Uno de los invitados -un maestro de Arizona- estaba volviendo a llenar su copa mientras los demás conversaban de pie entre los sillones de cretona azul y blanca y la mesa de té sobre la que reposaban el resto de las verduras.
Yeager, que vestía unos pantalones tejanos de verano, una camiseta de punto y aún llevaba las gafas de sol puestas, se había quedado de pie, un poco alejado del resto de los comensales, al lado de la chimenea. Zoe sintió que se le secaba la garganta como si estuviera en el desierto de Arizona, cuando Yeager sonrió a Lyssa mientras esta lo agarraba del brazo amablemente para dirigirlo hacia una silla. Zoe sintió una ráfaga de calor en su antebrazo. Él volvió a ofrecerle otra sonrisa y Zoe se preguntó cómo podía soportar Lyssa estar tan cerca de aquel hombre. Incluso a aquella distancia, su sonrisa hacía que le ardiera todo el cuerpo, como bajo el primer chorro de una ducha caliente.
Entonces Lyssa se dirigió hacia la cocina. Zoe se apartó de su lugar de observación y volvió al centro de operaciones gastronómicas de su establecimiento isleño. Intentó calmar el estremecimiento que sentía en la nuca alineando como soldados de un buen regimiento un montón de botes de especias que había en un estante.
La puerta de la cocina golpeó contra la pared al abrirse. Lyssa apareció con un rostro sonrosado y casi luminoso, y Zoe imaginó que se debía a la reacción ante el radiante carisma de Yeager. Meneó la cabeza con tristeza: no había duda de que aquel hombre tenía algo especial.
– ¿Va todo bien?
Lyssa abrió la puerta del frigorífico.
– Deke y Yeager quieren tomar cerveza.
Zoe sacó del congelador un par de gruesas jarras de cerveza helada.
– Lo estás haciendo muy bien.
Lyssa se la quedó mirando.
– ¿Cómo lo sabes?
Zoe prefirió no admitir que había estado espiándolos.
– Porque eres hermosa y encantadora, y yo creo…
– No me tomes el pelo -se quejó Lyssa-. Te he visto observándome por la rendija de la puerta.
Esa es la desventaja de tener una relación tan íntima con una hermana: conoce todos tus malos hábitos.
Lyssa se rio burlonamente.
– Ha preguntado por ti, ¿sabes?
A Zoe se le subió el corazón a la garganta y tuvo que tragar saliva para volver a colocarlo en su lugar.
– ¿Ah, sí? -dijo ella como si no le importara-. ¿Y tú qué le has dicho?
– Le he dicho que estabas muy ocupada.
Y esa es una de las ventajas de tener una relación tan íntima con una hermana: te cubre las espaldas siempre que haga falta.
– Eres la mejor.
Con las cervezas y las jarras heladas en una bandeja, Lyssa volvió a empujar la puerta de la cocina.
– Tú te lo mereces todo.
Zoe volvió a ocuparse del mostrador de la cocina. De nuevo medio agachada, y mirando a hurtadillas por la rendija de la puerta, pudo ver que -a excepción de Yeager- la disposición de los huéspedes en la sala de estar había cambiado. Ahora estaban todos sentados y el único que había quedado frente a la puerta de la cocina era Yeager.
El ciego Yeager.
Su feo y poco controlable vicio de fisgonear la dominó de nuevo. Si salía sigilosamente de la cocina, se podría sentar en una silla -en un rincón de la sala de estar- parcialmente oculta por un enorme ficus. El único que podría verla allí era Yeager.
Pero él no podía ver nada.
No se molestó en pensar que aquella no era la manera más correcta de comportarse. Ni se preocupó de explicarse a sí misma por qué deseaba tanto estar más cerca de un hombre que acababa de llegar y que provocaba en ella una atracción inusitada. En lugar de eso, salió de la cocina sin hacer ruido, apretando los dientes cuando la puerta chirrió, y echó a andar lentamente por la alfombra oriental hasta llegar a la silla de observación que tenía a solo un pasos.
Escondida entre las enormes hojas verdes de aquella planta, se puso a observar a Yeager. Un mechón de cabello dorado le cayó sobre la frente. Él se lo echó hacia atrás con impaciencia y ella se quedó mirando sus largos dedos, recordando de nuevo cómo se movían, cómo se deslizaban al acariciar la muñeca… Notó que se le ponía la carne de gallina y apartó la vista de aquella imagen, obligándose a girar la cabeza y dirigir la atención hacia las puertas correderas que daban al patio.
