– No mucho más joven. Y quiero envejecer contigo -dijo, con dulzura.
Jarrod entrelazó sus dedos con los de ella y cantó una estrofa de la canción de los Beatles, When I'm sixtyfour, que hizo reír a Georgia.
– Vas a ser la mujer de sesenta y cuatro años más preciosa del mundo -dijo él, llevándose la mano de Georgia a los labios y besándola.
– Oh, Jarrod -Georgia apoyó la cabeza en su hombro-. Me alegro de que estés de buen humor. ¿Por qué has estado tan callado?
– ¿Callado?
– Lo sabes perfectamente. ¿Qué te pasa?
Jarrod suspiró.
– Todo: el día de hoy, el pasado. Me he sentido viejo. Y al verte cantar sobre el escenario y observando cómo te miraba el público, me he dado cuenta de cuánto talento tienes. Supongo que he sentido celos.
– ¿Celos? -dijo Georgia, con una sonrisa.
– No me ha gustado tener que compartirte con el público y mucho menos, con los hombres -dijo él, avergonzado.
– Pero yo he cantado para ti -dijo Georgia, dulcemente, sintiendo una profunda emoción.
Jarrod la estrechó en sus brazos.
– Todas mis canciones son para ti -susurró, alzando el rostro para que Jarrod la besara.
– Y yo soy lo bastante egoísta como para quererte sólo para mí -dijo él, yendo al encuentro de su boca.
Georgia pestañeó para borrar la escena de su mente. Podía haber sido ese mismo día. La situación era muy similar. Ella subida al escenario y Jarrod entre el público. Georgia había cantado canciones de amor para él y el rostro de Jarrod se había ensombrecido por los celos. Igual que se había ensombrecido ahora.
Una vez más, la esperanza irrumpió en su corazón y por unos segundos sintió la aceleración de saber que Jarrod estaba celoso, tal y como lo había estado tantos años atrás. Pero otro recuerdo se interpuso, devolviéndola al abatimiento inicial y a la desasosegante sensación de abandono. Sintió una presión en el pecho y, sin darse cuenta, apretó el brazo de Andy con fuerza.
– ¿Georgia? -preguntó él, mirándola con expresión preocupada-. ¿Te pasa algo?
– No. Perdona -tomó aire para recuperar el dominio de sí misma-. Estoy cansada. He pasado mucha tensión y el cuerpo me está pidiendo un poco de descanso.
Lockie miró a su hermana y a Jarrod alternativamente.
– Será mejor que nos marchemos. Todos necesitamos dormir -le dio una palmada en la espalda a Andy-. Unos más que otros.
– ¡Qué gracioso! -dijo Andy.
– ¿Cómo vas a volver a casa, Lockie? -preguntó Ken-. Creía que no tenías rueda de repuesto.
– Voy a dejar aquí la furgoneta. Tú puedes llevar a Andy y a Evan. Nosotros iremos con Jarrod -dijo Lockie, sonriendo a su amigo-. No te importa, ¿verdad?
Jarrod sacudió la cabeza y Morgan le dio una palmada en el brazo.
– ¡Otra vez! Si sigues así vas a entrar en el sindicato de taxistas, Jarrod -lo miró-. ¿Cómo nos las arreglábamos antes de que volvieras?
«Sin problemas», respondió Georgia, mentalmente. «Y podríamos seguir siendo independientes si llamáramos a un taxi». No necesitaban a Jarrod.
Pero sus ojos lo buscaron y se quedaron fijos en él, admirando su perfil, el cabello recortado por delante y un poco largo por detrás, su ancho torso rematado en la cintura y las estrechas caderas, los vaqueros que se ajustaban a sus muslos, resaltando su músculos…
«¡Por Dios», se reprendió a sí misma. Parecía haber desarrollado una fijación con el cuerpo de Jarrod. Le resultaba imposible no devorarlo con la mirada. ¿Sería el efecto de no poder tocarlo?
«¡Contrólate, Georgia Grayson!», se ordenó, despreciándose así misma. Si seguía así, Jarrod acabaría por darse cuneta. Y se preguntaría…
– Vamos, Georgia, ¿te has quedado dormida? -la llamó Lockie, sacándola de su ensimismamiento, y haciendo una señal para que los siguiera.
Georgia entró en la cocina después de tender la ropa. Con el viento que hacía, se secaría en un par de horas.
Morgan tenía pensado ir al centro a ver a sus amigos, pero Lockie seguían durmiendo cuando las dos chicas desayunaron.
– ¿Lockie sigue en la cama? -preguntó Georgia de nuevo, cuando Morgan le sirvió otro café.
– Lo he llamado hace media hora, pero no ha dado señales de vida.
Georgia sacudió la cabeza.
– Debería ir a recoger la furgoneta lo antes posible.
