– ¿Dónde está tu, bueno, tu amigo? -preguntó ella.

– ¿Eh? -Yeager salió de su dulce ensoñación.

– Tu amigo. -En la voz de Zoe había un tono extraño-. El hombre que venía contigo.

Yeager sintió una punzada de irritación que se le clavaba como si fuera una nueva astilla.

– ¿Deke? ¿Te refieres a Deke?

Yeager advirtió un movimiento, pero ella no emitió respuesta alguna. Bravo, pensó él. No tenía ni idea de si había asentido o negado con la cabeza.

– Deke tenía una cita con un abogado -dijo él-. Hemos venido aquí porque acaba de heredar cierta propiedad.

Aquello pareció calmarla, pero en su voz todavía había un tono de sorpresa.

– ¿Una propiedad? Suponía que habíais venido aquí en viaje de… placer.

¿Dos hombres en un viaje de placer? Yeager frunció el entrecejo. Una extraña suposición.

– No. Un tío le ha dejado en herencia una antigua propiedad en la isla.

– Bien -dijo Zoe. Él oyó el sonido de la tapa de una caja que se abría y luego un ruido parecido al papel al arrugarse, seguramente el envoltorio de bolas de corcho blanco-. Estaba bastante bien envuelto, pero al fin aquí tenemos algo.

Yeager sonrió y dejó que su mente se centrara de nuevo en el movimiento de las manos de ella. El incitante sonido del roce de unas uñas femeninas y los suaves golpecitos de unas yemas de mujer. Solo imaginarlo le hacía sentirse mucho mejor.

– Yeager, quería decirte algo de tu Deke.

¿Mi Deke?, pensó él distraídamente, y luego volvió a centrar su atención en la pregunta mientras se aclaraba la garganta.

– ¿Deke? ¿Qué es lo que quieres decirme de él?

– Que aquí no hay ningún problema. Que en el pueblo de Haven…, que todos los que viven en la isla de Abrigo… Bueno, este es un lugar pequeño, pero nos gusta vivir y dejar vivir.

¿Vivir y dejar vivir? Mientras intentaba entender qué era lo que quería insinuarle aquella mujer, el ligero peso de un envoltorio de plástico cayó sobre su muslo y luego resbaló hasta su pie de camino al suelo.

– ¿Qué hay en el paquete? -preguntó Yeager.

– Una espacie de chisme de plástico -dijo ella con un tono de voz perplejo-. Está realmente muy envuelto.

– Qué raro. -Él frunció el entrecejo-. ¿Y a qué te refieres con eso de vivir y dejar vivir?

– Quiero decir que… -Zoe se calló y empezó a mascullar algo entre dientes-. Creo que es algo que se hincha. Veo aquí algo que parece una válvula.

Yeager no podía dejar de imaginarse sus manos mientras hurgaban en busca de la válvula. Una ráfaga de vértigo le recorrió la mente, y no pudo evitar pensar en aquellas manos manipulando su «válvula». Volvió a sonreír.

De repente ella se puso a hablar otra vez de manera apresurada.

– Quiero decir que tú y tu… eh… tu amigo, Deke, no tenéis por qué disimular aquí.

Yeager parpadeó desde detrás de sus gafas de sol. ¿Mi amigo? Volvió a parpadear.

¿Mi amigo?, pensó él.

Para acabar de sorprenderle, llegó hasta sus oídos un sonido como de aire saliendo a presión.

Un chillido atravesó el aire.

Una mujer cayó sobre su regazo.

Él aceptó la inesperada caída de Zoe con poco más que una exclamación de sorpresa.

Durante unos instantes, la mujer que tenía en brazos no se movió, dando a Yeager la oportunidad de examinar más detenidamente lo que estaba ocurriendo. Y ahora que por fin había entendido de qué iba toda aquella conversación -y había comprendido el significado de «su amigo Deke»-, no estaba seguro de quién de los dos iba a ponerse a gritar antes, si él o ella.


Zoe imaginó que los ojos de él estaban tan abiertos como la boca de ella. Se había quedado pasmada con ese gesto, intentando llenar sus pulmones de aire cuando el paquete de Yeager Gates se había hinchado de golpe y la había hecho caer sobre el regazo de él.

Ella se había quedado agarrada al contenido de aquel paquete, y de repente se dio cuenta de que se trataba de una muñeca de látex, desnuda y de tamaño natural.

¿Qué?, pensó ella.

Sorprendida de nuevo, Zoe dio un salto apartándose del calor y de la dureza que notaba en el regazo de su huésped. Con la muñeca todavía entre los brazos, emitió un chillido de disgusto y luego lanzó aquel objeto a un lado.