La familiar vista de tarjeta postal de la bahía del puerto de Haven la tranquilizó. Una barco, cuyas velas blancas estaban hinchadas como si fueran un cojín relleno de plumas, se deslizaba lentamente sobre las aguas en dirección al embarcadero. Dejó escapar un suspiro.
– Te pillé.
A Zoe se le aceleró el corazón hasta alcanzar la velocidad del sonido. Levantó la cabeza y se encontró con Yeager de pie, delante de ella, arrinconándola contra la esquina.
– ¿Qué?
– Esperaba encontrarte aquí -dijo él con otra de aquellas sonrisas que la desarmaban brillándole en la cara.
Zoe se levantó de golpe de la silla.
– Estoy muy ocupada -dijo ella recordando la excusa que le había dado Lyssa-. Tengo que… eh… eh… -Con un giró rápido de caderas se escabulló pasando a su lado.
Él se dio media vuelta y la siguió.
– ¿Adonde vas?
Ella avanzó decidida hacia la chirriante puerta de la cocina.
– Me he dejado algo en la cocina.
– No me vas a dar esquinazo, ¿sabes? -dijo él con el esbozo de una sonrisa todavía en los labios-. Tengo una especial percepción de tu olor. No te me puedes escapar.
Ella miró por encima de un hombro. Realmente él se estaba moviendo en su dirección. Pero entre ellos estaba la impasible y dolorosamente sólida mesa de la sala de estar, pulida y brillante.
– ¿Necesitas hablar conmigo por alguna razón?
– Me gustaría que me conocieras mejor -dijo él encogiéndose de hombros-. Y me gustaría conocerte mejor a ti. ¿Sabes?, me pica la… curiosidad.
Ella podía imaginar perfectamente qué era lo que le picaba la curiosidad. ¿Cómo había podido estar tan equivocada sobre las preferencias sexuales de aquel hombre? ¿Cómo se había podido sentir tan avergonzada por haber aterrizado sobre su regazo? ¿Por qué con solo mirarlo sentía que le temblaban las caderas y le parecía que iba a estallarle el corazón? Si se escabullía hacia la cocina en ese momento, posiblemente podría eludir tener que contestarse todas esas preguntas.
Pero si él intentaba seguirla seguramente acabaría dándose de bruces contra la mesa.
Zoe miró hacia la puerta de la cocina, luego hacia la mesa de la sala de estar y después hacia aquel hombre medio sonriente que no se daba cuenta del duro obstáculo que tenía ante él.
Dejando escapar un suspiro, dio media vuelta y se acercó a él. La verdad, mamá -se dijo a sí misma recordando los consejos de su madre- a veces ser una buena persona es todo un infierno.
Zoe lo agarró del brazo sin pensar en la sensación que le iba a producir aquella bronceada piel rozándose contra la palma de su mano y tiró de Yeager hacia ella.
– Vamos -le dijo sin molestarse en disimular su tono de reproche.
Y él tampoco se molestó en disimular su maldita sonrisa de triunfo.
Al ver a Zoe saliendo de su escondite, Lyssa se tomó la libertad de abandonar la reunión para seguir al único invitado que había salido de la casa antes que los demás. Al cabo de unos minutos llegó a las afueras de Haven, donde acababan las calles pavimentadas y las casas, y donde las colinas empezaban a hacerse empinadas. Unos caminos polvorientos conducían hacia los campos de manzanos y los bosques de encinas.
Lyssa tomó un camino más ancho que los otros, lo suficiente para que pasara un coche, siguiendo las huellas de las pisadas en el polvo. Aquel camino llevaba hasta la cima de una colina y luego se introducía por una sombreada garganta para volver a ascender hacia otra colina.
Mientras Lyssa avanzaba por el polvoriento camino, metió la mano en el bolsillo de su vestido de algodón y apretó contra la palma la llave que se había guardado allí poco antes; tuvo la impresión de que la había llevado en aquel bolsillo durante toda la vida.
Eran las seis de la tarde, y en la ladera solitaria desde la que se podía ver la pequeña playa de los Enamorados el viento de la tarde había amainado. El sol empezaría a ponerse en menos de una hora, lo cual aún le daba tiempo suficiente para encontrar a Deke antes de que anocheciera.
Lyssa ya sabía dónde podía encontrarlo, aunque él había estado evitándola toda la tarde y no había respondido a ninguna de las preguntas que ella le había dirigido. Pero Deke había dicho a los maestros que se alojaban en el apartamento Wisteria que había viajado hasta la isla para reparar la casa del viejo McCarren, y ella le había visto avanzar en aquella dirección en cuanto se había acabado su cerveza.
