Pero Zoe no podía aceptarlo. Y a decir verdad, pensar en ello la hacía sentirse tan incómoda que automáticamente dio un paso atrás y se encaminó de nuevo hacia Haven House.
– Tengo que marcharme.
– ¿De verdad, Zoe?
Ella dio otro paso y avanzó con determinación hacia el camino.
– Sí. Pero espera un momento -Las dos cejas de Zoe se alzaron juntas en un gesto de desconfianza-. Dime, ¿cómo sabías que era yo incluso antes de que empezáramos a hablar?
Por primera vez, Yeager salió de entre las sombras hacia la luz del sol, fuera del porche. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y sonrió. Aquella sensación de calor y luz que la deslumbraba volvió a él como una venganza. Dentro de Zoe, algo caliente y necesitado pujaba por arder.
Yeager se rio burlonamente y su voz se volvió alegre y bromista.
– No creo que lo quieras saber -dijo él.
Zoe se quedó mirándolo fijamente. Era fuerte y alto, y su cabello brillaba atrapando la luz del sol entre sus mechones dorados. Bajó la vista hasta donde estaban sus manos asomando ligeramente por los bolsillos y luego su mirada se detuvo en…
Zoe levantó la cabeza de golpe. Observarlo de aquella manera estaba empezando a convertirse en un mal hábito. Y sin saber qué decir o hacer a continuación, apretó los labios y se pasó una mano por su pelo ralo.
– Maldita sea -dijo Yeager sin venir a cuento, con una mueca de tensión en el rostro-. Me ha vuelto a pasar lo mismo que antes.
Cuando él sonrió, Zoe sintió que se le deshacían los huesos. Soltó un gemido para sus adentros. Le había vuelto a pasar lo mismo que antes. Tenía el estómago en un puño y el corazón le latía con rapidez. Aquel hombre todavía la estaba afectando. Si no hubiera sido una mujer madura, se habría puesto a patalear.
– Te lo voy a decir, Zoe -dijo Yeager con un tono de voz satisfecho-. Por primera en mucho tiempo, me he vuelto a sentir como yo era antes.
¡Ella no se sentía en absoluto como había sido siempre! Madura o no, se dispuso a patalear de todas formas.
Él se quedó callado escuchando.
– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó.
– Nada -contestó ella rápidamente-. No he dicho nada.
Él volvió a sonreír, obviamente todavía satisfecho.
– Eso es lo que tiene de bueno, no hay que dar más detalles.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Zoe frunciendo el entrecejo.
– Se trata de algo entre yo mismo y mi… un pequeño amigo mío.
Zoe decidió que había pasado más tiempo del necesario conversando con él.
– Entonces te dejaré a solas con él -dijo ella dando otro paso en dirección a la casa.
Yeager siguió el movimiento de ella con la cabeza.
– ¿Tienes que marcharte tan pronto?
– Así es -contestó Zoe apretando el trapo del polvo contra el pecho.
Por supuesto que tenía que marcharse. Las flores estaban esperando que las podara. El juego de café de plata de su abuela esperaba que le sacara brillo. Mientras Zoe estaba allí parada, intentando explicar a aquel hombre que las bellezas de su isla le afectaban de manera tan extraña, el polvo habría vuelto a cubrir las superficies brillantes, echando a perder todo su trabajo de limpieza.
Sí, tenía que marcharse. Tenía que atender su casa. Tenía que proteger su comedido estilo de vida.
Capítulo 3
Cuando Zoe hubo regresado a su casa, Yeager volvió a sentarse en el patio. Estuvo allí durante un par de horas, sintiéndose más aburrido a cada minuto que pasaba y luego cada vez más aburrido de su aburrimiento.
– Tenemos que encontrar un pasatiempo -dijo Yeager dirigiéndose a Dolly, la mujer hinchable, a la que había sentado en el patio en una silla a su lado.
Dolly había estado completamente quieta desde que él la colocara allí, cosa que no le extrañó en absoluto. A juzgar por su contorno tenía mucha menos conversación que tetas.
– Te lo voy a decir bien clarito, no voy a ser capaz de quedarme aquí sentado sin hacer nada día tras día.
No, él no. Él estaba acostumbrado a seguir un programa de entrenamiento completo en el centro espacial. Y pensó que la poca costumbre que tenía de estar inactivo acaso fuera la razón por la que estaba empezando a hablar con una muñeca de plástico, lo cual, por algún motivo, le parecía un primer estadio antes de ponerse a hablar solo.
– Oh, Dolly, creo que cada día estoy cayendo más bajo -se quejó a la muñeca.