– Es un desastre, ¿no te parece? -Morgan hizo una mueca-. ¡De no ser por Jarrod, no sé cómo hubiéramos vuelto anoche a casa!
– Habríamos tomado un taxi -dijo Georgia, cortante-. Por cierto Morgan, respecto a Jarrod…
Morgan la miró con una sonrisa resplandeciente.
– ¿Qué? ¿No te parece guapísimo? Podría enamorarme de él.
– Tiene edad como para ser tu padre -las palabras escaparon de la boca de Georgia antes de que pudiera contenerlas.
– ¡No sabes cuánto me alegro de que no lo sea! -rió Morgan.
– Tiene demasiada edad y experiencia para ti.
– ¡Qué va! -dijo Morgan-. Y no me des lecciones, Georgia -puso los brazos en jarras-. Tú tuviste una oportunidad con él y la perdiste, así que no puedes entrometerte.
Georgia se mordió el labio con un espanto que no pudo disimular.
– No pretendía…
– Da lo mismo, Georgia. Déjalo -al ver que Georgia enrojecía, Morgan levantó los brazos-. ¿Quién ha dicho que me interese en serio? Sólo quiero divertirme, y ya soy mayorcita como para que tengas que protegerme del Lobo Feroz.
– No iba a… Lo que quiero decir…
– ¡Ya basta! -dijo Morgan, airada-. No te humilles de esta manera. De todas formas, Jarrod no está interesado en mí. Es todo tuyo, hermana mayor, pero escucha un consejo: no le hagas esperar demasiado tiempo. Hay un montón de mujeres al acecho.
– Morgan, no tengo la menor intención de conquistarlo.
Morgan puso los ojos en blanco.
– Empiezas a preocuparme, Georgia. Cada día eres más aburrida y más crédula.
– No pienso… -Georgia se contuvo y tomó aire. ¿Por qué tenía Morgan la habilidad de sacarla de sus casillas?-. Será mejor que cambiemos de tema. ¿Te ha hablado Jarrod del trabajo en Ipswich?
– Sí.
– ¿Te interesa?
– Supongo que sí -dijo Morgan, encogiéndose de hombros-. Jarrod dice que tendría que hacer un curso de procesador de textos y otro de secretariado.
– Suena bien -comentó Georgia, intentando animar a su hermana.
– Me lo voy a pensar -fue todo lo que dijo Morgan.
– ¡Aaaay! -un quejido las interrumpió, seguido de la aparición de Lockie con aspecto soñoliento-. ¿Quién me ha metido una ametralladora en la cabeza?
Morgan se volvió hacia él.
– No te quejes. Nadie te obligó a beber champán cuando llegamos a casa. Sabes perfectamente cómo te sienta así que no pretendas que te compadezcamos.
– Necesito tomar una piscina de café -dijo, sentándose lentamente-. Tú si te apiadarás de mí, ¿verdad, Georgia?
Georgia le colocó delante una taza de café fuerte.
– ¡Auh! -exclamó Lockie al oír el roce de la taza con la mesa-. ¿Qué ha sido esa explosión? Se me va a caer la cabeza.
– Con lo vacía que la tienes lo más normal sería que se te volara -comentó Morgan.
Georgia rió quedamente y dio una palmadita en la espalda a Lockie.
– Tienes que pagar por tus pecados, Lockie Grayson.
Él dio un sorbo al café.
– Al menos espero alcanzar la salvación.
– Pues ya puedes empezar a redimirte. El garaje va a cerrar en un par de horas -le recordó Georgia.
– Sí, y Jarrod debe estar preguntándose dónde te has metido -añadió Morgan-. Le dijiste que irías a por su coche a primera hora.
Lockie miró el reloj de pared con ojos vidriosos.
– ¿Ya es esa hora? Necesito darme una ducha para poder conducir. ¿Por qué no vas tú a por el coche de Jarrod, Morgan?
– Ni hablar, querido hermano. Estoy a punto de marcharme -tomó el bolso-. Tendrás que ir tú mismo o chantajear a Georgia para que lo haga.
Lockie miró a su otra hermana.
– ¿Qué te parece, Georgia?
– ¡De verdad, Lockie, ya es hora de que te responsabilices de algo! -dijo Georgia, malhumorada.
– Amén -remató Morgan.
– ¿Vais a ensañaros con un hombre enfermo?
– Es tu culpa -dijo Morgan, antes de salir.
Lockie miró a Georgia con expresión suplicante.
– ¿Te importa recoger el coche mientras me ducho y me visto?
– Pero Lockie… -empezó Georgia. No quería ver a Jarrod tan pronto. Su rostro la había perseguido durante horas la noche anterior, impidiéndola dormir.
– Seguro que ni siquiera está, Georgia -dijo Lockie, dulcemente, como si adivinara sus pensamientos-. Me dijo que tenía que ir a la oficina.
