– A mí no me preocupan tus padres -replicó ella-. Te conozco. Eres un hombre sincero, amable, trabajador y muy sexy.
– Si soy todo eso, ¿por qué no quieres casarte conmigo?
Buena pregunta. Tal vez se estaba comportando como una estúpida por querer esperar.
– No quiero precipitarme a la hora de hacer algo que podría ser negativo para nosotros.
– No quiero que cuando nazca mi hijo sea ilegítimo.
– Oh, Saxon… Te prometo que tomaré una decisión mucho antes de que nazca el niño.
– Sin embargo, no puedes prometerme que la respuesta será «sí».
– No más de lo que tú podrías prometerme a mí que nuestro matrimonio iba a funcionar.
Saxon le dedicó una mirada airada por encima del hombro.
– Tú me dijiste que me amabas.
– Así es y es cierto. ¿Puedes tú decir que me amas a mí? -le espetó.
Saxon no respondió. Anna lo observó con ojos llenos de tristeza y ternura. Su pregunta podría tener dos lecturas diferentes. Estaba segura de que Saxon la amaba pero era incapaz de decirlo. Tal vez a él le parecía que, mientras no dijera las palabras en voz alta, no había hecho el compromiso emocional.
Al final, él dijo:
– ¿Es eso lo que haría falta para convencerte de que te casaras conmigo?
– No. No se trata de una prueba que tengas que pasar.
– ¿No?
– No -insistió ella.
– Tú dices que no quieres casarte conmigo porque no sabes si yo voy a poder ser feliz, pero estoy dispuesto a intentarlo. Tú eres la que se resiste a realizar ese compromiso.
Anna lo miró llena de frustración. A Saxon se le daba demasiado bien discutir utilizando los argumentos que ella le había dado en ocasiones anteriores en su contra.
– Yo no me estoy resistiendo a realizar un compromiso. Me resisto a realizarlo en estos momentos. Creo que tengo todo el derecho del mundo a mostrarme cauta.
– Si confías en mí, no.
Esa respuesta levantó ciertas sospechas en Anna. Lo miró y, de repente, se dio cuenta de que Saxon le había dado la espalda para que ella no pudiera leer la expresión de su rostro. Al ver lo que él estaba haciendo, entornó los ojos. No estaba tan indignado o tan disgustado como parecía. Simplemente estaba utilizando aquella conversación para conseguir que ella accediera a casarse con él. Todo formaba parte de su profunda determinación para salirse con la suya.
Anna se levantó y se dirigió hacia él. Le rodeó la esbelta cintura con los brazos y apoyó la cabeza contra la espalda.
– No te va a servir de nada. Te conozco…
Para su sorpresa, Saxon se echó a reír. Entonces, se dio la vuelta sin apartarse de ella y la rodeó también con sus brazos.
– Tal vez me conozcas demasiado -bien musitó.
– O tal vez necesites clases de interpretación.
Saxon volvió a reír y apoyó la mejilla sobre la parte superior de la cabeza de Anna. Sin embargo, cuando volvió a hablar unos segundos más tarde, el humor había desaparecido por completo de su voz.
– Ve a ver a los Bradley si es lo que quieres. Te aseguro que no hay nada que encontrar.
Capítulo Ocho
Fort Morgan era una pequeña localidad de unos diez mil habitantes. Anna recorrió sus calles durante unos instantes para orientarse y luego se detuvo en una cabina de teléfonos para buscar la dirección de los Bradley. No sabía qué iba a hacer si no aparecían en la guía de teléfonos. Eso podría significar que habían muerto o que se habían mudado o simplemente que su número de teléfono no aparecía en la guía.
Le podría haber pedido la dirección a Saxon, pero no quería que él la ayudara a realizar algo que Anna sabía que no contaba con su aprobación. Además, habían pasado diecinueve años y no había garantía alguna de que los Bradley siguieran viviendo en la misma casa.
La guía de teléfonos no era muy grande. Pasó las páginas hasta encontrar la «B» y fue recorriendo la columna de nombres con el dedo.
– Bailey… Banks… Black… Boatwright… Bradley. Harold Bradley.
Anotó la dirección y el teléfono y trató de decidir si debía llamarlos primero o dejar que alguien le indicara dónde estaba aquella dirección. Al final se decantó por esta última opción, ya que prefería pillarlos desprevenidos. Así, les resultaría mucho más difícil enmascarar sus verdaderos sentimientos hacia Saxon.
