Zoe colocó las manos alrededor de la taza de té y se quedó mirando el líquido del interior.

Yeager dejó escapar un largo suspiro, tratando de calmarse, sin saber cómo continuar, sin saber qué hacer con ella y con su extraño estado de ánimo. Alargó una mano y tomó un mechón de su cabello. Entonces se dio cuenta de que, al contrario de las demás mujeres que había conocido, ella no llevaba pendientes en las orejas.

– Me marcho en el próximo barco -le dijo en voz baja-. Vente conmigo, Zoe.

Al igual que aquellos lóbulos de las orejas no agujereados, le quedaban todavía incontables cosas que descubrir de ella.

Zoe se quedó quieta, y luego agachó la cabeza sobre su taza de té haciendo que el mechón de cabello se escapara de entre los dedos de Yeager.

– No quiero -le dijo.

Yeager levantó las cejas.

– ¿No quieres ir? -le preguntó él perplejo-. Pero yo tengo cosas que hacer allí. -Le acarició la mejilla rozando con los nudillos su piel suave como la de un niño-. Vente conmigo.

Y aquella era la tercera vez que se lo pedía, pero ¿qué sentido tenía ponerse a contarlas?

Ella negó con la cabeza como dando a entender que no la había entendido.

– Hubiera preferido que no me lo preguntaras. Yo no puedo irme de la isla, Yeager.

¿Estaba esperando que se lo suplicara? Yeager frunció el ceño sintiéndose repentinamente herido en su orgullo.

– No seas tan reservada -le dijo bruscamente-. Por el amor de Dios, ahora que el festival ha terminado y los peces no han aparecido, necesitas tomarte un respiro. Y te estoy pidiendo que te vengas conmigo.

– ¿Reservada? -Ella levantó la cabeza y quedó mirándolo con un extraño brillo en el fondo de los ojos-. ¿Estás insinuando que estoy siendo reservada contigo?

Él sintió una nueva sacudida de irritación.

– ¿Y cómo lo llamarías tú?

Ella volvió a bajar la mirada hacia su taza de té.

– ¿Qué te parecería sincera? -dijo Zoe-. He sido más sincera contigo de lo que lo he sido con nadie en toda mi vida.

Él se quedó inmóvil. Incluso su corazón se detuvo durante unas décimas de segundo.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que de verdad no quieres salir de la isla?

– No puedo -le corrigió ella. Luego hizo una larga y tensa pausa-. No espero que lo entiendas, tú que has explorado incluso el universo, pero yo no he salido de esta isla desde que llegué hace tres años.

– ¿Qué? -Yeager no pudo evitar recordar que Marlene le había dicho que había muchas cosas de ella que no sabía.

– No es algo que le haya contado a nadie, ni siquiera a mí misma; ni siquiera lo he pensado mucho, pero estoy… bien aquí.

– Eso es ridículo. Seguro que habrás salido de la isla alguna vez. Habrás tenido que… que…

– No he hecho nada más que mantener a Lyssa con salud y mantener nuestras vidas alejadas de cualquier posible tragedia.

Él sacudió la cabeza sin creerla y luego se hizo un largo silencio entre los dos.

– No lo entiendo -dijo Yeager al final.

– ¿Es tan difícil de comprender? -preguntó Zoe-. Nuestros padres murieron en el continente. Y allí fue donde Lyssa tuvo que pelear contra el cáncer. Pero aquí… aquí estamos a salvo.

– Zoe… -¿Qué podía replicar ante una lógica tan disparatada? ¡Aquello era una locura!-. Las cosas malas, la enfermedad, la muerte, eso es algo que está en todas partes.

Ella negó con la cabeza obstinadamente.

– La isla nos cuida. Y yo pertenezco a esta isla.

La irritación de Yeager empezó a transformarse en impaciencia. Nunca le había gustado la idea de perder algo, ya fuera una discusión o una mujer.

– De manera que el pasado es lo que te ha hecho tener miedo. ¿Y eso significa que te vas a encerrar en esta casa como si fueras una abuelita durante el resto de tu vida?

Incapaz de seguir allí sentado ni un segundo más, Yeager se puso de pie bruscamente haciendo que las patas de su silla se arrastraran sobre el suelo al levantarse.

– ¿Simplemente te vas a dar por vencida y vas a dejar que te dominen tus miedos? -insistió él.

Ella ni siquiera se molestó en contestar, y eso le puso aún más furioso.

– ¿Eso es lo que vas a hacer, Zoe? ¿Por culpa de tu pasado, por culpa de tus miedos, vas a darle la espalda a lo que hay entre nosotros?