Justo en el momento en que la casa apareció ante ella, el camino se hizo más escarpado y Lyssa tuvo que detenerse a tomar aliento. El corazón le latía con rapidez, con el ritmo de un tambor tribal golpeando sus costillas. Pero no a causa de la caminata, sino por lo que su encuentro con Deke -su primer encuentro a solas- podía significar.
A su derecha, varios cuervos alzaron el vuelo por encima de un seto de lilas que rodeaban un frondoso cacto. Uno de los pájaros negros que salió de entre los matojos -alzándose én el cielo azul con su peculiar graznido- puede que fuera el mismo cuervo que le había tirado la llave que ahora tenía en la palma de la mano. A aquellos pájaros increíblemente inteligentes les gustaban los objetos brillantes, las cascaras, los abalorios y cosas por el estilo, pero en este caso se trataba de algo diferente. Cuando la llave aterrizó en su regazo aquella mañana, ella notó al tocarla que estaba caliente, casi ardiendo.
Aunque Zoe se hubiera reído afirmando que eso se debía al sol de la mañana, Lyssa sabía que se trataba de algo más. Cuando su hermana dejó los prismáticos y se marchó corriendo a su reunión, ella los cogió para observar a los dos nuevos huéspedes.
Y había sentido de nuevo aquel mismo calor -no en la llave, sino en el centro mismo de su corazón- cuando los lentes habían enfocado a Deke Nielsen.
Luego, cuando unos minutos más tarde se vieron cara a cara y estuvieron conversando, ella se dio cuenta de que él había sentido exactamente aquel mismo calor. Pero había hecho todo lo posible por evitarla. Apartaba la mirada cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, pero Lyssa se había dado cuenta de que él la estaba observando cuando creía que ella no podía verle.
Pobre hombre. Ahora iba a tener que dejarle bien claro que no tenía ninguna posibilidad.
Inspiró profundamente por última vez y volvió a ponerse en marcha, ascendiendo con rapidez por el sendero. Si algo no le gustaba hacer en la vida era perder el tiempo.
Los últimos años había necesitado de todas sus fuerzas, su paciencia y su optimismo. Bien, eso le había hecho darse cuenta de que la fuerza engendraba fuerza; y el optimismo, optimismo, pero ya no le quedaba ni un ápice de paciencia.
Durante cinco años enteros se había estado preguntando si volvería a sentirse realmente viva alguna vez. Y ahora que lo había conseguido, estaba decidida a agarrarse a aquella sensación vital con ambas manos. Y al hombre que le había hecho sentirse de aquella manera.
La casa del viejo McCarren estaba situada en un claro del bosque, en medio de una colina repleta de arbustos. Era de estilo reina Ana y sus tres pisos se alzaban sobre los cimientos de una antigua casa de piedra. En otra época debió de ser tan hermosa como el pastel de bodas con el que ella soñaba cuando era niña, pero -por lo que Lyssa recordaba- aquella casa había estado abandonada y vacía durante mucho tiempo.
Lyssa se sacudió las zapatillas cubiertas de polvo en un manzano enano y cubierto de maleza que había en la parte baja del porche. La brisa acarició el bies de su vestido e hizo que una ráfaga de hojas secas se introdujeran entre los peldaños de madera que llevaban al porche.
Entornando los ojos ante la puesta de sol, Lyssa alzó la cabeza buscando con la mirada algún rastro de Deke por el lugar.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo detrás de ella una voz malhumorada.
Ella dio un respingo asustada por la poco amable bienvenida. Tomando aliento con calma, se quedó quieta un momento antes de darse la vuelta.
– He dicho que qué estás haciendo aquí.
Lyssa se dio la vuelta tragando saliva. Allí estaba Deke, vestido con unos tejanos y unas botas de montaña y… nada más. Detrás de él, colgada de las espesas ramas de un chaparro, pudo ver la camiseta de trabajo que había llevado puesta. En una mano sostenía unas tijeras de podar. Lyssa intentó hablar, pero se le hacía difícil pensar en decir algo divertido teniéndolo a él tan cerca. El cuerpo de Deke era enjuto y musculoso, y tenía el pecho cubierto por una fina capa de sudor brillante. Cambió de postura y sus músculos se movieron al compás, tensándose y relajándose con un salvaje poderío masculino. Lyssa sintió que su útero se tensaba, se relajaba y luego se volvía a tensar al mismo ritmo, y que las piernas le fallaban.
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