– Bueno, creo que no he sido demasiado claro respecto a mí, pero quisiera que supieras solo un par de cosas.

Viendo su gran mano apoyada descuidadamente sobre la muñeca de plástico, Zoe pensó que ya sabía suficiente.

Pero Yeager siguió hablando.

– Aunque no puedo ver -dijo él-, estoy encantado de decir que sí que puedo mantener relaciones sexuales.

Zoe ahogó el impulso infantil de taparse los oídos con las manos. Una mujer como ella no tenía ningún interés en conocer los detalles de la vida sexual de un hombre como aquel.

– Y esta muñeca que tengo aquí está mucho más cerca de mis gustos que mi amigo Deke -añadió Yeager.


Zoe vio cómo Lyssa se tapaba la boca con las manos en un intento inútil de ahogar la risa. Vio que Lyssa fruncía las cejas y luego se acercó al horno para sacar de allí un pastel de queso.

– Me parece que no eres capaz de imaginar la vergüenza que he sentido en esa situación.

Zoe había estado tratando de explicarle exactamente cómo había cometido el error de insinuarle a Yeager cuáles creía que eran las preferencias sexuales de sus dos nuevos huéspedes.

Lyssa se metió las manos en los bolsillos del delantal azul y apretó los labios como si tratara todavía de reprimir la risa.

– Perdona. Pero es que yo me había encontrado antes con esos dos hombres. Y pensar que… -Se le escapó una risita.

Zoe esbozó una sonrisa a regañadientes. No tenía intención de contarle toda la historia, pero mientras iba de aquí para allá por la cocina -encargándose de su horneada diaria-, le pareció que Lyssa estaba demasiado tranquila. Zoe, que siempre estaba atenta al comportamiento de su hermana, decidió contar a su hermana todo el episodio de la muñeca de plástico.

Pero solo le narró la mitad de la historia; acabó con el episodio en el que ella y la muñeca se peleaban por encontrar un sitio en el regazo de Yeager. Lo que había sucedido después no lo habría confesado ni aunque la hubieran sometido a tortura china. Estaba dispuesta a irse a la tumba con el secreto de las sensaciones que las manos de aquel hombre podían provocarle. Unas manos que acariciaban a alguien, a otra.

Zoe empezó a despegar con una espátula cada uno de los delicados pastelillos de queso.

– Háblame del otro hombre -dijo Zoe-. Deke. ¿Hay algo especial en él que yo deba saber? Todavía puedo meter la pata una vez más.

Con el rabillo del ojo vio que Lyssa se quedaba parada.

– ¿Especial? No sé… -Y al momento Lyssa se levantó y empezó a llenar el lavavajillas.

Zoe recordó el aspecto del otro hombre tal y como lo había visto con los prismáticos. Algo más bajo que Yeager y un poco más viejo. Cuarentón, con algunas mechas grises entre el cabello rubio.

– Yeager me dijo que acaba de heredar una propiedad en la isla. ¿Has oído algo de eso?

– ¿Una propiedad? -Lyssa la miró por encima de un hombro con sus ojos azules abiertos como platos.

– Yo tampoco había oído nada del asunto. No se me ocurre nadie que haya muerto recientemente.

Zoe abrió un armario y sacó de allí otra lámina de pasta para hornear.

– No, últimamente no ha muerto nadie -corroboró Lyssa-. Pero quizá es que no ha podido… no han podido venir antes.

– Puede ser -dijo Zoe encogiéndose de hombros-. ¿Sabes a qué se dedican?

– ¿No lo sabes? -preguntó Lyssa volviéndose hacia ella.

– ¿Debería saberlo? -contestó Zoe sorprendida.

Lyssa dejó escapar un suspiro.

– La verdad, Zoe, es que deberías leer algo más que el periódico local. En el mundo pasan cosas, ¿sabes?

– No en mi mundo -replicó Zoe-. Y me gusta la vida que llevo. -Echó un poco de agua sobre la masa de hornear, pero no pudo evitar la curiosidad de preguntar-: De acuerdo, qué más da. ¿Es un candidato a la presidencia?

Uno de esos que con solo sonreír ya se ganan los votos femeninos, pensó.

– Es astronauta.

– ¿Qué?

Lyssa puso en marcha el lavavajillas.

– Era el candidato para tripular la próxima expedición lunar dentro de un mes.

Al ver la expresión neutra de Zoe, Lyssa volvió a suspirar.

