– Pasaré por tu casa por la mañana para despedirme.
Lo había dicho como si no fueran más que dos simples conocidos. Estaba alejándose de ella, cerrando la puerta a lo que podría haber entre ellos, y Maura se preguntó cómo podía amar a un hombre tan tonto.
– Muy bien -asintió-. Nos veremos entonces.
– Buenas noches.
– Buenas noches, Jefferson -murmuró Maura, saliendo de la suite a toda prisa para que no la viese llorar.
La tristeza duró una semana. Maura había llorado hasta que no le quedaron lágrimas, hasta que incluso su hermana había perdido la paciencia con ella.
Había visto a la gente del rodaje guardar el equipo y marcharse cuando terminaron su trabajo, cortando así su última conexión con Jefferson.
Jefferson…
Cada noche soñaba con él y lo echaba de menos cada día. Pero, por fin, la rabia la sacó de aquel estado comatoso. En el fondo, no había creído que fuera a marcharse, no sabía por qué. Había salido del hotel convencida de que cuando fuera a despedirse por la mañana tendrían otra pelea, seguida de un revolcón espectacular y promesas de amor eterno.
Pero no, aquel insensato había ido a su casa para darle un papel con sus números de teléfono v luego se había marchado, tan tranquilo. Ni siquiera se había vuelto para mirarla, pensó, golpeando un charco con el pie.
La furia que había ido creciendo dentro de ella durante los últimos días pareció explotar en ese momento. ¡Maldito Jefferson King, al que veía por todas partes! Su voz la seguía hasta la casa, su sonrisa la perseguía por los pastos e ir al pueblo no era forma de escapar porque iba en la camioneta que él le había regalado.
Había invadido su vida, poniéndola patas arriba, y luego se había marchado.
– ¿Qué clase de hombre hace algo así? O sea, que se me puede olvidar tan fácilmente, ¿no? -gritó, mirando a su perro-. Es muy fácil hacer el amor conmigo para luego darse la vuelta.
King gimió en protesta por sus gritos y Maura agradeció su apoyo.
– No, tienes razón. No se olvida tan fácilmente a Maura Donohue. Ese hombre está loco por mí. ¿Cómo se atreve a darme la espalda? ¿A mí y a nuestro hijo? -Maura siguió mascullando maldiciones mientras iba de un lado a otro por la granja, con King pegado a sus talones-. ¿Qué derecho tiene a decir que esto ha terminado?
King ladró y Maura asintió con la cabeza, como si el animal estuviera de acuerdo con ella. King la quería, por supuesto. No como el otro King.
– Cree que voy a quedarme aquí con la boca cerrada, que voy a aceptar lo que ha dicho como si fuera un sermón y seguir adelante con mi vida…
Maura llenó la tetera y la puso al fuego. Mientras las llamas lamían el fondo de cobre, ella golpeaba la encimera con un dedo:
– ¿Y por qué ha pensado, eso, Maura, pedazo de tonta? ¿No lo has dejado escapar tú por no decirle ni una sola vez lo que sentías?
Resultaba humillante tener que admitir eso, pero era la verdad. Había dejado que su propio dolor, su decepción, controlasen sus respuestas la última noche. Si no se hubiera quedado tan perpleja ante el anuncio de que no pensaba amar a nadie nunca más, podría haber defendido su terreno, podría haberle dicho lo que pensaba de un hombre que le tenía miedo al amor.
– Esto no sirve para nada -suspiró-, ¿De qué sirve gritar hasta que se caigan las ventanas si él no está aquí para escucharme?
Pero tenía que escucharla. Ella tenía que hacer que la escuchase. Maura se volvió, mirando el teléfono amarillo colgado en la pared.
Antes de que pudiera pensarlo dos veces, abrió el cajón donde había guardado el papel con lo que parecían seiscientos números de teléfono. Era eficiente su Jefferson, desde luego. Y era su Jefferson, terco como una mula.
Maura miró la lista. Allí estaba el número de su móvil, el de su casa, el de los estudios, el de la casa en las montañas e incluso el de los apartamentos de Londres y París. Esa mañana le había dicho que no quería que tuviese ningún problema para localizarlo.
El hombre era una fuente de información cuando quería serlo. Pero no lo llamaría directamente, pensó. No. Lo que tenía que decirle sólo podía decirlo en persona. De modo que tenía al menos tres opciones y eligió el nombre que le resultaba más familiar.
– Hola. ¿Eres Justice King, hermano de Jefferson?
– Sí, soy yo.
– Soy Maura Donohue -se presentó ella-. Tengo algo que decirle a ese bruto de hermano que tienes, pero… me gustaría saber si estás dispuesto a ayudarme.
