Sin embargo, cuando se encontró dentro de ella, la desesperación desapareció de los ojos de Saxon. Ella noto cómo, poco a poco, los músculos iban relajándosele. Saxon se hundió en Anna con un relajado gemido de placer y dejó que el peso de su propio cuerpo la aplastara contra la cama. Después de un instante, se incorporó sobre los codos.

– Lo siento mucho -susurró-. No era mi intención hacerte daño.

Anna sonrió dulcemente y le acarició el cabello.

– Lo sé -replicó aplicándole una ligera presión a la cabeza para que la bajara y pudiera besarlo.

El cuerpo se le había acostumbrado ya a él y, aunque la penetración había sido brusca, el dolor había desaparecido, dejando tan sólo el gozo casi incandescente de saber que iba a hacer el amor con Saxon. Anna jamás lo había dicho en voz alta, pero su cuerpo sí. El eco de aquellas palabras silenciosas resonaba con fuerza en su mente. «Te amo». Repitió aquellas dos palabras una y otra vez mientras Saxon empezaba a moverse de nuevo dentro de ella. Sin poder evitarlo, Anna se preguntó si sería por última vez.

Más tarde, cuando Anna se despertó de un ligero sueño, escuchó el sonido de la ducha. Sabía que debía levantarse y comenzar a preparar la cena, pero se sentía atrapada por una extraña inercia. No le importaba en absoluto la comida cuando el resto de su vida dependía de lo que ocurriera entre ellos en aquellos momentos. Sin embargo, ya no podía posponerlo más.

Tal vez aquella noche no sería la última. Tal vez. Algunas veces ocurría un milagro.

A pesar de que esperaba que ocurriera un milagro, estaba perfectamente preparada para afrontar la realidad. Tendría que marcharse de aquel elegante y cómodo apartamento que Saxon le había proporcionado. Su próxima vivienda no tendría todos los colores de las tapicerías y cortinas perfectamente coordinados, pero ¿qué importaba? Las alfombras y cortinas a juego carecían de importancia. Lo que le importaba era Saxon, pero no podría tenerlo. Sólo esperaba que pudiera contenerse para no llorar o suplicar. A él no le gustaría aquella clase de escena.

Estar sin él iba a ser la situación más difícil a la que hubiera tenido que enfrentarse nunca. Lo amaba más que dos años atrás, cuando accedió a ser su amante. Siempre le llegaba al corazón el hecho de que él hiciera algo considerado y luego hiciera todo lo posible para que pareciera un gesto casual que simplemente había ocurrido, un gesto que él no se había tomado ninguna molestia por realizar. Además, estaba la preocupación que él le había demostrado cuando, simplemente, ella se resfriaba o el modo en el que, solapadamente, había ido aumentando el número de acciones a nombre de Anna para que ella se sintiera segura económicamente y el modo en el que siempre alababa todo lo que ella cocinaba.

Anna jamás se había encontrado con nadie que necesitara ser amado más que Saxon ni nadie que rechazara más claramente cualquier señal de cariño.

Su autocontrol rozaba el fanatismo, por lo que a Anna le encantaba cuando, mientras hacían el amor, ese férreo control se hacía pedazos. Sin embargo, nunca antes se había mostrado tan necesitado como aquella noche. Sólo cuando hacían el amor era cuando Anna era capaz de ver al verdadero Saxon, de vislumbrar la pasión que él mantenía oculta todo el tiempo. Adoraba todas las expresiones de su rostro, pero la que más le gustaba era el aspecto que tenía cuando hacían el amor, con el cabello negro empapado de sudor, con los ojos fieros y brillantes, cuando todas sus reservas se evaporaban a medida que sus movimientos se hacían más profundos y rápidos.

Anna no tenía fotografías de él. Tendría que mantener aquellas imágenes vivas en la mente, esperando poder encontrarlas y examinarlas cuando la soledad se hiciera demasiado intensa. Más tarde, podría comparar su amado rostro con otro igual de valioso para ella y buscar similitudes que la reconfortaran y la torturaran a la vez.

Se pasó las manos por el vientre. Éste seguía estando muy plano y no revelaba nada de la criatura que se estaba desarrollando en su interior.

