Zoe se detuvo un instante. ¿Dos apartamentos para una pareja? Cuando le hicieron las reservas no se le ocurrió pensar en ello.

El bed-and-breakfast estaba formado por un edificio Victoriano de dos plantas -pintado totalmente de blanco y repleto de macetas de flores- y seis apartamentos de estilo similar, que se extendían por el camino de tierra que había detrás de la casa. Los dos apartamentos, Albahaca y Ambrosía, tenían un espacioso dormitorio con baño, una pequeña cocina y un patio vallado con vistas al mar.

Precisamente aquella misma mañana ella había inspeccionado los apartamentos que iba a asignar a aquellos dos hombres. Había colocado una mullida almohada aquí y una cesta de bienvenida llena de naranjas y galletas dulces recién hechas allí, mientras imaginaba cómo serían aquellos dos hombres libres y de qué manera los podría unir a dos de las mujeres solteras de la isla.

Las vacaciones eran una época de diversiones. La gente se relajaba y estaba abierta a nuevas experiencias; normalmente tenía más ganas de hacer cosas que se salieran de su vida habitual: no hacía falta más que una palabra y un codazo para encaminarlos hacia el romance.

A veces algunas personas llegaban a conectar con otros huéspedes y, ocasionalmente, con alguno de los habitantes de Abrigo. En cualquier caso, después de sus seis arreglos matrimoniales, Zoe se había ganado una buena reputación… que más tarde, al anunciarse los seis divorcios, había quedado bochornosamente en entredicho.

Por esa razón, y por poco razonable que pareciera, era difícil que una casamentera como ella se sintiera consternada por la indisponibilidad del señor Y. Gates y de su amigo.

Bien, Haven House se enorgullecía de su cordialidad y su buen servicio. Lo menos que podía hacer ella era entregar aquel paquete inmediatamente. E incluso podría mencionarles que no era necesario que pagaran por una segunda cama de matrimonio si les bastaba con una sola.

Capítulo 2

Una brisa cálida con olor a hierba sopló frente al rostro de Yeager. A treinta pasos de la puerta de entrada del apartamento, a las doce en punto, había una puerta corredera de vidrio que daba a un patio con una barandilla de madera. Yeager se había dado un golpe en el dedo del pie con el cristal de una mesa y luego se había clavado una astilla de la barandilla en el pulgar, antes de conseguir encontrar la tumbona en la que ahora estaba sentado.

Se estaba chupando la sangre de la herida del dedo. Le estaba bien merecido por haber despachado a Deke tan deprisa en lugar de aceptar la ayuda de su amigo para explorar el perímetro de su nueva jaula. Pero no pudiendo ver nada y no teniendo nada que hacer por sí mismo, aquel apartamento no era en esencia demasiado diferente de la habitación de hospital, de tres por tres metros, o de su algo más amplio lugar de confinamiento en su bloque de apartamentos de Houston.

Él era un hombre habituado a la actividad constante, y ahora casi no podía ver el perchero o la silla en la que iba a sentarse. Por el amor de Dios, incluso estar sentado siempre había significado para él hacer algo. Metido en el asiento de la cabina de pilotaje de un avión, siempre se había sentido seguro y al mando. Pero vestido de civil y ciego como un murciélago, de lo único que podía estar seguro ahora era de lo incierta que era su visión… y su futuro.

Apretando los dientes, intentó apartar de su mente aquella odiosa sensación, y alzó el rostro hacia el cielo dejando que el calor del sol acariciara su cara. Se suponía que debía mantener la piel protegida del sol hasta que sus heridas hubieran sanado, pero aquella cicatriz no le preocupaba lo más mínimo. Tenía problemas más graves que plantearse -demonios, si hasta se podía poner delante de un espejo sin ser capaz de verse aquella herida- y aquel calor le hacía sentirse mejor.

En un día como aquel, hubiese tomado los mandos de su avión para llevar a cabo un vuelo en solitario: alzándose lentamente por el aire, un aire inmóvil y caliente, con el cielo rodeándolo como un enorme manto azul. Se hubiera movido por aquel cielo como si fuera ese el lugar al que pertenecía. Y se habría sentido como si hubiera vuelto de nuevo a casa.