Al otro lado del hilo escuchó una risita.
– ¿Estás pensando venir a Los Ángeles?
– Sí, en cuanto compre un billete de avión.
– No hace falta -dijo Justice entonces-, ¿Cuándo tenías pensado venir?
– Puedo tenerlo todo preparado para mañana por la noche.
– Entonces haz las maletas, Maura. Habrá un jet King esperándote en el aeropuerto de Dublín. Lo único que necesitas es el pasaporte.
– No es necesario -empezó a decir ella, sorprendida por su generosidad-. Sólo llamaba para preguntar si podías sujetarme a Jefferson en algún sitio… para que pueda hablar con él.
Justice soltó una carcajada y Maura se alegró porque parecía tenerlo de su lado.
– Enviar el jet no es un gesto generoso, te lo aseguro. Mi hermano está de un humor de perros desde que volvió de Irlanda y mi mujer cree que tú eres la razón de ese mal humor.
Maura sonrió al saber que Jefferson lo estaba pasando tan mal como ella.
– No sabes cuánto me alegra oír eso.
Justice rió de nuevo.
– Oh, sí, mi Maggie y tú vais a ser buenas amigas, estoy seguro -luego hizo una pausa-. Bueno, y cuando llegues aquí, ¿cuál es tu plan?
Maura se apoyó en la encimera para contarle al hermano de Jefferson lo que tenía en mente y cuando colgó se sentía absolutamente segura de lo que iba a hacer.
– Jefferson King, tú no sabes lo que te espera.
Once
– ¿Qué es tan importante como para hacerme venir al rancho? -Jefferson cerró la puerta del coche y se volvió hacia su hermano con cara de pocos amigos.
– Sólo un par de cosas que tenemos que discutir -contestó Justice-, Pero antes tengo que llevar a mi caballo al establo.
Jefferson lo siguió, observando que ya no cojeaba. Meses después del accidente que lo había reunido de nuevo, y para siempre, con Maggie, la pierna de Justice estaba como nueva.
– ¡Has venido!
Jefferson se volvió para mirar a su hermano menor, Jesse. Antiguo profesional del surf, Jesse era ahora un ejecutivo que llevaba King Beach, una tienda de deportes especializada en el surf. Debería estar en Morgan Beach en ese momento… ¿qué estaba haciendo allí?, se preguntó, mirando de un hermano a otro con expresión recelosa. Pero, como no podía imaginar qué estarían tramando, lo dejó por el momento.
– ¿Qué haces aquí, Jesse?
– Bella quería visitar a Maggie. ¿Y tú? ¿Quién está haciendo películas si tú estás de vacaciones en el rancho?
– No estoy de vacaciones. Justice dijo que tenía que hablar conmigo… ¿y dónde están Maggie y Bella?
Jesse se encogió de hombros.
– ¿De compras?
Allí estaba ocurriendo algo muy raro. Las esposas se habían ido, pero sus hermanos estaban allí…
Apretando los dientes, Jefferson se dirigió al establo y, nada más entrar en su fresco interior, con Jesse pegado a sus talones, llamó a su hermano:
– ¿Vas a decirme de qué querías hablar conmigo o no?
Justice metió al caballo en su compartimento y, una vez terminada la tarea, se volvió con una sonrisa en los labios.
– Jesse y yo hemos pensado que era el momento de traerte aquí para ver si podemos averiguar qué demonios te pasa.
– Sabía que estabais tramando algo en cuanto he visto a Jesse. Me voy a la oficina -dijo Jefferson-. Vosotros dos podéis sentaros a la sombra de un roble y psicoanalizaros el uno al otro, yo tengo cosas que hacer.
– Nadie en la oficina te quiere allí -le advirtió Justice.
– ¿Qué? ¿Estás diciendo que esto es una trampa?
– Joan me ha dado las gracias casi con lágrimas en los ojos. Por lo visto, estás inaguantable desde que volviste de Irlanda.
No podía discutir eso porque era cierto. Llevaba una semana en Los Ángeles y nada era lo mismo. Había esperado volver a casa, ponerse a trabajar y olvidarse de todo. Pero le resultaba imposible. Se sentía inquieto, insatisfecho, pero no sabía cómo combatir esa sensación.
No dejaba de pensar en Irlanda, en las colinas verdes, en la granja. En Maura.