– Oh, Dios. -Sin ser capaz todavía de entender lo que estaba pasando, Zoe echó a correr hacia la puerta-. Discúlpame.

– ¡Espera! -dijo Yeager alzando la voz-. ¡No te vayas! ¿Qué es lo que ha pasado?

Una sonrisa seductora, el aterrizaje en su regazo y un juguetito de plástico, eso para empezar. Pero ella no podía enfrentarse con todo eso ahora. No con un hombre al que había visto brillando como un dios aquella misma mañana y que hacía un instante estaba ardiendo entre los muslos. Nerviosa, agarró con una de las manos el pomo de cobre de la puerta y la abrió.

– Que tengas un buen día -le soltó. Salió a toda prisa del apartamento y corrió hasta llegar al camino que conducía a la puerta trasera de Haven House.

A salvo en la cocina de su casa, cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella respirando convulsivamente. Lyssa se quedó parada, sujetando una tetera en alto, a punto de llenarse una taza de té.

– ¿Qué te ha pasado?-preguntó Lyssa.

Zoe intentó explicárselo.

– Le he llevado un paquete al señor Yeager Gates y él me ha invitado a pasar.

Y a partir de ahí todo se había precipitado. Con su aspecto de actor de cine con las gafas de sol puestas, él le había ofrecido una abierta sonrisa y ella se había derretido como Doris Day bajo el calor de la sonrisa de Rock Hudson.

– ¿Y bien? -la animó Lyssa.

– Entonces me pidió que le desenvolviera el paquete.

Su mente volvió a repasar aquella escena. La mandíbula de Yeager abriéndose sorprendida un instante después de que el paquete explotara y ella acabara aterrizando en su brazos.

Aquellos brazos fuertes. Aquel pecho ancho. Aquel calor que emanaba de entre sus muslos.

Muy divertido. Aunque la comparación con Rock Hudson no le parecía demasiado acertada.

Entonces sonó el teléfono y Zoe salió corriendo a descolgarlo.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó.

– ¿Qué demonios era eso?

Yeager. Zoe tragó saliva y notó que las mejillas empezaban a arderle. ¿Cómo había podido acabar en los brazos de aquel tipo?

– ¿Qué era qué?

– Mi paquete. Esa «cosa».

– ¿Qué quieres decir?

– Mira, Zoe, no puedo encontrar esa cosa, pero sé que hace ruido.

– Sopla -dijo ella con el elevado y regocijado tono de voz que la mayoría de las mujeres utilizan para eludir cuestiones escabrosas; aunque Zoe no creía que fuera eso lo que se suponía que debería hacer la muñeca de látex para satisfacerle.

– Ahora ya no está soplando. Pero ¿qué demonios era?

Zoe frunció el entrecejo. Todo aquello no tenía ningún sentido.

– Espera un momento.

Con la mano que tenía libre abrió la puerta trasera de la cocina y arrastró hacia fuera el cable del teléfono. Salió hasta el camino y echó a andar entre los matorrales de lantanas anaranjadas y doradas, que le rozaban las pantorrillas. Desde un punto elevado del jardín podía ver la parte trasera del patio del apartamento de Yeager. Incluso podía verlo a él, con las gafas aún puestas y la luz del sol brillando de nuevo sobre su cabello castaño dorado, y con el largo cable de su teléfono cruzando el patio.

– ¡Eh, Yeager!

– ¿Sí? -Su voz sonaba impaciente y en absoluto ofendida.

– Ella se ha caído al otro lado de la barandilla. Si estiras la mano derecha y la sacas por la barandilla, podrás tocarle el pie.

– ¿Ella? ¿Qué? ¿Su pie?

Pero mientras formulaba aquellas preguntas, su mano descubrió el apéndice de plástico y tiró del juguete hinchable por encima de la barandilla. Fue a caer encima de la mesa del patio, con la cabeza golpeando contra el borde.

Yeager llevaba gafas oscuras. Había agarrado el pie de la muñeca a ciegas con la mano.

De repente Zoe se dio cuenta de que todas las piezas encajaban.

Y de pronto se sintió tan mareada como parecía estarlo la muñeca de goma.

– Ahí la tienes -dijo Zoe sintiendo la mortificación que le crecía por dentro.

¡Aquel hombre no podía ver! Por eso había bajado del barco agarrado del brazo de su amigo. Y eso también explicaba por qué le había pedido que entrara y que le abriera el paquete. Y cuando le había dedicado aquella deslumbrante y encantadora sonrisa ¡ni siquiera le había podido ver la cara!