Los médicos del hospital le habían asegurado que podría volver a volar. Cuando recuperara la visión podría volver a pasar las pruebas de agudeza visual de las Fuerzas Aéreas lo mismo que lo había hecho antes, sin problemas. Pero también le habían advertido que lo delicado de su salud y la posibilidad de una recaída aconsejaban que se retirara de cualquier programa de vuelo militar, incluidos los programas de la NASA.

Especialmente los de la NASA.

Por enésima vez, Yeager se puso a dar vueltas a aquella cuestión. Pero no era capaz de hacerse a la idea. Se sentía demasiado paralizado.

Puede que esa sensación de parálisis explicara que se hubiese convertido en el boy scout al que había aludido Deke en el barco. No es que creyera que había algo físicamente afectado en cierta parte de su cuerpo -ni era un asunto que estuviera dispuesto a aceptar en voz alta-, pero el accidente le había dejado secuelas físicas que iban más allá del problema de la vista.

Desde el día que se había despertado entre las ásperas sábanas del hospital, además de darse cuenta de que no podía ver había descubierto otra inquietante realidad.

El deseo sexual había desaparecido en él lo mismo que su capacidad de distinguir la luz de la oscuridad. De manera que, además de recuperar la vista, tenía que esperar a que sus hormonas le indicaran que habían vuelto a ponerse a trabajar como antes.

No es que no hubiera intentado que aquel proceso se acelerara. Muy pocas mujeres habían ido a visitarle al hospital y a su apartamento en Houston, porque solo había recibido a las pocas en las que podía confiar que mantendrían la boca cerrada sobre su nueva situación. Sabía que todas ellas eran hermosas y lo suficientemente hábiles para hacer que un hombre volviera a la vida.

Pero él estaba más muerto que la propia muerte.

Necesitaba alguna distracción. Necesitaba una cita. Necesitaba echar un polvo.

Como si alguien le hubiera leído el pensamiento, en aquel momento llamaron a la puerta del apartamento.

– ¿Señor Gates?

Al oír aquella voz desconocida, a Yeager se le encogió el estómago. Maldita sea. ¿Ya le habría encontrado la prensa? Esa era otra de las cosas que había tratado de evitar al recluirse en aquella isla. Desde la noche que había ingresado en el hospital, los periodistas no habían dejado de perseguirle. Apostados en la sala de espera, con los teléfonos móviles o con un equipo de cámaras al lado preparados para contar su historia, los periodistas habían estado entrevistando a cada una de las personas que le iban a visitar, a las cuales habían hecho pasar antes por sus listas de preguntas.

Ahora no tenía ganas de enfrentarse con los medios de comunicación. No tenía ganas de contestar a las preguntas sobre cómo se sentía teniendo que palpar a su alrededor en la oscuridad o al haber perdido el más codiciado puesto en la historia reciente de la NASA.

Volvieron a llamar a la puerta, pero Yeager no se movió de donde estaba. Puede que si no contestara aquel entrometido se marcharía.

– ¿Señor Gates?

Dudó un momento. Durante su larga y desagradable experiencia reciente todos los que se habían acercado a él buscando una noticia se habían sentido con el derecho de llamarle Yeager.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó él con cautela.

– Zoe Cash. -Incluso a través de la puerta cerrada, su voz tenía un sutil tono ronco que él no habría podido apreciar cuando aún podía ver-. Soy la casera de Haven House.

La otra. La muchacha que les había dado las llaves había dicho llamarse Lyssa Cash. Hermanas. Y por sus voces, debían de andar por la veintena.

– ¡Pase usted! -gritó él recordando su pie dolorido.

Necesitaba un poco más de práctica en aquel apartamento antes de poder andar de aquí para allá con confianza.

Un chasquido y una leve corriente de aire le hicieron entender que habían abierto la puerta.

– Acaba de llegar un paquete para usted -dijo ella-. ¿Dónde quiere que se lo deje?

Otra ráfaga de aire pasó a su lado, cargado con una energía femenina y un característico y dulce aroma. Pudo distinguir el olor a champú y maquillaje. Era un aire femenino.

Yeager volvió la cabeza hacia allí, hacia ella, hacia aquella fragancia incitante.

Por primera vez en muchos meses sintió que se disipaba su mal humor.

– ¿Perdón? -dijo él con la intención de que ella se acercara un poco más.

– Un paquete -repitió ella-. El cartero lo ha dejado aquí está mañana.

– ¿Correo? ¿De quién?

La voz de Zoe se acercó y con ella se acercó su olor.