Ella alzó la cabeza para mirarle.

– ¿Qué nosotros? ¿Te refieres a las dos semanas más que tan amablemente me estás ofreciendo? -Zoe entornó los ojos-. Un par de semanitas de juerga, ¿no es así?

Aquello le dolió. Pero no pensaba dejar que ella se saliera con la suya. No estaba dispuesto a aceptar que ella fuera capaz de dejarlo marchar así sin más de su vida.

– Maldita sea, Zoe, ¡eres muy cobarde! ¿No te das cuenta de que te niegas a vivir por miedo de lo que pudiera pasar?

Ella abrió los ojos de par en par y se puso también de pie.

– ¿Y eso me lo dices tú?

El retrocedió ante aquella muestra de desdén.

– ¿Y por qué no puedo decírtelo yo? Yo no dejo que los contratiempos me detengan. -Sintió que le crecía dentro una rabia caliente e impetuosa-. ¿Por qué piensas que voy a ir a Cabo Cañaveral? Porque no acepto el no de la NASA. A la mierda el accidente. A la mierda los médicos. Yo voy a pilotar la nave Millennium. No esta vez, pero sí muy pronto. Y por eso tengo que estar allí.

Zoe se quedó mirándolo como si él acabara de ponerse una escafandra de astronauta. Yendo aún más lejos, se acercó a Yeager y golpeó con los nudillos en un lado de su casco imaginario.

– Hola, ¿hay un poco de cerebro ahí dentro o está todo lleno de egocentrismo?

Él se quitó las gafas oscuras.

– ¿Qué demonios quieres insinuar? Por este cuerpo que ves aquí no corre sangre sino lava, caliente y burbujeante lava.

Los azules ojos de ella brillaron.

– Insinúo que también tú te has estado escondiendo en esta isla durante todo este tiempo. En lugar de reconocer y aceptar que tus días de astronauta ya han quedado en el pasado, te has estado escondiendo aquí, en Abrigo, posiblemente utilizando el hecho de hacer el amor conmigo como otra manera de ocultarte la verdad.

Yeager cruzó los brazos sobre su pecho tan furioso que apenas podía respirar. Tardó un buen rato en ser capaz de articular palabra.

– Creo recordar que te había dicho que no te metieras en mi cabeza -le replicó al final de manera brusca.

De inmediato, pareció como si todo el cuerpo de Zoe empezara a desmoronarse.

– Lo hiciste -dijo ella con voz cansina mientras se dejaba caer de nuevo sobre la silla-. Y debería haberte hecho caso.

Luego se quedó de nuevo mirando el interior de su taza de té.

A Yeager ya no le quedaba nada más que hacer que salir de aquella cocina, volver a su apartamento y sacar de allí sus cosas. Y luego salir de la vida de Zoe, y marcharse lejos de ella y de aquella isla.


El barco avanzaba resoplando hacia el continente, y Yeager se hundió en su asiento y cerró los ojos. Quizá si se quedaba dormido podría olvidar la miríada de emociones que había visto en el rostro de Zoe mientras discutían.

Su última conversación.

Pero ella volvía a aparecer en la pantalla de sus párpados fuertemente cerrados con una nitidez inolvidablemente viva. Aquella mujer que había empezado siendo su cura había acabado convirtiéndose en mucho más que eso.

Veía su rostro, cansado y abatido, lamentando la pérdida de aquellos peces. Posiblemente no había sido lo suficientemente comprensivo con ella en ese aspecto. Acaso debería haber pasado más tiempo con ella intentando darle ánimos. Pero en lugar de eso, se había empeñado en llevársela de vacaciones lejos de la isla.

Cuando él hizo un comentario desafortunado acerca de «nosotros», su rostro adoptó una expresión de incredulidad -especialmente sus azules ojos muy abiertos-. La airada respuesta de Zoe volvía a ponerle de mal humor solo con recordarla. Estiró las piernas y trató de acomodarse en su asiento. ¿Qué esperaba que hiciera él? Solo se trataba de dos semanas. Él no podía ofrecerle toda la vida.

Maldita sea, ahora ya ni siquiera quería esas dos semanas. No con alguien que lo acusaba de estar anclado en el pasado y huyendo de sus problemas. No con alguien que lo acusaba de haberla utilizado como una distracción.

Ella había sido su alegría.

Había sido su risa, su amiga, su compañera en la batalla de barro, la mujer que le había hecho recordar lo mucho que le gustaba volar.

¿Y él? ¿Qué había sido él para ella?

