– ¿Para qué negarlo ya, Zoe? Se lo has confesado a Yeager.

Zoe frunció el entrecejo.

– Me hizo decir cosas que no quería decir.

– Te ha hecho decir la verdad -le replicó Lyssa-. La cruda verdad de que no eres capaz de abandonar la isla.

Zoe se sintió embargada por una mezcla de vergüenza, desdicha y humillación.

– Eso no… -Pero mirando a su hermana se dio cuenta de que no podía decirle que no era verdad. Se encogió de hombros-. La verdad es que no había pensado demasiado en eso.

Lyssa dejó escapar un largo suspiro.

– Bueno, yo sí. Y Marlene y otras personas que realmente te conocen. Pero yo era la única que podría haberte dicho algo. Estaba en mi mano ayudarte, pero te he fallado.

No. Zoe era la hermana mayor, la que se suponía que debía hacer las cosas bien.

– No, tú no me has fallado, porque yo no quiero irme de Abrigo. Eso no es un gran problema.

– Sí es un gran problema. Es un gran problema cuando estás tan asustada, o tan herida, que no eres capaz ni de dar un paso fuera de la isla.

– Dame un respiro -refunfuñó Zoe bruscamente-. ¿Acaso no te he oído decir más de una vez que no tienes ningunas ganas de ir a la Antártida? -añadió-. Y no creo que eso signifique que te pasa algo malo.

– No estoy diciendo exactamente que te pase algo malo, es solo que… -Lyssa se calló y suspiró de nuevo-. Volvamos a casa y hablemos con calma, por favor, Zoe.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Estás de broma? ¿Quieres que me pierda mi momento de triunfo cuando regresen los gobios?

Zoe sintió que se le encogía el estómago, pero intentó esconder el miedo a que quizá no se presentaran.

– Zoe…

– Todo mejorará una vez que hayan llegado los gobios.

Zoe se aseguró de que Lyssa no la seguiría incordiando tomándola de las manos y llevándola hacia donde estaban Marlene y otros amigos más, sentados en primera línea de mar. A pesar de las descorteses quejas de Lyssa, esta al final se sentó con ella y con los demás sobre una manta en la playa.

Conforme avanzaba la noche, se fueron apagando las risas, y el ir y venir de la gente decayó. Y cuando faltaban pocos minutos para la medianoche, todos estaban ya sentados en mantas por la playa mirando hacia el agua. Las olas rompían frente a ellos y Zoe las miraba con atención, segura de que sería la primera en divisar el regreso de los gobios.

La mayoría de los barcos de recreo estaban anclados muy cerca de la orilla de la bahía de Haven, pero había dos todavía mar adentro, enfocando con linternas al agua a su alrededor. Eran los biólogos marinos. Zoe miró hacia aquellos dos barcos con el ceño fruncido, sabiendo que estaban tomando muestras de agua de mar y de Dios sabe qué otras cosas. Mientras miraba el balanceo de los barcos, sintió un molesto peso en el estómago. Pensó que se trataba de un mareo por mirar detenidamente aquel movimiento, pero la sensación de náusea no desapareció cuando apartó la vista de los barcos.

Y tampoco desapareció mientras se quedaba miranr do las olas que barrían la arena de la playa con un movimiento monótono.

Ni tampoco cuando el primero de los turistas que había en la playa se cansó de esperar y echó a andar de camino al pueblo.

Zoe entrelazó las manos con fuerza intentando no mirar nada más que las olas que llegaban hasta la orilla una tras otra. Buscaba su tesoro entre la espuma de las olas, aquellos plateados cuerpos de los gobios que se movían sin cesar, mientras daban vida a una nueva generación de peces y ofrecían un nuevo año de vida a aquella isla.

A pesar de que la espuma siguió siendo espuma y pasó una hora más, Zoe no apartó la mirada del agua, ni siquiera para contestar a las despedidas en voz baja de muchas personas -¡amigos suyos!- que se levantaban, recogían sus mantas y meneando las cabezas decepcionados echaban a andar de camino al pueblo.

Ni siquiera contestó a Lyssa, sino que se quedó mirando fíjamente al mar, recordando cada uno de los veranos que había pasado allí sentada, en esa misma playa, esperando la llegada de los gobios. Y luego recordó los veranos que no había pasado allí.

Los primeros eran los veranos en que su familia solía ir a la isla de vacaciones. Típicas noches de verano en pequeños apartamentos de playa, en los que ella y su hermana Lyssa compartían el sofá del salón que utilizaban como cama.