– Llámame si necesitas cualquier otra cosa -dijo ella en un suspiro.

– ¡No, espera! -Desde donde ella estaba apostada pudo ver cómo él seguía palpando el pie desnudo de la muñeca-. ¿Qué demonios es eso? -preguntó él.

Zoe no contestó y decidió que era mejor volver a entrar en casa. Pero al dirigirle una última mirada vio cómo su largo pulgar rozaba el empeine de aquel juguete de plástico.

– ¿Zoe? -Su pulgar la acarició un poco más arriba.

A ella le ardían las mejillas, pero esta vez no era a causa de la vergüenza. Se quedó mirando los movimientos de su mano sin poder moverse, como encantada ante la visión de aquel errante dedo pulgar. Vamos, se dijo a sí misma, vuelve a la cocina. Cuelga el teléfono y date media vuelta.

Los músculos de sus piernas se tensaron para obedecer, pero en ese momento él paseó sus largos dedos por el torneado tobillo de la muñeca y ascendió siguiendo hacia la rodilla. A Zoe se le aflojaron los músculos -casi se le derritieron- y sintió un picor en el lugar correspondiente de su propia pierna. «¡Qué reacción más estúpida!» Quería alejar de sí aquella sensación pero estaba demasiado hipnotizada por la escena para poder moverse.

Él agarró con la palma de la mano la rodilla -la rodilla de la muñeca hinchable- y Zoe notó que se le encogía el estómago mientras sus dedos ascendían por el muslo de plástico. Pero Yeager esquivó la parte central y recorrió lentamente con la mano las caderas y los ridiculamente hinchados pechos de aquella muñeca Barbie.

De acuerdo, ahora realmente ya era hora de que se retirara. Pero ni uno de sus músculos respondió a aquella débil orden. Sus ojos seguían pegados a aquellos dedos masculinos que recorrían las femeninas formas de la muñeca.

Zoe apretó los labios y reprimió una leve oleada de culpabilidad. ¿Era realmente voyeurismo si uno de los dos observados era una muñeca de plástico?

Su mano grande y bronceada, tan masculina, se movía lentamente por la palidez de látex de la muñeca. Los dedos de él siguieron avanzando hacia arriba y Zoe notó un escalofrío en la carne que rodeaba su propia caja torácica. Se puso una mano allí, intentando calmar de ese modo la extraña respuesta de su cuerpo.

Pero su mano se quedó allí quieta. Y en el momento en que la mano de Yeager se deslizó por el pecho de la muñeca de plástico, Zoe se rozó el paladar con la lengua. Un calor recorrió todo su cuerpo cuando aquella gran mano masculina descubrió -y luego cubrió por completo- la total extensión de los pechos de aquella muñeca hinchable.

– ¡Ah! -dijo él en el teléfono.

Otra oleada de calor recorrió la carne de Zoe y sus pezones se pusieron duros.

– ¿Todavía estás ahí? -preguntó él.

Ella no sabía si aún estaba allí. Ni siquiera sabía quién era en ese momento. La Zoe Cash de veintisiete años que ella conocía no sería capaz de espiar a un hombre mientras se dedicaba a acariciar a otra mujer, ¡incluso aunque se tratara de una mujer de plástico! Aquella Zoe no debería haber sentido sus caricias en sus propias carnes… y aún más profundamente.

No es que fuera una mojigata, que ella supiera. Pero después de un muy breve romance en el instituto y en la universidad, sus experiencias en la vida la habían llevado por unos derroteros trágicos que la habían hecho tener que protegerse de otros posibles romances. Y apenas hacía tres años que, después de haber hecho una docena de tratos con Dios, ella y Lyssa habían podido regresar a la isla de Abrigo. Con Lyssa y con los negocios de los que tenía que ocuparse no había sentido la necesidad de tener nada más ni a nadie más en la vida.

Y mucho menos había sentido la necesidad de colmar aquella impredecible y ardiente sensación que ahora tenía.

– ¿Zoe? -dijo Yeager.

– ¿Hay algo que… eh… quieras decirme? -contestó ella tragando saliva.

– ¿Aparte del hecho de que me dedico a la importación de muñecas hinchables? -Había en su voz un tono de jocosa incomodidad-. Creo que debería aclararte un par de cosas.

Finalmente, ella consiguió moverse y volver a la cocina. Nada era como tenía que ser. Sus asuntos de casamentera, aquellos dos hombres, sus propios sentimientos.

Lo más seguro sería poder volver a donde estaba dos días antes, o incluso tan solo dos horas antes.

– Mira, la verdad es que no creo que nada de eso sea asunto mío.