– No consta remitente, pero lleva matasellos de Houston. ¿Conoce usted a alguien allí?

Por supuesto, pensó él notando que su mal humor regresaba. Y deseó que los muchachos del centro espacial le hubieran enviado un barril de cerveza, porque emborracharse iba a ser la manera más fácil de pasar las próximas semanas. Y acaso el resto de su vida.

Ella se acercó todavía un poco más. Su delicada fragancia se aproximó más a él y Yeager se sorprendió de la aguda conciencia que tenía de la misma.

– ¿Puede traerme aquí el paquete? -le preguntó.

Notó el movimiento de ella. La fragancia de hierbas volvió a cruzar por delante de su cara alejando momentáneamente el olor de aquella mujer. Pero luego ella se colocó a su lado, tan cerca que sintió el calor que desprendía su cuerpo. Un aire caliente que parecía rodearlo como una burbuja, embriagándolo con su aroma y haciendo que se sintiera envuelto por aquella feminidad.

Y de repente, sin esperarlo -pero como cualquier hombre de verdad-, tuvo una erección.

Se quedó rígido y sorprendido. Temiendo dar al traste con lo que fuera que había conseguido devolverle aquel pedazo de normalidad, empezó a respirar lenta y rítmicamente.

La presión que sentía en la entrepierna hacía que le dolieran los músculos de su muslo herido. Pero Yeagei lo agradeció y siguió respirando a través de aquel dolor intermitente. Inspirar, exhalar. El suave perfume de ella inundó sus pulmones y su erección se hizo aún más patente.

A duras penas pudo resistir la tentación de alzar los puños al cielo y gritar de alegría. En lugar de eso, ladeó la cabeza lentamente y le sonrió.

Viéndose reducido a solo cuatro sentidos, se dio cuenta de que el del oído se le había agudizado. Pudo oír con claridad el pequeño jadeo que ella emitió.

Yeager siguió impasible. Quería hacer que persistiera aquella sensación -quería que ella se quedara allí-, pero no estaba seguro de cuál era la mejor manera de conseguirlo. Tenía que comportarse amigablemente, incluso ser encantador, pero sus habilidades con las mujeres estaban tan oxidadas y su excitación había sido tan imprevista y evidente que no estaba seguro de si la asustaría en cuanto intentara ponerla a prueba.

Temiendo intimidarla, intentó hablar suavemente.

– Hola, ¿qué tal?

Maldición. Ella retrocedió; a pesar de su amabilidad, su perfume se fue desvaneciendo conforme se alejaba.

– Encantada de conocerle, señor Gates -dijo ella con voz suave pero con cierta brusquedad.

– Yeager. Puedes llamarme Yeager -dijo él sonriendo todavía.

Siempre estaré en deuda contigo, cariño. ¡Al menos no lo he perdido todo!, pensó él.

– Te dejaré el paquete aquí mismo.

Algo pesado golpeó contra la mesa que había a su lado. Oyó el sonido de los zapatos de ella rozando sobre el cemento del patio mientras se alejaba unos pasos.

¡No, no, por favor!, pensó él. Yeager se enderezó un poco en su asiento, imaginando que posiblemente ella no se había dado cuenta de que estaba ciego. Creyó que a lo mejor lo había tomado por una especie de zoquete, un hombre que no es capaz de levantarse y ayudar a una mujer que lleva un pesado paquete entre las manos. Qué detalle tan simpático.

– Bueno, entonces me marcho -dijo ella.

– ¡Espera! -No podía dejar que aquella perfumada presencia se alejara de allí tan pronto. Ni aquel bendito dolor de la excitación… especialmente la excitación-. ¿Podrías abrirme el paquete, por favor? -dijo él mostrándole su pulgar herido. Vaya, también le podía haber dicho cuál era su verdadero problema, pero odiaba provocar pena y curiosidad en los demás.

– Oh.

Alzando el rostro en dirección a ella, Yeager intentó sonreír de nuevo.

– Oh, por supuesto -contestó ella volviendo a colocarse a su lado-. Además quería comentarte algo.

Él oyó el sonido del paquete al abrirse e imaginó los delgados dedos de aquella mujer tirando, apretando y deslizándose. Apoyó la cabeza en el respaldo de la tumbona. Por primera vez desde el accidente, la agridulce expectativa del sexo se apoderó de él.