Se la imaginó en la cocina, con el pelo revuelto y las oscuras ojeras bajo los ojos. Sintió un dolor interno, una amarga punzada de pena. ¡Por Dios, debería haber besado su increíble boca una vez más! Debería haberle pedido que le sonriera por última vez. ¡Oh, sí, ella había sido su alegría!

Y entonces aquella pregunta levantó una vez más su fea cabeza. ¿Qué había sido él para ella?

En el peor momento de su vida -sin los gobios y con algún problema obvio entre ella y su hermana-, él no había sido nada para ella. Nada.

Y ahora la había abandonado.

Se hundió aún más en su asiento y recostó la cabeza en el respaldo de plástico. ¿Qué sentido tenía seguir dando vueltas a eso? El hecho era que él estaba regresando para enfrentarse a sus propios demonios y no podía hacer nada por una mujer que seguía dejándose conducir por los suyos.

Obligándose a respirar lenta y constantemente, intentó quedarse dormido.

Y de pronto sintió que alguien lo estaba mirando.

Gruñó. El barco estaba bastante lleno cuando él subió a bordo, pero se las había apañado para encontrar un lugar tranquilo en la popa. Con las gafas oscuras puestas y la gorra de béisbol calada hasta los ojos, había pensado que podría pasar inadvertido.

Pero al igual que había sucedido seis semanas antes durante su travesía hacia la isla, alguien le estaba echando el aliento encima.

– Oiga, señor.

Yeager decidió que ignorar la voz de aquel niño entraba en la categoría de estar huyendo de los problemas. No queriendo dar otro argumento más a Zoe, aunque fuera uno que ella no llegaría a conocer jamás, Yeager abrió los ojos y se echó para atrás la visera de la gorra.

– ¿Sí?-preguntó Yeager.

Su nueva admiradora debía de pesar unos cuarenta kilos, no mediría más de un metro de altura y tenía un pelo rubio y corto como el de Zoe. De pie a su lado estaba su hermano mayor, de unos nueve años, que parecía totalmente avergonzado. La pequeña Zoe en miniatura le dio un codazo a su hermano en las costillas.

Este se quejó y farfulló algo en dirección a su hermana.

– Hemos estado en Disneyland -le soltó a Yeager de golpe-. Ella tiene a Aurora, a Minnie y a Cenicienta.

La niña asintió con la cabeza enfáticamente y Yeager se dio cuenta de que llevaba en sus manos un libro de autógrafos de plástico rosa.

– ¿Sí? -preguntó de nuevo Yeager.

El autógrafo de un astronauta le parecía un poco raro para una niña coleccionista de estrellas, pero alargó la mano para coger el libro de autógrafos.

La niña apretó el libro contra su barriga y lanzó una mirada a su hermano.

Éste puso los ojos en blanco.

– Quiere un autógrafo del pez Flossie, ¿sabe? Le ha reconocido del desfile de ayer y ha pensado que quizá pudiera conseguirle usted un autógrafo.

Yeager se quedó mirando a los dos sorprendido. ¿Tan bajo había caído? ¿Ahora era reconocido como el compañero de un enorme e hinchado pez falso? Aquello era deprimente. Era horrible. Era ridículo.

Pero enseguida Yeager sintió que su boca se torcía en una mueca burlona. Rió entre dientes, notando que en su interior se desvanecía cierta tensión. Aquello era ridículo. Rió de nuevo meneando la cabeza.

¿Se reiría Zoe por algo así?

Sin dejar de reír, Yeager recibió un trozo de papel con la dirección de la pequeña y prometió que conseguiría el autógrafo de Flossie y se lo mandaría. Si las cosas se ponían mal, siempre podría comprar un bolígrafo de esos de tinta brillante y falsificar él mismo la firma, pero antes pensaba en ponerse en contacto con Zoe y ver qué se podía hacer al respecto.

Seguramente ella iba a divertirse con aquella anécdota.

Yeager se echó a reír una vez más mientras volvía a recostarse en su asiento. Vaya una manera de descubrir que ya no era astronauta.

Zoe también tenía razón en eso. Nunca volvería a serlo. A pesar de sus estúpidas fanfarronadas, en el fondo sabía que aquello se había acabado para él. Necesitaba una nueva vida, una nueva identidad.

Se sonrió de nuevo pensando en aquella isla de locos y en la gente que vivía allí. Habían creado una comunidad muy especial. Un grupo de gente que se preocupaba por los demás y que se protegían los unos a los otros.

Meneó la cabeza. De manera que, cuando tuviera que buscarse una nueva identidad, puede que allí donde era conocido como el amigo de Flossie no fuese, después de todo, un lugar tan deprimente para empezar una nueva vida.