– Cuéntame.

Deke se dio la vuelta y se quedó mirando hacia la parte alta de la casa.

– Mi tío construyó esta casa para su novia. Pero ella vino aquí, se casó con él y vivieron juntos y felices en esta casa durante muchos años. Yo pasaba aquí los veranos con ellos cuando era niño. Más tarde, cuando empezaron a pelearse, se mudaron de nuevo al continente.

Hubo un momento de silencio.

Un frío dedo premonitorio recorrió la columna vertebral de Lyssa de arriba abajo.

– ¿Y luego?

Él seguía dándole la espalda.

– Y luego, cuando me casé, pensé que este sería el lugar ideal para pasar la luna de miel. Entonces yo era un aviador de treinta años, con muy poco dinero y muchos deseos de complacer a mi flamante esposa.

– La amabas.

Deke se encogió de hombros.

– Supongo que sí. Pero obviamente aquel sentimiento no era mutuo, porque a ella no le duró ni siquiera toda la luna de miel. Creí que el aislamiento de la isla le daría una idea de lo que puede ser la vida de la esposa de un piloto de las fuerzas aéreas. Viajar a nuevos lugares, lejos de la familia, yendo siempre de acá para allá detrás de mí. Pero a los tres días de nuestra boda yo volvía a ser un hombre soltero. Lyssa cerró los ojos.

– ¿Y los carteles? -preguntó ella en voz baja.

– Los hice yo mismo, la tercera noche después de que el barco saliera del puerto con mi desilusionada y decepcionada esposa dentro. Me compré una botella de tequila y un bote de pintura, y de esa manera dejé claro que tenía la intención de pasar el resto de mi luna de miel solo.

El resto de tu vida solo, querrás decir, pensó Lyssa, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.

Deke se dio la vuelta de golpe.

– ¿Qué? ¿No tienes nada que decir a mi historia?

Lyssa se mordió el labio inferior. Lo que ella necesitaba encontrar era una estrategia, no una respuesta. Porque hasta ahora parecía que lo había hecho todo mal. Él no tenía miedo de amarla a causa de la diferencia de edad o de cualquier otra razón así de simple.

De hecho, probablemente él no tenía en absoluto miedo de amarla.

Él tenía miedo de que ella no le amara.

Lyssa se apretó el pecho con los brazos. ¿Quién podía haberse imaginado que su curtido cuarentón pudiera ser en el fondo una persona tan frágil?

Ella dejó escapar un largo suspiro.

– ¿Qué estás intentando decirme, Deke?

– Intento decirte que me marcho.

Aquellas palabras la salpicaron como frías gotas de agua.

– Deke…

– Voy a tomar el primer barco de la mañana.

Lyssa se quedó helada y aturdida. ¡Mañana! ¡Mañana no! ¡Necesitaba más tiempo para urdir un plan! Tiempo para descubrir cómo podría luchar con él; no con él, no, por él.

El corazón empezó a latirle con fuerza golpeando contra su pecho.

– Deke…

Pero él no le hizo caso y subió las escaleras de dos en dos. Luego apagó la luz del porche y cerró la puerta de un golpe.

Mientras él estaba dentro ocupado en sus cosas, Lyssa intentó encontrar las palabras adecuadas, la explicación correcta, la manera perfecta de persuadirlo. Pero por más que su cabeza echara humo intentando pensar a una velocidad vertiginosa, no lograba dar con la manera de hacerle cambiar de opinión.

No podía encontrar la manera de conseguir que él confiara en ella y se decidiera a amarla.


Al amanecer, el pueblo de Haven estaba tranquilo y silencioso. Deke caminaba por las empinadas y estrechas callejuelas, de camino al embarcadero, seguido solo por el eco de sus propios pasos.

El cansancio después del baile de la noche anterior, y la necesidad de descanso a la espera de los acontecimientos que tendrían lugar aquel día -el desfile del Festival del Gobio y la fiesta con hogueras en la playa para dar la bienvenida a los peces-, habían hecho que todos se quedaran en la cama.

Deke oyó un crujido por encima de él y alzó la cabeza sorprendido. Pero no era más que un cuervo que se había posado sobre una de las banderolas del festival, con sus negras alas resaltando entre los colores brillantes de la bandera y el fondo de gris claro de las primeras luces de la mañana.

Deke se metió las manos en los bolsillos y siguió caminando, pero entonces divisó una figura en la distancia, una conocida figura rubia que estaba a un par de manzanas por delante de él.

Ella iba arrastrando una enorme maleta, y en el momento que Deke la miró, las ruedas de la maleta cedieron y esta acabó cayendo de lado en la cuneta.