Había tenido muy pocos síntomas de su embarazo, aunque ya casi estaba de cuatro meses. Aquel último periodo había sido el único que no le había venido por completo. El primero después de la concepción había sido muy ligero y el segundo no había pasado de ser una ligera mancha. Precisamente aquellas irregularidades la habían llevado al médico y había sido entonces cuando se había revelado su estado de buena esperanza. No había tenido náuseas por las mañanas. Los senos le habían empezado a doler un poco y se sentía más cansada de lo habitual, pero, aparte de eso, se sentía igual que antes.

La mayor diferencia radicaba en los poderosos sentimientos que sentía hacia aquel bebé, el hijo de Saxon: una delirante alegría al sentir su presencia en su interior, un fuerte sentimiento de protección y de posesión física hacia aquel pequeño ser, unidos a una gran impaciencia por tenerlo entre sus brazos. Junto a todo esto, se sentía abrumada por un sentimiento de pérdida casi intolerable porque le aterraba que, por ganar al hijo, terminara perdiendo al padre.

Saxon le había dejado muy claro desde el principio que no iba a aceptar ataduras de ninguna clase. Un hijo no era una simple atadura, sino un vínculo prácticamente irrompible. A Saxon le parecería algo intolerable. Sólo el hecho de enterarse de que Anna estaba embarazada sería suficiente para apartarse definitivamente de ella.

Anna había tratado de sentirse enfadada con él, pero no podía. Había entrado en aquella relación con los ojos abiertos. Saxon jamás le había ocultado nada. Jamás le había hecho promesa alguna. De hecho, se había tomado todas las molestias posibles para que a ella le quedara bien claro que él sólo estaba dispuesto a ofrecerle una relación física. No había hecho nada más que lo que le había dicho que iba a hacer. No era culpa de Saxon que el anticonceptivo hubiera fallado, como tampoco lo era que el hecho de perderlo fuera a romperle a Anna el corazón.

La ducha había dejado de sonar. Después de un instante, él entró desnudo en el dormitorio, frotándose el cabello húmedo con una toalla. Al ver que Anna seguía en la cama, frunció ligeramente el ceño. Entonces, se colocó la toalla alrededor del cuello y se sentó en el borde de la cama para deslizar la mano por debajo de la cama y buscar el cálido cuerpo de Anna. Le colocó la mano en el vientre.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó, algo preocupado-. ¿Estás segura de que no te he hecho daño?

Ella colocó una mano sobre la de él.

– Estoy bien.

Más que bien, allí tumbada, con la mano descansando sobre el hijo que él le había dado.

Saxon bostezó y movió los hombros para relajarlos. La tensión que había sentido anteriormente había desaparecido por completo y tenía una expresión relajada en el rostro.

– Tengo hambre. ¿Quieres que comamos en casa o que salgamos fuera?

– Comamos aquí, en casa -dijo Anna. No quería pasar su última noche juntos en un concurrido restaurante.

Cuando Saxon trató de levantarse, ella le agarró la mano y se lo impidió. Él la miró sorprendido. Anna respiró profundamente. Sabía que tenía que terminar con aquello lo antes posible, antes de que perdiera el valor.

Sin embargo, las palabras que logró pronunciar no fueron las que había planeado.

– Me estaba preguntando qué harías si yo me quedara embarazada.

De repente, el rostro de Saxon perdió toda expresión y la mirada se le heló en los ojos.

– Te lo dije al principio -dijo, por fin, con voz profunda-. No me casaré contigo bajo ninguna circunstancia, por lo que te pido que no trates de quedarte embarazada para obligarme a ello. Si quieres casarte, yo no soy el hombre adecuado. Tal vez deberíamos disolver nuestro acuerdo.

La tensión había vuelto. Su cuerpo, completamente desnudo, rezumaba anticipación ante la respuesta que ella pudiera darle, pero su rostro no mostraba preocupación alguna. Ya había tomado su decisión y sólo esperaba escuchar lo que Anna fuera a responder. A pesar de que ella sentía una enorme presión en el pecho, tenía que reconocer que la respuesta de Saxon había sido precisamente la que ella había esperado.

Sin embargo, descubrió que no podía decir las palabras que harían que Saxon se vistiera y se marchara. No en aquellos momentos. Lo haría por la mañana. Quería tener aquella última noche juntos, poder estrecharlo entre sus brazos. Quería decirle lo mucho que lo amaba una vez más del único modo en el que él estaba dispuesto a escucharlo.