Georgia fue hasta el fregadero y se puso a fregar para disimular su inquietud. En el fondo no sabía que era peor, si ver a Jarrod o no verlo.
Lockie suspiró a su espalda.
– Está bien, Georgia. Ya voy yo -dijo, poniéndose en pie.
– No, dúchate -Georgia fue hacia la puerta-. Voy yo. El paseo me sentará bien. No tardaré.
– ¡Eres una verdadera amiga, Georgia! -dijo Lockie, con una sonrisa resplandeciente a la que ella respondió haciendo una mueca.
Georgia cruzó la verja principal. Podía haber tomado el atajo de la parte de atrás, pero hacía años que no lo usaba.
Caminó con paso decidido, entornando los ojos para protegerse del viento. Llevaba unos vaqueros gastados, una camiseta y zapatillas deportivas. Ni siquiera se había recogido el cabello, así que llegaría a casa de los Maclean completamente desaliñada.
La tía Isabel, que siempre tenía un aspecto inmaculado, la miraría con desaprobación. Morgan tenía razón: costaba imaginar que Isabel y su madre fueran hermanas. La risa de su madre siempre había resonado en el hogar de los Grayson, mientras que la tía Isabel apenas sonreía.
¿Tendría razón Morgan cuando la comparaba con su tía? No era posible. Y sin embargo, era inevitable que lo que le había ocurrido la hubiera marcado. Cualquier otra persona habría perdido también la alegría de vivir.
Georgia desaceleró el paso. Quizá todo había comenzado siete años atrás, con la muerte de su madre. Su padre no pudo superar el dolor y comenzó a beber para olvidar la tristeza y protegerse de la soledad. Georgia había temido que llegara a convertirse en un alcohólico. Quizá fue ese temor lo que la lanzó a la seguridad que representaban los brazos de Jarrod.
Durante tres años, Georgia había observado a su padre beberse la vida. Geoff Grayson estaba bebido aquella aciaga noche, cuatro años atrás, pero lo que Georgia le contó le hizo recuperar la sobriedad bruscamente y, que Georgia supiera, desde ese día no había probado una gota de alcohol.
En el horizonte apareció la casa de los Maclean y Georgia titubeó. Era un edificio colonial, construido a finales del siglo diecinueve, mantenido en un magnífico estado.
Decidida a mantener la frialdad y la calma como sólo sabía hacer la tía Isabel, Georgia avanzó con mayor decisión. Tal y como le había dicho Lockie, Jarrod estaría en la oficina. Podía acusársele de muchas cosas, pero nunca de pereza. Al menos, no en el pasado.
– ¿Y si Lockie estropea el coche? -preguntó Isabel Maclean.
– Lo repararemos -dijo Jarrod, indiferente.
Georgia le había contado a Isabel el acuerdo con Jarrod al que había llegado, pero su tía había insistido en avisarlo.
– Georgia -Jarrod se volvió hacia ella-, ¿tienes mucha prisa?
– Lockie está esperando el coche -dijo ella, irritada consigo misma por la manera en que la sola presencia de Jarrod aceleraba su corazón.
– Cuanto antes reparen la furgoneta, antes devolverán el coche -intervino Isabel-. Jarrod, no entretengas a Georgia.
– Diez minutos -dijo Jarrod, ignorando a su madrastra.
Georgia vaciló al darse cuenta de que el rostro de su tía reflejaba un sentimiento más complejo que su acostumbrada irritación, pero que no supo interpretar.
– Peter… -Jarrod se interrumpió-. Mi padre está un poco mejor. ¿Quieres pasar a verlo? Sé que le encantaría.
– No me parece una buena idea, Jarrod -intervino Isabel-. No le conviene hablar.
– Ya lo sé, Isabel -Jarrod frunció el ceño-. Hablaremos nosotros.
– Aún así, se cansará demasiado -insistió Isabel.
– Le gusta ver a gente; estaremos poco rato -Jarrod miró a Georgia-. ¿Vienes?
– No te olvides de que tu padre está muy enfermo -Isabel lo miró con el cuerpo en tensión-. Y Jarrod -sus ojos buscaron los de Jarrod con frialdad-, no le des ningún disgusto.
Cruzaron en silencio un mensaje cifrado que alteró a Jarrod. Tomó a Georgia del brazo y, sin darse cuenta, hundió los dedos en su piel. Pero en cuanto salieron de la habitación, la soltó y avanzaron hacia el dormitorio de su padre en silencio.
Georgia resistió la tentación de frotarse el brazo dolorido en el que Jarrod había dejado la marca de sus cálidos dedos. El contacto de su mano había puesto todos su sentidos en marcha y una voz interior le exigía que se arrimara a él, le pidiera que volviera a tocarla, la abrazara y la estrechara contra sí.
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