Aquello no debió de hacerle ninguna gracia. ¿Qué demonios estaba haciendo Lyssa a aquellas horas de la mañana cargada con una maleta? Pero no pudo evitar que sus labios se curvaran hacia arriba, mientras Lyssa le daba un par de infructuosas patadas a su sobrecargado equipaje.

Cuando Deke llegó a su lado, ella estaba lanzando una sarta de improperios a la maleta.

Se quedó parado a su lado, frotándose la barbilla y sin saber qué hacer o qué decir. De alguna manera había conseguido evitar tener una escena con ella la noche anterior. Por agradecido que estuviera por ello, casi lo hubiera preferido a tener que encontrarse de nuevo con ella así: con la luz del sol de la mañana jugueteando con su pelo y el rubor de algún tipo de emoción -¿decepción?, ¿irritación?- coloreando sus mejillas.

Maldita sea, la verdad era que su cama le había parecido demasiado grande y fría sin ella.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó Lyssa enfadada.

Él parpadeó. Irritación sería una palabra demasiado suave para definir el estado de ella.

– Bueno, yo…

Ella lo miró fijamente entornando los ojos.

– ¿Piensas ayudarme o qué?

Deke no se movió.

– ¿Ayudarte? ¿Cómo exactamente?

– Ayudarme con la maleta, estúpido.

Él volvió a parpadear. Tuvo la sensación de que Lyssa estaba a punto de volver a perder su habitual serenidad, como aquel día en las colinas, cuando se cayó y se hizo una herida en la rodilla. Sin decir una palabra, Deke se agachó, agarró la pesada maleta y volvió a colocarla de pie sobre sus enclenques ruedas, al lado de Lyssa.

Ella se cruzó de brazos y golpeó el suelo con un pie, en un gesto de impaciencia.

Deke, consciente de que la situación estaba empezando a calentarse peligrosamente, pensó que lo mejor era que echara a andar. El barco zarparía en quince minutos. Dio un primer paso en dirección al puerto.

Pero Lyssa lo detuvo poniéndole la palma de una mano en el pecho, antes de que pudiera seguir avanzando.

– No tan rápido.

Deke se estremeció de placer al sentir el contacto de su mano, pero al momento suspiró profundamente intentando armarse de valor.

– Dejémoslo aquí, Lyssa; no tengo tiempo.

Ella abrió los ojos de par en par.

– Así que no tienes tiempo. Tú no tienes tiempo. Oh, esa sí que es buena. -Lyssa dio un paso al frente y se quedó mirándolo fijamente-. Soy yo la que se ha pasado toda la noche en vela, aterrorizada por si perdía el primer barco. Soy yo la que ha tenido que revisar las posesiones acumuladas durante veintitrés años (¡deberías ver mi habitación!) para embutirlas en una sola maleta. Y además ¡soy yo la que ha tenido que redactar una carta para su hermana, intentando encontrar las palabras adecuadas para explicarle qué demonios me ha hecho perder la cabeza para salir corriendo detrás de un hombre ingrato y anticuado como tú!

– ¿Ingrato? -repitió él en voz baja.

Ella se irguió.

– Exactamente. Deberías estar dándome las gracias por irme contigo.

– No te he pedido que vengas conmigo -matizó él.

– ¡Ah, esa es otra! -Lyssa apoyó los puños en las caderas mientras respiraba jadeante, con sus exuberantes y jóvenes pechos empujando hacia fuera, bajo la tela de algodón de su vestido-. He intentado encontrar las palabras apropiadas para decírtelo. Bueno, olvídalo. No sé cómo convencerte. Lo único que sé es que te quiero. De manera que no te va a quedar más remedio que vivir con eso y vivir conmigo. Allá adonde tú vayas, colega, yo voy contigo.

Deke tragó saliva sintiendo que de repente su boca se había quedado seca.

– ¿Vas a dejar la isla?

Lyssa alzó las manos con las palmas abiertas.

– ¿Ya estás empezando a tener problemas de oído? -De sus labios escapó un suspiro impaciente-. Te vas, ¿no es así?

Él se pasó una mano por le pelo.

– ¿Vas a alejarte de Zoe? ¿Y de todo esto?

– ¿No lo has pillado aún? ¿Es que no me estabas escuchando o qué? -Lyssa se inclinó para agarrar el asa de su maleta-. No estoy dispuesta a desperdiciar ni un solo minuto más de nuestras vidas. Me iré contigo, y no vas a poder…

– O sea: ¿o lo tomo o lo dejo? -preguntó Deke sintiendo que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

Lyssa se quedó mirándolo como si de repente él se hubiera vuelto loco.

– No. La única opción es tomarlo. Tomarme a mí.