Se dirigió hacia una gasolinera, llenó el depósito y le pidió al encargado que le indicara dónde estaba la dirección en cuestión. Diez minutos más tarde, iba conduciendo tranquilamente por una pequeña calle de una zona residencial buscando números. Finalmente, detuvo el coche frente a una casa agradable pero sin pretensiones.
Con menos ganas de lo que había pensado, se bajó del coche y se acercó a la casa. Después de subir los tres escalones del porche, se percató de que no había timbre, por lo que se limitó a llamar al marco de la puerta y a esperar. Un gato gris y blanco salió al porche y comenzó a maullar con curiosidad al verla allí.
Después de unos instantes, volvió a llamar. En aquella ocasión escuchó unos rápidos pasos que se dirigían hacia la puerta y sintió que el pulso se le aceleraba.
La puerta se abrió por fin y se encontró cara a cara con una mujer alta y delgada, de aspecto severo. La mujer no abrió la mosquitera y con voz seca le dijo:
– ¿Qué desea?
Anna se sintió desmoralizada por la antipatía de aquella mujer y pensó en fingir haberse perdido como excusa por haber llamado. De hecho, llegó a pensar en marcharse sin mencionar a Saxon.
– ¿Es usted la señora Bradley? -le preguntó por fin.
– Sí, soy la señora Bradley.
– Me llamo Anna Sharp y estoy buscando a los Bradley que ejercieron de familia de acogida de Saxon Malone. ¿Son ustedes?
– Así es -dijo la mujer, con voz tensa. Siguió sin abrir la mosquitera.
Anna sintió que sus esperanzas se desmoronaban. Si Saxon no había recibido amor de ninguna clase durante su estancia allí, mientras era sólo un muchacho, tal vez nunca sería capaz de darlo ni de aceptarlo. ¿Qué clase de matrimonio podría tener ella en aquellas circunstancias? ¿Qué haría ella si su propio hijo tuviera un padre que siempre se mantenía a distancia?
Sin embargo, había recorrido un largo camino hasta llegar allí, por lo que decidió que lo mejor era decirle a aquella mujer el asunto que la había llevado a Fort Morgan.
– Yo conozco a Saxon -comenzó. Al escuchar aquellas palabras, la mujer abrió inmediatamente la mosquitera.
– ¿Lo conoce? -le preguntó muy interesada-. ¿Sabe usted dónde está?
– Sí.
La señora Bradley la invitó a pasar con un movimiento de cabeza.
– Entre.
Anna lo hizo, con la sensación de que estaba obedeciendo una orden en vez de aceptar una invitación. La mujer la condujo hacia el salón, que estaba decorado con muebles muy antiguos y usados, pero limpios.
– Siéntese.
Anna obedeció. Antes de sentarse también, regresó a cerrar la puerta principal y luego se limpió las manos en el delantal que llevaba puesto. Anna observó el movimiento de aquellas fuertes y ajadas manos y se dio cuenta de que, más que una necesidad, había sido un tic. Contempló el rostro de la mujer y se sorprendió al ver que, en los duros rasgos de la mujer, tomaba vida el espejismo de un sentimiento. La señora Bradley estaba tratando de contenerse, pero no pudo evitar que una solitaria lágrima le cayera por la enjuta mejilla. Entonces, se sentó en una mecedora y se agarró el delantal con las manos.
– ¿Cómo está mi niño? -preguntó con la voz desgarrada por la emoción-. ¿Se encuentra bien?
Se sentaron a la mesa de la cocina. La señora Bradley tomaba café mientras que Anna se contentó con un vaso de agua. La señora Bradley había logrado recuperar la compostura aunque, de vez en cuando, se secaba los ojos con una de las puntas de su delantal.
– Hábleme de él -dijo Emmeline Bradley. Sus cansados ojos azules reflejaban una mezcla de alegría y ansia de saber, acompañados de una pizca de dolor.
– Es ingeniero -la informó Anna, llena de orgullo-. Es dueño de su propia empresa y tiene mucho éxito en los negocios.
– Siempre supe que eso sería lo que ocurriría. Saxon era muy listo. Harold y yo siempre decíamos que tenía la cabeza bien asentada sobre los hombros. Sacaba muy buenas notas en sus estudios y se los tomaba muy en serio.
– Consiguió ir a la universidad y se graduó de los primeros de su clase. Podría haber ido a trabajar para una de las grandes empresas de ingeniería, pero quería tener su propio negocio. Yo fui su secretaria durante algún tiempo.
– Madre mía, hasta secretaria… Cuando se decidía a hacer algo, no había quien lo detuviera.