Los segundos, los veranos pasados tras la muerte de sus padres, cuando Lyssa estaba peleando contra el cáncer y Zoe se pasaba las noches en vela, a oscuras, llorando con la cabeza hundida en la almohada para apagar el sonido de su llanto. Noches de verano en las que había soñado y rezado esperando el momento en que podrían regresar a la seguridad de Abrigo, cuando todo volviera a la normalidad.

– Zoe -dijo Lyssa tocándole un brazo-. Zoe, es hora de volver a casa.

Zoe parpadeó mirando a su alrededor. No había ni mantas, ni gente, ni nadie de pie alrededor de las pilas de leña para las hogueras. En la playa solo quedaban ellas dos. Incluso los dos barcos que había mar adentro habían regresado ya a puerto.

Todos se habían dado por vencidos.

Sintió que un escalofrío le recorría la espalda, se apretó las piernas contra el pecho y las rodeó con los brazos.

– Me quedaré a esperar -contestó Zoe con obstinación.

– Zoe. -Los ojos de Lyssa estaban llenos de lágrimas-. Por favor, volvamos a casa.

Zoe frunció el entrecejo.

– ¿Por qué estás llorando? No llores. -Zoe apartó el pelo de la frente de su hermana con una mano-. ¿No te encuentras bien?

Lyssa cerró los ojos y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.

– Voy a hacerte daño -le dijo enterrando la cara entre las manos de su hermana-. Perdóname, pero sé que voy a hacerte daño.

El ya revuelto estómago de Zoe dio un par de vueltas más.

– Por supuesto que no -dijo Zoe-. Nada de lo que tú hagas podría hacerme daño.

Lyssa tomó las manos de su hermana y miró hacia arriba.

– Me he enamorado, Zoe.

Zoe tragó saliva tratando de engullir el nudo de pánico que acababa de formarse en su garganta.

– Bueno, bueno. Eso no es una gran sorpresa. ¿De quién se trata? ¿Uno de los Dave? O… Hum… -Intentó pensar en otros posibles candidatos.

– Es Deke, Zoe. Me he enamorado de Deke y me voy a marchar con él.

– No.

– Zoe…

– No. -Zoe sonrió a Lyssa y volvió a apartarle el pelo de la frente, como solía hacer cuando su hermana no era más que una niña. Como solía hacer también cuando su hermana estaba luchando contra la leucemia y ya no tenía pelo que apartarle de la frente-. Aquí es donde te curaste -le dijo tranquilamente-. Aquí estamos a salvo.

Lyssa cerró los ojos.

– Zoe, escúchame. Estaré a salvo y segura vaya a donde decida ir. Esté donde esté. Estoy bien, he sobrevivido. El pasado ha terminado y ya es hora de que las dos empecemos a vivir.

El pánico ascendió de nuevo a la garganta de Zoe y tuvo que tragar saliva dos veces para mantenerlo a raya.

– Lyssa…

Su hermana le tomó una mano y la apretó contra su húmeda mejilla.

– Escúchame, Zoe. Soy feliz. Muy feliz. Deke hace que me sienta siempre tan feliz como tú te has sentido con Yeager. -Lyssa besó la mano de Zoe-. Sé feliz por mí -le susurró.

Los ojos de Zoe empezaron a llenarse de lágrimas, pero ella parpadeó para detenerlas a la vez que intentaba apartar de su cabeza aquellas estúpidas palabras de Lyssa. No era el momento de hablar de eso. Zoe sacudió la cabeza y volvió a quedarse mirando las olas.

– Te estás imaginando cosas que no son. O puede que solo estés cansada. Mañana por la mañana te sentirás mejor, ya lo verás -dijo Zoe-. Mañana hablaremos de esto. Ahora tenemos que esperar la llegada de los peces. No podemos perdernos el regreso de los gobios.

Lyssa dejó escapar un largo y profundo suspiro.

Zoe lanzó una mirada rápida a su hermana.

– ¿Has traído cerillas? Cuando lleguen los gobios podemos encender nosotras mismas las hogueras.

Lyssa se quedó mirándola durante un momento, abrió la boca, luego la volvió a cerrar y finalmente asintió con la cabeza.

– Tengo cerillas -le contestó.

Otra lágrima rodó por su mejilla. A continuación pasó un brazo por encima del hombro de Zoe y se sentó a su lado.

Zoe sonrió aliviada.

– Pégate a mí, peque -le dijo Zoe pasando un brazo alrededor de la cintura de su hermana.

Lyssa apoyó la cabeza en el hombro de Zoe.

– Te quiero, ¿lo sabes?