Deke empezó a oír un zumbido en los oídos.

– ¿Estás diciendo que tengo que quererte?

– Ya me quieres, ¿no es así? -Pero en la belleza cristalina de los ojos de Lyssa había un destello de incertidumbre-. Estoy diciendo que tienes que aceptarme.

– Tengo cuarenta y tres años -le dijo Deke casi teniendo que gritar para oírse por encima del zumbido de sus oídos.

– Bueno, y yo soy estéril.

Él alargó una mano y le acarició el cabello.

– No me importa.

Ella restregó la cabeza en la mano de él.

– Y a mí no me importa la edad que tengas.

– Yo tengo que volver a Houston y luego… -dijo Deke encogiéndose de hombros.

– Yo siempre quise ir a Texas -dijo Lyssa-. Y luego… -Imitó su manera de encogerse de hombros-. La verdad es que siempre quise visitar «y luego».

Inmóvil, Deke meneó la cabeza.

– Una hombre de mi edad y una mujer como tú. La gente va a hablar de nosotros.

– Sí, hablarán de lo felices que somos -dijo Lyssa acercándose más a él-. Por favor, Deke, no eches por la borda nuestro futuro por algo que pasó en el pasado.

Ella tenía mucha razón. Deke tomó aliento y al momento cesó el zumbido que tenía en los oídos. Lo único que Deke oía ahora era el latido de su corazón, aunque incluso este se había suavizado hasta convertirse en una palpitación tranquila y segura. Volvió a tomar aliento.

– ¿Querrás venir conmigo?

– Siempre.

– ¿Te quedarás conmigo?

Aquel era el quid de la cuestión.

– Siempre.

Deke miró hacia la maleta que estaba en el suelo.

– ¿Hasta que la muerte nos separe? -preguntó él intentando ponerla a prueba por última vez.

Lyssa sonrió con una expresión de certeza en los ojos.

– La muerte no se atreverá a separarnos.

A pesar de su edad, de su pasado y de su dolor, Deke se dio cuenta de que no podía dejar atrás aquella sonrisa, ni a la mujer que la esbozaba. La rodeó con sus brazos y la besó con pasión estrechándola contra su pecho.

– Te quiero -le dijo Deke.

Lyssa volvió a sonreír.

– Ya lo sabía.

Deke recordó la casa en el árbol y las iniciales que estaban grabadas en el tronco, dentro de un corazón. Él también lo había sabido desde el principio.

Pero estaba demasiado asustado.

– Vamos -dijo Deke pasándole un brazo por encima de los hombros y haciéndola girar en dirección a Haven House-. Vamos a romper esa carta. Puedes explicárselo todo a tu hermana en persona. -Él ladeó un poco la cabeza para besar la suave mejilla de aquélla mujer con la que iba a casarse-. Por cierto, ¿no me habías dicho que debería ver tu habitación?

Capítulo 17

Oh, cuan bajo han caído los poderosos, pensó Yeager, cambiando de postura para no perder el equilibrio en la carroza del desfile. Sí, como invitado especial, su vehículo era el escogido para abrir el desfile -un vehículo que consistía en un tractor que tiraba de un remolque de madera con ruedas, decorado con montones de algodón que se suponía representaban nubes-, pero tenía que compartir el estrecho espacio con otras dos «estrellas».

Otras dos grandes estrellas. No eran exactamente personajes famosos, por supuesto, sino dos residentes de Abrigo que lo flanqueaban vestidos con enormes disfraces que habrían hecho que el dinosaurio Barney se sonrojara de vergüenza. Uno de los disfraces era peludo y con dos pequeñas alas. El otro tenía una textura resbaladiza y escamosa, y de él colgaban unas aletas que tenían tendencia a menearse con frenesí a causa del viento, para acabar enrolladas alrededor del cuello y la cara de Yeager como si fueran los tentáculos de un pulpo.

Sí, era verdad. Sin duda aquel hombre al que hacía bien poco habían calificado de Capitán América estaba haciendo el ridículo en aquel desfile, flanqueado por la foca Sammy y el gobio de cola de fuego Flossie.

Pero ya era tarde para echarse atrás, pensó. Estaba previsto que el desfile diera comienzo en unos minutos y el conductor del tractor les había dicho que los espectadores se habían reunido ya, y en gran número, a lo largo de las cinco manzanas que conformaban el recorrido. En la distancia, por encima del excitado rumor de la muchedumbre, Yeager pudo escuchar el grito de los quinceañeros que vendían palomitas de maíz y manzanas de caramelo. Dentro de unos segundos saldrían del aparcamiento de la escuela para recorrer las calles y pasar a los anales de la historia de la isla de Abrigo.