– Sigue siendo así -comentó Anna, entre risas-. Dice exactamente lo que piensa y hace exactamente lo que dice. Una siempre sabe a qué atenerse con Saxon.
– Cuando estuvo con nosotros, no hablaba mucho, pero nosotros comprendíamos lo que le pasaba. De hecho, teniendo en cuenta por todo lo que había tenido que pasar, era increíble que hablara. Nosotros tratábamos de no agobiarlo ni imponernos a él. A veces nos rompía el corazón al ver cómo se apresuraba a hacer todo lo que le pedíamos para luego hacerse a un lado para ver si nosotros pensábamos que lo había hecho bien. Supongo que creía que íbamos a echarlo de casa si no lo hacía todo a la perfección o tal vez a darle una paliza tal y como habían hecho en algunas de las otras casas en las que había estado.
Los ojos de Anna se llenaron de lágrimas. Se imaginaba a Saxon claramente, tan joven, tan delgado y tan indefenso, con aquellos ojos verdes siempre observando.
– No llores -susurró Emmeline antes de tener que secarse sus propios ojos-. Cuando lo acogimos, tenía doce años. Estaba delgado como un hueso y era muy desgarbado. Aún no había dado el estirón y cojeaba un poco porque la mujer que lo tuvo antes que nosotros lo arrojó del porche con el palo de una escoba. El pobrecillo se torció el tobillo y se hizo mucho daño. Tenía muchos hematomas en la espalda, como si aquella desalmada le hubiera golpeado allí también con la escoba. Supongo que era algo habitual. Además, tenía la marca de una quemadura en el brazo. Él nunca nos dijo qué le había pasado, pero la asistente social nos dijo que un hombre le había apagado un cigarrillo en el brazo.
»Nunca mostró miedo ante nosotros, pero, durante mucho tiempo, se tensaba si nos acercábamos demasiado, como si estuviera preparándose para salir corriendo o para pelear. Parecía más cómodo si nos manteníamos a distancia, así que era eso lo que hacíamos, aunque yo me moría de ganas por abrazarlo y decirle que nadie iba a volver a hacerle daño. Sin embargo, era más bien como un perro al que habían maltratado. Había perdido su confianza en la gente.
Anna sintió que se le hacía un nudo en la garganta al hablar.
– Hasta cierto punto, sigue mostrándose distante. No se muestra cómodo en lo que se refiere a los sentimientos, aunque está mejorando.
– ¿Tan bien lo conoces? Me has dicho que fuiste su secretaria. ¿Ya no trabajas para él?
– No. Llevo dos años sin trabajar para él -respondió. Entonces, se sonrojó-. Vamos a tener un hijo y él me ha pedido que me case con él.
– En mis tiempos, se hacía al revés, pero ahora todo es muy diferente -replicó la mujer mirándola de arriba abajo-. No hay vergüenza alguna en amar a una persona. ¿Para cuándo nacerá el niño?
– En septiembre. Vivimos en Denver, por lo que no estamos muy lejos. No resultaría difícil venir de visita.
El rostro de Emmeline se cubrió de una profunda tristeza.
– Siempre imaginamos que Saxon no quería tener nada que ver con nosotros. Se despidió de nosotros cuando se graduó en el instituto y supimos que lo decía completamente en serio. En realidad, nunca pudimos culparlo. Cuando vino a vivir con nosotros, los años de sufrimiento lo habían marcado hasta tal punto que sería difícil cambiarlo. La mujer que lo trajo a este mundo tiene muchas cosas de las que responder, por lo que le hizo nada más nacer y por el infierno en el que convirtió su vida. Te juro que si alguien hubiera descubierto quién era, yo habría sido capaz de asesinarla.
– Eso mismo he pensado yo…
– Mi Harold murió ya hace algunos años. Me encantaría que estuviera aquí ahora para que supiera lo bien que le ha ido la vida a Saxon, pero supongo que ya lo sabe de todos modos.
– Saxon me dijo que usted perdió a su hijo -dijo Anna. Inmediatamente se arrepintió porque no quería causarle a la mujer una pena innecesaria. Perder a un hijo era algo que ningún padre debería experimentar nunca.
Emmeline asintió.
– Kenny… Dios santo… Hace ya treinta años desde que se puso enfermo aquella última vez. Siempre estuvo enfermo del corazón desde que nació y, entonces, no podían hacer las cosas que pueden hacer ahora. Desde que era un bebé, los médicos nos dijeron que no viviría mucho tiempo, pero saberlo no siempre prepara a uno para lo peor. Murió cuando tenía diez años, el pobrecito, y tenía el tamaño de un niño de seis.
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