– Supongo que para contrarrestar las alturas poco comunes por las que solía moverse tu vida -dijo Deke.
Yeager volvió la cabeza en la dirección de donde procedía la voz de su amigo.
– Por Dios, has entrado sigiloso como un gato.
– Uh, uh.
Yeager oyó el roce de una silla que se arrastraba por el suelo del patio.
– Cuando venía hacia aquí he visto que tenías una… bueno, una visita -dijo Deke.
Yeager asintió con la cabeza.
– Es verdad. Creo que todavía no os conocéis. -Yeager movió la mano señalando a sus dos acompañantes-. Dolly, te presento a Deke. Deke, esta es Dolly.
– Siempre pensé que te ibas a reponer, Yeager, pero esto…
– No me eches la culpa. Me la han enviado de Houston.
– Ah.
Yeager dio una palmadita al brazo de plástico de Dolly.
– Supongo que habrán imaginado que nos íbamos a aburrir aquí solos.
– Yo no -resopló Deke.
– ¿Cómo? ¿Ya has encontrado alguna mujer que te interese?
– Las mujeres no me interesan -volvió a resoplar Deke.
– Ten cuidado, muchachito -le advirtió Yeager-. Yo no diría eso aquí demasiado alto.
Aunque sabía a qué se refería Deke. Unos cuantos años antes, su viejo amigo todavía apreciaba a las mujeres. Pero solo a las mujeres sofisticadas que jugasen el mismo juego que él. Un juego con solo dos reglas: tórrido y temporal.
– ¿De qué estabais hablando? -preguntó Deke.
Yeager consiguió hacer que Deke soltara la carcajada del siglo contándole el pequeño malentendido que había sufrido con Zoe.
– Pero cuidado, porque tiene la misma idea equivocada de ti -concluyó para hacer que su amigo dejara de reír.
– Sí, ya, pero eso es porque todavía no me ha conocido -dijo Deke riendo de nuevo.
– Entonces ¿todavía no te has cruzado con ella? -Se preguntaba qué aspecto se escondería tras el poderoso aroma de Zoe. La había tenido tan poco tiempo sobre su regazo que apenas había podido darse cuenta de nada más que de su pequeña estatura y su poco peso. Pero aquel recuerdo hacía que se disipara su anterior decepción e irritación-. ¿No sabes qué aspecto tiene?
– Ni idea.
Yeager respiró el aire salado y cálido de la isla, esperando inhalar con aquella bocanada una pizca de aquel particular y único aroma de Zoe. ¿Qué importaba el aspecto de tuviera? Lo que le importaba era que ella le había hecho sentirse de nuevo como un hombre.
Aquella idea le hizo sonreír mirando en dirección a Deke. Su amigo había acabado hacía poco un gran proyecto para la NASA y, como era contratista independiente, se había podido tomar unas vacaciones para encargarse de unos asuntos en la isla que había estado retrasando durante tiempo. Al conocer la presión con la que Yeager se estaba enfrentando en Houston, Deke le había invitado para que lo acompañara en aquel viaje.
– ¿Esa mueca quiere ser una sonrisa? -dijo Deke con un tono de sorpresa en la voz-. ¿En que estás pensando?
Yeager se encogió de hombros, dispuesto a no explicarle qué era lo que le había hecho cambiar de humor. Las dos veces que había estado cerca de Zoe, no había tenido la menor duda de que ya estaba curado y había sentido el impulso sexual recorriendo de nuevo sus venas.
Al cabo de un momento, Yeager oyó el golpe sordo de las botas de Deke al depositarse sobre la mesa.
– Ha sido un golpe de suerte que hayamos decidido venir aquí esta semana -dijo Deke, renunciando aparentemente a que Yeager le diera alguna explicación sobre su cambio de humor-. Me ha dicho el abogado que parte del tejado de la vieja casa de mi tío se cayó el martes.
Otra oleada de aire de la isla sopló sobre el rostro de Yeager y este se acomodó en su silla.
– Sí, ha sido un golpe suerte -reconoció con voz ausente.
Deke siguió explicándole su encuentro con el abogado y Yeager estuvo escuchándolo sin hacerle demasiado caso, hasta que de repente le llegaron al oído sus propias palabras. ¡Un golpe de suerte! Cielos, ¿y si su reacción ante la presencia de Zoe no hubiera sido nada más que eso: un loco y pasajero golpe de suerte? ¿Y si mientras él empezaba a sentirse tan optimista como viril aquello no había sido más que otra broma del destino, como las que ya había sufrido en los últimos tiempos?