Comparado con lo que había dejado allí, lo que encontró en Los Ángeles ya no era suficiente. Y eso no lo había esperado. Siempre le había gustado su vida… entonces, ¿por qué de repente Los Ángeles y su trabajo le parecían poco más que una ilusión, un pasatiempo que ya ni siquiera lo entretenía? ¿Por qué se sentía solo rodeado de gente? ¿Por qué no podía dormir y cuando lo hacía no dejaba de soñar con Maura?
Él sabía por qué, naturalmente. El sempiterno sol de Los Ángeles y el viento de Santa Ana le resultaba algo ajeno y su corazón anhelaba lo que había perdido.
– ¿Vas a contarnos lo que te pasa o no? -le preguntó Justice.
– Sí, bueno, si os empeñáis…
– Vamos a mi despacho.
El despacho de Justice era una habitación de hombre, con sillones de cuero, estanterías llenas de libros y un enorme escritorio en una esquina.
Por supuesto, había juguetes tirados por el suelo, de modo que su hijo, Joñas, debía pasar mucho tiempo allí. Los tres hermanos se sentaron en el enorme sofá de cuero, cada uno con una lata de cerveza en la mano.
– Bueno, ¿qué te pasa? -empezó Justice.
Jefferson se levantó, inquieto, y empezó a pasear.
– No lo sé, la verdad. Me siento… perdido, como si hubiera tomado la salida equivocada en la autopista y no supiera por dónde tirar.
– Lo más fácil sería dar la vuelta -opinó Jesse.
– ¿Tú crees? Cuando dar la vuelta significa cambiar tu vida de arriba abajo, no es tan fácil.
– Depende de lo que ganes o lo que pierdas con el esfuerzo -dijo Justice-. ¿Y dónde has hecho el giro equivocado, Jeff? ¿Es por Maura?
– Estoy empezando a pensar que dejarla ha sido un error… ¿pero qué otra cosa podía hacer? Ella no estaba dispuesta a ceder ni un palmo. Es la mujer más terca que he conocido en toda mi vida…
– Ah, entonces debe ser perfecta para ti -murmuró Jesse, a quien de inmediato Jefferson fulminó con la mirada.
– Ya os he dicho que está embarazada.
– Sí, claro.
– Le pedí que se casara conmigo por el niño, pero se niega a hacerlo. Quiere un matrimonio de verdad.
– Ah, fíjate. Qué exigente -bromeó Jesse.
– Si no puedes ayudarme, cállate -lo regañó Jefferson.
– Tú no necesitas ayuda, lo que necesitas es terapia. ¿Por qué no puedes casarte con ella de verdad?
– Porque ya estuve enamorado de Anna.
Sus dos hermanos se quedaron callados. Ah, ahora no tenían tantas respuestas.
– ¿No lo entendéis? Estoy admitiendo que amo a Maura… estoy diciendo que Anna no contó para nada. Que lo que hubo entre nosotros se puede reemplazar.
Justice se estiró en el sofá, sacudiendo la cabeza.
– Eso es lo más tonto que he oído nunca. ¿Estás de acuerdo, Jesse?
– Totalmente. ¿Qué estás diciendo, Jeff, que sólo se puede amar a una mujer en la vida?
– No -murmuró él, percatándose de lo tonto que sonaba cuando lo decía en voz alta-. No he querido decir eso.
– ¿Entonces qué has querido decir? ¿Crees que Anna querría que vivieras solo toda la vida para demostrar que la querías de verdad?
– No -admitió Jefferson-, No es eso.
Por primera vez se dio cuenta de que las imágenes de Anna empezaban a hacerse borrosas. Era lógico, ya que el tiempo era un bálsamo para el dolor y la tristeza. Aunque dejaba atrás una vaga sensación de culpa por seguir vivo, por seguir respirando cuando la persona a la que amabas había desaparecido.
– Jefferson -dijo Jesse entonces-, si ya tuvieras un hijo, ¿serías capaz de querer al que espera Maura?
– Pues claro, qué pregunta más tonta.
– ¿Tú crees? Acabas de decirnos que no puedes querer a Maura porque quisiste a Anna. ¿No es lo mismo?
No era sólo querer a Maura lo que lo hacía sentir como si estuviera traicionando a Anna, pensó él entonces. Lo que sentía por Maura era mucho más profundo, más maduro. Pero no podía decirles eso a sus hermanos porque ya pensaban que estaba loco. Aunque no resultaba fácil, se dio cuenta de que el amor que había sentido por Anna había sido un amor inocente, juvenil. Y había terminado demasiado pronto, antes de que pudieran ponerlo a prueba. Pero ahora podía amar más profundamente porque había vivido más, porque sabía más, porque tenía más experiencia. La vida lo había hecho adulto y era capaz de sentir más que cuando tenía veinte años.
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