– Dentro de unas pocas semanas, la NASA va a poner en marcha un nuevo programa espacial; la nave se llama Millennium. Van a construir la primera colonia espacial en la luna.

La imagen del radiante y desesperadamente atractivo Yeager invadió la mente de Zoe. El corazón empezó a latirle con rapidez. Un astronauta, pensó.

Ahora podía verlo de nuevo convertido en Apolo y atravesando el cielo. Pero no en un carro, sino conduciendo cohetes espaciales en lugar del carro del sol. Volando tan alto por encima de la tierra que la isla de Abrigo no era más que una mota de polvo en la distancia. Y Zoe, una pequeña mota encima de una mota.

El programa Millennium.

Zoe tragó saliva. El hombre del Millennium.

Aquel conocimiento no hizo más que subrayar lo que ya suponía. Por el amor de Dios, ella no tenía nada que ver con un hombre como ese, dejando aparte el tener que lidiar con su sonrisa, sus manos, sus caricias o el calor de su cuerpo contra su propio trasero.

– ¡Oh! -Zoe sintió un escalofrío, luego parpadeó y a continuación tuvo una sensación incómoda-. Pero ¿puede hacer todo eso ciego?

Lyssa meneó con la cabeza.

– No puede hacer nada de eso ya, Zoe. Hace un par de meses tuvo un accidente de tráfico en moto. Un coche se le echó encima. La noticia apareció en todos los periódicos. El USA Today, el Today y otros.

Herido. La brutal y tremenda caída desde el cielo. Zoe tragó saliva con dificultad.

– ¿Qué tipo de secuelas le han quedado?

– No se dijo nada de eso. Pero De… su amigo me ha dicho que la causa de su ceguera es que se golpeó la cabeza contra el asfalto. Aunque se supone que se recuperará, no podrá ser el piloto de la nave espacial.

– ¡Oh! -dijo de nuevo Zoe con el corazón en un puño. Ella sabía bien lo que significaban los cambios drásticos en la vida. No hacía demasiado tiempo que el destino también había desbaratado su mundo.

Sintió que un nuevo escalofrío ascendía por su espalda e intentó refrenarlo. No iba a dejar que nada amenazara su pacífica y segura existencia en Abrigo. Y mucho menos el extraño interés que sentía por Yeager Gates. Un Apolo. Un astronauta. En tierra o no, todavía era el hombre del Millennium.


Intentando todavía recuperar su equilibrio, Zoe se encontró aquella tarde en la sala de estar, con un trapo del polvo en una mano y un abrillantador de muebles con olor a limón en la otra. No podía entender por qué no podía sacarse a Yeager Gates de la cabeza. Otras veces habían visitado la isla hombres igual de atractivos y no habían dejado en ella la más mínima huella.

Con el brazo apoyado en una mesa de alas abatibles, roció con un chorro de líquido la pulida superficie. Sonrió al sentirse relajada mientras frotaba con el paño la esencia con olor a limón.

Seis años atrás, sus padres habían muerto en un accidente de autobús durante uno de sus poco frecuentes viajes fuera de la isla. Si su padre y su madre aún estuvieran vivos, seguramente le habrían explicado que la presión a la que se sentía sometida tenía más que ver con la organización del Festival del Gobio que con la presencia de aquel nuevo huésped en la casa.

Estaba segura de que el hecho de que aún no hubieran aparecido los gobios la había puesto en aquel estado de excitación. Y sintiéndose así, solo había bastado el imprevisto e inesperado codazo de un hombre ciego y de una muñeca hinchable desnuda para acabar temporalmente con su natural ecuanimidad.

No era fácil olvidar la predicción que habían hecho de que aquel año no regresarían los gobios de cola de fuego. Pero no podía dejar que sus pensamientos fueran en aquella dirección. Con la desaparición de los gobios, la economía de la isla se iría a pique y esta acabaría muriendo. Haven House y todos los demás negocios de la isla tendrían que cerrar y ellas tendrían que marcharse. Lejos de aquel lugar mágico. Lejos de aquel lugar sanador.

Lejos de la seguridad.

Tragando saliva, Zoe agarró el trapo del polvo y se dirigió hacia la puerta de atrás para seguir limpiando. El aire era cálido y olía a frescura, y ella se dejó llevar por un repentino impulso de acercarse hacia las cristalinas aguas de Abrigo haciendo que sus pasos la llevaran, descendiendo por el camino enlosado, a donde la vista era mejor. Se detuvo sobre una colina baja que se hundía en el mar. Los peces -róbalos y garibaldis, faltaba aún para la época de los gobios- se movían lentamente entre las sombras del agua. El sol iluminaba las aguas del Pacífico haciéndolas brillar en tonos que iban del gris al azul verdoso.