Se pasó la mano por la cicatriz de la mejilla e intentó apartar de sí aquel sentimiento de angustia respirando profundamente. Por Dios, sabía que tenía problemas más importantes a los que enfrentarse que el sexo, pero por estúpido que le pareciera, tenía la corazonada de que aquel era el primer paso para recuperar la visión. Y a partir de ahí, para recuperar el curso normal de su vida.
Notó el aleteo de un pájaro pasando sobre su cabeza y la ansiedad que sentía se exacerbó. Tenía que asegurarse de que su potencia sexual había regresado. Tenía que acercarse más a ella. Tenía que volver a olería una vez más y ver qué sucedía.
O qué no sucedía.
Pero trató de no plantearse esta segunda posibilidad. Esta vez, cuando el deseo sexual volviera a hacer su aparición, estaba dispuesto a pegarse a ella. Puede que ella no estuviera muy interesada, pero -por todos los demonios- él estaba dispuesto a seducirla utilizando todos sus encantos si era necesario.
Casi se rio de aquella idea tan poco caballerosa a la vez que se sorprendía de lo fácil que le parecía todo ahora. Solo pensar en aquella mujer le hacía sentirse mucho más relajado.
Echando su silla hacia atrás, Yeager interrumpió el relato de Deke sobre los arreglos que necesitaba su recién heredada casa.
– ¿No había dicho la otra chica, Lyssa, que en la casa sirven algo de comida a última hora de la tarde?
A Yeager le pareció que Deke se movía inquieto en su silla.
– Tengo un paquete de seis cervezas en el frigorífico de mi apartamento. -Había una extraña tensión en la voz de Deke-. Cualquier cosa que nos puedan ofrecer allí abajo… seguro que es demasiado joven y demasiado dulce para mí.
– ¿Joven y dulce? -Yeager se incorporó y agarró a Deke por el brazo. No iba a permitir que Deke le impidiera volver a encontrarse con Zoe-. ¿De qué estás hablando? Puede que se trate de vino de reserva y caviar.
Y también -esperaba Yeager- puede que tuvieran algo más sabroso. Siempre se le habían dado bien las mujeres, de eso no había ninguna duda. Y estaba convencido de que un coqueteo sexual -o incluso un poco de sexo, si era capaz de persuadir a Zoe para que participara- iba a hacer que se sintiera mucho mejor.
A la hora del té, los huéspedes de los apartamentos Rosemary y Wisteria estaban disfrutando del aperitivo y de los canapés en la espaciosa sala de estar de Haven House. Mientras ordenaba la cocina, Zoe empezó a pensar que había endilgado las labores de anfitriona a Lyssa para nada. Lo había hecho con la intención de evitar volver a encontrarse con Yeager, aunque normalmente era ella la que servía la comida y charlaba con los huéspedes, mientras que Lyssa se dedicada a las tareas de la cocina. Aquel hábito había comenzado hacía años, cuando Lyssa empezó a sentirse avergonzada de su calvicie y su cabello apenas había empezado a crecer.
Pero ahora Zoe creía que sus precauciones habían sido innecesarias. No parecía que sus dos nuevos huéspedes fueran a hacer acto de presencia en la casa aquella tarde.
Sin embargo, justo en ese momento oyó unas voces nuevas. Lyssa estaba llevando a cabo las presentaciones con una voz suave y dulce. Otra voz más profunda, seguramente la de Deke, y luego la voz de Yeager llegaron hasta los oídos de Zoe para hacer que sus nervios se pusieran de punta. Apretó la bayeta entre las manos y poco a poco se relajó.
Mientras frotaba una y otra vez el reluciente horno, se recordó a sí misma que tenía muchas cosas que hacer en la cocina. Tenía razones muy importantes para esconderse -«para quedarse»- allí.
El mostrador de la cocina estaba especialmente pringoso. Zoe se volvió a poner el delantal y se dedicó a frotar la blanca superficie del mostrador con diligencia, lanzando una mirada de soslayo a través de la rendija de la puerta entreabierta. Si se agachaba un poco y aguzaba la vista, podía tener una visión bastante completa de toda la mesa de la sala de estar.
En una de las paredes color crema estaba apoyado el aparador de nogal de la abuela. Lyssa había colocado en un extremo del mismo un jarrón de cuello alto con tulipanes blancos y margaritas amarillas, y en el otro extremo había puesto uno de los hermosos tapetes de ganchillo de la abuela. Sobre el mantel de la mesa descansaban las botellas de vino, las copas y una enorme bandeja con ensaladas.
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