una de las muchas fuerzas del universo.
Entonces aquel hombre cambió de postura; su cara se volvió directamente hacia Zoe y ella automáticamente enfocó su rostro con los prismáticos. ¡Caramba! Había algo en aquel llamativo rostro que en un principio ella no había podido ver: una cicatriz reciente que empezaba en la patilla de las gafas y le cruzaba la enjuta mejilla. De modo que, después de todo, aquel hombre deslumbrante no era tan perfecto como Apolo.
Es más, parecía como si hubiera sufrido una tremenda y brutal caída desde el cielo.
El aire le revolvía los cabellos. Y Zoe sintió que su corazón se estremecía.
Intentó apartar de sí aquella extraña sensación y salir de su ensoñación. Tanto si tenía una cicatriz como si no -y a pesar de que ella se hubiera sentido tan con-mocionada ante la visión de aquel hombre-, todavía se trataba de Susan y Elisabeth, se recordó firmemente. Afortunadas mujeres. Zoe estaba contenta de haber descubierto un buen plan para ellas. Se mordió el labio inferior pensando con rapidez.
El más viejo de los dos -el que se volvía de manera tan solícita hacia su amigo- para Susan. El más joven…
Zoe notó que el corazón se le aceleraba hasta el límite.
El más joven de los dos se acercó a su amigo. A su solícito amigo. Un amigo demasiado solícito que -por lo que ella podía observar- ahora agarraba la mano bronceada de su compañero mientras echaban a andar lentamente por la cubierta.
Los hombros de Zoe se hundieron y dejó caer los prismáticos desilusionada. Estos rebotaron contra sus casi inexistentes pechos como el incómodo peso de un lastre.
Oh, no. Pobre Susan. Pobre Elisabeth, pensó. Y pobre de mí.
Por un momento volvió a sentirse ilusionada. Puede que…
Dios, no.
Tenía que enfrentarse a eso. Aunque hubiera tenido seis «éxitos» a sus espaldas, aquello iba más allá de sus poderes como casamentera: Había tenido la clara impresión de que aquellos dos hombres solteros -que ella esperaba poder emparentar con Susan y Elisabeth-, los dos solteros que iban a dar un nuevo lustre a su reputación como alguien que puede hacer que el amor suceda, no estaban en absoluto interesados en las mujeres.
Cuando Zoe regresó de otra decepcionante reunión del comité del Festival del Gobio, no encontró a Lyssa por ninguna parte. Mientras estaba intentando decidir qué hacer sola, le llegó desde la calle el característico y familiar chirrido de los frenos de un coche. Consciente de lo que aquel sonido significaba, se apresuró a abrir la puerta de la calle.
– ¡Ahí te dejo eso, Zoe!
Gunther, con el cabello recogido en una cola -que sobresalía por debajo de un gorro blanco- y los pantalones del uniforme de cartero, subía las escaleras del porche blandiendo un puñado de cartas en la mano. La isla de Abrigo no tenía servicio de correo puerta a puerta, pero los lunes y los sábados a Gunther le gustaba vestirse con el uniforme de correos y hacer de cartero, evitando así a sus vecinos el inconveniente de acercarse hasta la estafeta de correos del pueblo para recoger sus cartas. Gunther le tendió un delgado fajo de sobres y un paquete. Zoe frunció el entrecejo sorprendida. No recordaba haber hecho recientemente ningún pedido por correo.
– ¿Para nosotras? -preguntó ella.
– Puede que sea para algún huésped -le confirmó Gunther dándose media vuelta rápidamente sobre el último escalón, con lo que Zoe casi tuvo que agarrar el paquete al vuelo.
– «Y. Gates» -leyó ella en el envoltorio de papel marrón del paquete.
Y. Gates. ¿El más viejo de los dos o el que… brillaba? Un ligero escalofrío recorrió su espalda. Apretó los labios y trató de ignorar aquel cosquilleo mientras daba las gracias a Gunther y se despedía de él, antes de llevar el paquete y el resto de la correspondencia hasta la oficina de recepción que tenían al lado de la cocina. Al entrar se dio cuenta de que las llaves de los apartamentos Albahaca y Ambrosía habían desaparecido de la taquilla. Obviamente, Lyssa había inscrito ya a los dos hombres.
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