Sonrió alegre ante aquella hermosa visión. El océano era una especie de foso sobre el que se alzaba el hogar de su isla, y que abrazando la isla y a sus habitantes por todas partes los protegía, incluidas a ella y a Lyssa, y las mantenía a salvo de intrusiones que pudieran hacer añicos su vida.

Protegiéndolas de intrusos como, por ejemplo, Yeager Gates. Alzó el brazo y sacudió inconscientemente el trapo del polvo.

Alguien estornudó.

Zoe dio un respingo y volvió automáticamente la cabeza en dirección al lugar del que procedía aquel sonido.

– Buenas tardes, Zoe -dijo Yeager desde las sombras de su patio, que estaba justo por encima de ella.

Zoe sintió que lentamente se le encogía el estómago.

La vergüenza puede hacer que le pase eso a uno, ¿verdad? Después de todo, la última conversación que había tenido con aquel extraño había versado sobre sus preferencias sexuales.

Ella tragó saliva intentando desesperadamente recolocar sus órganos vitales en su sitio.

– Buenas tardes.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó él.

Ella se encogió de hombros y luego tragó saliva pensando si la cortesía le dictaba seguir con aquella conversación.

– Supongo que admirando los alrededores.

– ¿Qué parte? ¿Las rocas? ¿El agua?

Pero Abrigo era mucho más que rocas y agua, y ella se sintió impelida a contarle una pequeña historia.

– Te tengo que informar de que en esta isla vivía una comunidad de nativos americanos, y que fue refugio de piratas antes de dedicarse a la cría del ganado.

– De acuerdo, rocas, agua y cagadas de vaca.

Aunque no estaba de acuerdo con aquella apreciación, Zoe no pudo evitar reír.

– Hace bastante tiempo que no tenemos que preocuparnos por dónde pisamos. Mis abuelos tenían un rancho en la isla, pero mis padres convirtieron varias de las propiedades en este bed-and-breakfast cuando mi hermana y yo aún éramos niñas.

– Así que eres una nativa de la isla.

– No. Al principio vivíamos en el continente. Mi padre era vendedor. -Un vendedor malísimo. Su familia había viajado como nómadas cada vez que trasladaban a su padre de un puesto de ventas a otro; cada trabajo y cada pueblo un poco más sórdido que el anterior-. Pero cuando murieron mis abuelos, papá y mamá volvieron a la isla. Papá era mucho mejor como hostelero que como vendedor.

– ¿Haven House fue un éxito inmediato? -preguntó Yeager.

– No sabría decir si muy inmediato, pero no tardó demasiado en funcionar. La belleza de la isla atrae a muchos turistas. Sobre todo una vez al año, para ver unos peces muy especiales que desovan en las aguas de Abrigo. Durante esa temporada estamos a tope.

Él se ajustó las gafas al puente de la nariz.

– ¿Y qué tienen de especial esos peces?

Zoe tenía que perdonar su ignorancia, porque ¿qué podía saber un astronauta sobre el océano?

– Para empezar, son hermosos, del color de la luz de la luna, con adornos escarlata en las aletas y en la cola. En segundo lugar, esos peces desovan aquí y en ningún otro sitio, y una vez que las parejas han preparado sus nidos, cuidan de las huevas todos juntos. Si el nido está en un lugar poco protegido, incluso bailan, dando giros salvajes en el agua, para distraer a los depredadores.

Yeager contestó con un gruñido y Zoe no supo si aquello significaba que se había quedado impresionado. Sin embargo, el comportamiento realmente inusual de los gobios había atraído a la isla a algunos biólogos marinos, luego a submarinistas y más tarde a todo tipo de amantes de la naturaleza, que apreciaban la singularidad de aquel lugar, el único en el mundo donde se sabía que se reproducían. Pero el año anterior habían llegado muy pocos peces.

Los biólogos marinos habían detectado un parásito que había hecho mermar el número de ejemplares, y eso, unido a las alteraciones en las corrientes del Pacífico provocadas por el último cambio climático, llamado El Niño había hecho que los «expertos» predijeran que el año anterior había sido el último año para los gobios de cola de fuego.