Capítulo Dos

A la mañana siguiente, Saxon se despertó muy temprano. Permaneció tumbado en la cama, bañado por la tenue luz del alba, aunque le resultaba imposible dormir por la tensión que le había provocado la pregunta que Anna le había hecho la noche anterior. Durante unos terroríficos instantes, había visto cómo su vida cambiaba por completo a su alrededor hasta que Anna le había sonreído y le había dicho suavemente:

– No. Jamás trataría de obligarte a que te casaras conmigo. Sólo era una pregunta.

Ella seguía durmiendo, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Saxon, cubierta por su brazo. Desde el principio, a Saxon le había resultado imposible dormir a menos que Anna estuviera a su lado. Había dormido solo durante toda la vida, pero cuando Anna se convirtió en su amante, había descubierto que volver a dormir solo le resultaba prácticamente imposible.

La situación estaba empeorando. Los viajes de negocios jamás le habían preocupado antes. De hecho, más bien había disfrutado con ellos, pero, en los últimos tiempos, le habían empezado a irritar profundamente. Aquel último viaje había sido el peor.

Los retrasos y los problemas no habían sido nada fuera de lo normal, pero lo que una vez había dado por sentado le molestaba al máximo en aquellos momentos. El retraso de un vuelo podía provocarle una ira irrefrenable. Un plano perdido era suficiente para despedir a alguien. Además, no había podido dormir. Los ruidos del hotel y la cama le habían irritado especialmente, aunque seguramente no se habría dado cuenta de nada si Anna hubiera estado a su lado. Esa reflexión había sido más que suficiente para provocarle sudores fríos por todo el cuerpo, pero, además de eso, había sentido una imperiosa necesidad de regresar a Denver, a Anna. Hasta que no la tuvo debajo de él en la cama y sintió el cálido contacto de su cuerpo, no pudo relajarse.

En cuanto entró por la puerta del apartamento, sintió que el deseo se apoderaba de él. Anna lo miró y sonrió como siempre. Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y serenos, pero provocaron en él una profunda necesidad sexual.

Atravesar aquella puerta había sido como entrar en un santuario. Ella le había servido una copa y se había acercado a él. Cuando Saxon olió el aroma que desprendía la piel de Anna, el mismo que siempre estaba prendido en sus sábanas, la ferocidad de su deseo había sido casi insoportable.

Anna. Saxon había notado su serenidad, su femenino aroma desde que la contrató como secretaria. La había deseado desde aquel mismo instante, pero había decidido controlar sus impulsos sexuales porque ni quería ni necesitaba aquella clase de complicación en su lugar de trabajo. Sin embargo, poco a poco, el deseo se había ido haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en una necesidad insoportable que lo devoraba día y noche. Poco a poco, su autocontrol empezó a flaquear.

Anna era como miel para Saxon y él se moría por saborearla. Tenía una sedosa melena de color castaño claro con reflejos rubios y unos ojos de color chocolate. No era una mujer llamativa, pero resultaba tan agradable mirarla que la gente se volvía constantemente a su paso. Aquellos ojos castaños se mostraban siempre tranquilos, cálidos, amables…

Al final, Saxon no había podido seguir resistiéndose. El frenesí de aquella primera noche aún le sorprendía porque, hasta aquel momento, Saxon no había perdido nunca el control. Sin embargo, con Anna se había dejado llevar, viéndose arrastrado a las profundidades de aquellos cálidos ojos. En ocasiones, le daba la impresión de que jamás había logrado recuperar el control que había perdido aquella noche.

Jamás había permitido que nadie se le acercara de aquel modo, pero, después de aquella primera noche, no había podido olvidarse de Anna como lo había hecho del resto de las mujeres con las que había estado. Reconocer algo tan sencillo le aterrorizaba. El único modo en el que había podido controlarlo había sido separándola de las otras partes de su vida. Ella podría ser su amante, pero nada más.

No podía permitir que ella le importara. Aún mantenía la guardia para que ella no se acercara demasiado. Si lo hacía, Anna podría destruirlo. Ninguna otra mujer había amenazado sus defensas de aquel modo, por lo que, en ocasiones, sentía deseos de marcharse y de no regresar nunca más, de no volver a verla, pero no podía hacerlo. La necesitaba desesperadamente, pero tenía que esforzarse constantemente para que ella no se diera cuenta.