Zoe no apartó la mirada de las olas.

– Por supuesto que lo sé. Y todo va a ir bien -dijo Zoe obligándose a que aquellas palabras salieran de su boca como había hecho tantas otras veces antes-. Ya lo verás.


A la mañana siguiente de que no aparecieran los gobios, Yeager ya había hecho el equipaje y estaba preparado para marcharse de la isla. Pero no pensaba ir a ninguna parte, no hasta que hubiera hablado con Zoe una vez más.

Nunca había pedido algo dos veces a una mujer. Pero ahora que aquellos peces la habían abandonado, pensó que posiblemente estaría más dispuesta a tomarse unas vacaciones. Sí, seguramente eso de no salir nunca de la isla no era más que una de sus cabezoncrías, pero, tal y como él lo veía, ahora Zoe se lo pensaría mejor antes de contestar.

¿Acaso no había sido reticente a hacer el amor con él? Sin embargo, sus negativas tampoco habían durado demasiado.

Y, maldita sea, lo único que Yeager quería era pasar un poco más de tiempo con ella. ¿Por qué tener que pasar el mono de una adicción inofensiva con la que los dos seguían disfrutando?, se preguntó a sí mismo mientras recorría el camino que separaba su apartamento de la casa de Zoe. La brisa movía un aire caliente condimentado con montones de perfumes de hierbas y mar. Se dio cuenta con sorpresa de que también iba a echar de menos aquel lugar. Aquella isla le había ofrecido un buen refugio, que no tenía nada que ver con la docena de lugares por los que había pasado en sus treinta y tres años de vida.

Como esperaba, Yeager encontró a Zoe en la cocina de Haven House. El sol de la mañana llenaba la gran sala y él miró por un momento a su alrededor, viéndola realmente por primera vez: brillantes azulejos, pulido suelo de madera, plantas que crecían de manera exuberante sobre la repisa de la ventana. Pensó que era un lugar casero y cómodo, único y tan hermoso como la misma Zoe.

Pero aquel día faltaban en la habitación los embriagadores olores de la comida y los dulces que solía preparar ella. Y en lugar de sus vivos movimientos yendo de un lado a otro por la cocina, Zoe estaba tranquilamente sentada a la mesa, encorvada sobre una taza de té y con algún tipo de labor de costura extendida frente a ella.

Aguzó la vista a través de los cristales oscuros de las gafas de sol, que todavía llevaba puestas para proteger sus ojos sensibles de la luz.

– Tienes un aspecto horrible -le dijo él.

Zoe dio un sorbo a su taza.

– Muy divertido -contestó ella con una voz carente de expresión-. Precisamente hoy que me siento fuerte como un toro.

Él frunció el entrecejo y apartó una silla de la mesa para sentarse a su lado. Ella cambió de postura y un rayo de sol que entraba por la ventana se reflejó en su pelo formando un halo alrededor de su cabello.

A Yeager se le hizo un nudo en la garganta y se quedó mirándola en silencio durante varios minutos. Pensó que otra razón por la que debería marcharse con él era que eso la ayudaría a renovar su fuerte carácter. Aunque ya conocía de antes su olor, su forma y su voz, no se había dado cuenta de lo bien que encajaban todos aquellos rasgos con su figura. Su desarreglado y corto pelo rubio, su grueso labio inferior e incluso sus nuevas ojeras le fascinaban.

Era imposible que llegara a cansarse alguna vez de mirar aquella cara.

Aunque quizá eso pudiera llegar a suceder. Pero le parecía malsano terminar con una relación que de hecho todavía no había empezado a arder.

Yeager se aclaró la garganta.

– He oído decir que no aparecieron los peces -dijo él con voz ronca.

– Sí -dijo ella sin que hubiera ninguna emoción en sus ojos ojerosos.

Él intentó retomar de nuevo la conversación.

– ¿Estás bien?

Ella se encogió de hombros.

– Solo un poco cansada. Lyssa y yo esperamos despiertas toda la noche.

A pesar de que se alegraba de haberla encontrado ya despierta, sabía que debía de estar exhausta.

– ¿No has dormido nada?

– Me iré a la cama en cuanto se levante Lyssa.

Al pronunciar el nombre de su hermana, su cuerpo se contrajo. Yeager frunció el entrecejo.

– ¿Habéis tenido algún problema entre vosotras?

– No lo sé -susurró Zoe, y por un momento él pensó que iba a desmoronarse. Pero entonces ella tomó aire lentamente y secalmó-. Tengo que hablar con ella en cuanto se despierte.