Cuando entró en el ahora silencioso pub, Michael lo saludó con la cabeza y luego siguió viendo la televisión. Sólo quedaba un cliente en la barra y Maura en la mesa, donde la había dejado, con la vela lanzando sombras sobre su cara…

El deseo que había sentido por ella desde el día que la conoció pareció explotar en ese momento y la recordó bailando… su sonrisa, su aspecto tan elegante y tan alocado al mismo tiempo, el ritmo de su cuerpo, la furia de sus pies… y la deseó con una desesperación que no había sentido antes.

– Que rápido -dijo ella cuando se detuvo frente a la mesa.

– No tiene sentido perder el tiempo, ¿no?

– No, claro -sonrió Maura, levantándose-, Pero creo que deberíamos volver a la granja para que Michael pueda cerrar el pub e irse a casa de una vez. Yo tengo una botella de vino en la nevera y podemos brindar después de firmar el contrato.

Jefferson se quedó callado un momento, sencillamente porque no podía creer que fuera ella quien lo había sugerido. Siempre parecía ir un paso por delante y eso era tan poco habitual que le gustaba. ¿Estaría siendo simplemente amable o, como él, estaba deseando que se quedaran a solas? Pronto lo descubriría.


– Buena idea -dijo por fin.

Cuando se despidieron de Michael, el hombre se limitó a decirles adiós con la mano.

Y luego salieron a la calle. El pueblo estaba en silencio, las casas oscuras, las calles vacías. Daba la sensación de que el mundo estuviera conteniendo el aliento. O tal vez, pensó Jefferson, pasar unos días en Irlanda era suficiente para que un hombre empezase a creer en la magia.

El viaje hasta la granja Donohue fue rápido, pero a él le pareció una eternidad. Con Maura a su lado en el coche, su aroma parecía envolverlo, tentándolo, excitándolo hasta tal punto que estar sentado resultaba una tortura.

Cuando llegaron a la casa aparcó en el camino, lo que ella llamaba «la calle», y caminó a su lado hasta la puerta. Ninguno de los dos dijo nada, tal vez porque había mucho que decir. ¿Por dónde debía empezar con una mujer como Maura Donohue?

«¿Firma el contrato?». «¿Quítate la ropa?».

Él sabía lo que prefería, pero tenía la sensación de que no iba a ser tan fácil.

Maura encendió la luz de la cocina y abrió la nevera, mirándolo por encima del hombro.

– ¿Te importa sacar dos vasos del armario?

– No, claro -Jefferson dejó encima de la mesa el sobre que contenía el contrato y fue a buscar los vasos. Un minuto después, ella los llenaba con un vino de color paja que casi parecía dorado a la luz de la lámpara.

Había estado allí antes, aunque siempre de día. La vieja cocina estaba limpia y ordenada, los electrodomésticos brillantes aunque ninguno de ellos era nuevo. En la encimera sólo había una tetera antigua y el suelo de madera, aunque muy usado, estaba brillante.

– Supongo que deberíamos firmar el contrato.

– Sí, lo mejor será quitarnos el negocio de en medio lo primero.

– ¿Lo primero? ¿Y qué viene después? -Maura clavó en él sus ojos azules y el cuerpo de Jefferson se rebeló como un perro hambriento tirando de una correa.

– Después brindáremos por el éxito de nuestra aventura.

– Aventura, ¿eh? -sonrió ella-. No sé si es la palabra adecuada.

Maura tomó el bolígrafo que le ofrecía y se sentó para leer el contrato. Le gustaba eso de ella. Mucha gente había firmado sin molestarse en leerlo, pero ella no, ella era más cauta. No iba a fiarse de su palabra ya que tenía que mirar por sus intereses.

¿Había algo más sexy que una mujer inteligente?

Mientras leía, Jefferson podía oír el tictac de un reloj de pared. Maura tenía la cabeza inclinada y tuvo que hacer un esfuerzo para no tocarla, para no pasar los dedos por su pelo. «Pronto», se prometió a sí mismo, intentando echar mano del autocontrol que siempre había sido parte de su personalidad.

Aunque su autocontrol se había tomado unas vacaciones desde que conoció a Maura Donohue, debía admitir. Ella despertaba algo en su interior. Algo de lo que Jefferson no se había acordado en años, algo que no había sentido desde que…

El crujido del papel interrumpió sus pensamientos a tiempo para ver que Maura dejaba el bolígrafo sobre la mesa.

– Ya está.

– Me alegro mucho de hacer negocios contigo.

– Seguro que le has dicho eso a toda la gente del pueblo.

– No -sonrió Jefferson, metiendo el contrato en el sobre-. Tú eres diferente.

– ¿Ah, sí? -ella tomó los dos vasos de vino y le ofreció uno-, ¿Y eso por qué?

– Creo que tú sabes la respuesta a esa pregunta.

– Es posible.

Maura dejó el vaso sobre la mesa para quitarse el jersey y después sacudió la melena. Y Jefferson tuvo que tragar saliva. Lo único que llevaba bajo ese grueso jersey era una camisola de seda blanca que se pegaba a su piel y bajo la cual sus pezones se marcaban con toda claridad.

– Bonita camisola -murmuró, con voz ronca.

– La verdad es que había pensado que podríamos terminar aquí esta noche y quería ver tu cara de sorpresa cuando me quitase el jersey.

– ¿Y ha merecido la pena?

– Pues sí -contestó ella, alargando una mano para tocar su pelo-. Me gustas mucho, Jefferson King.

El cuerpo de Jefferson se puso en alerta roja, su erección rozando dolorosamente la cremallera de los pantalones.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Y creo que tú también me deseas -Maura se acercó un poco más.

– Pues sí, así es.

El roce de sus dedos era muy seductor, pero él quería ese roce por todas partes. Necesitaba sentir sus manos, tocarla a ella.

De modo que dejó el vaso de vino sobre la mesa y la envolvió en sus brazos. Y estuvo a punto de soltar un gemido cuando los pechos de Maura se aplastaron contra su torso.

– ¿Sabes una cosa? Había pensado seducirte esta noche.

– Ah, pues entonces los dos pensábamos lo mismo.

– Desde luego -murmuró él, inclinando la cabeza para darle un beso. El primero de muchos. Cubrió la boca de Maura con la suya y ella suspiró, abriendo los labios. Y cuando sus lenguas empezaron a bailar, el calor que sentía se convirtió en un infierno.

Jefferson la apretó un poco más, pero aun así no estaban suficientemente cerca, no podía sentirla toda como quería. La necesitaba desnuda, piel con piel. Necesitaba estar dentro de ella. Y lo necesitaba ahora.

De modo que la levantó en brazos para sentarla sobre la encimera de la cocina. Ella dejó escapar una exclamación de sorpresa, pero se recuperó enseguida, envolviendo las piernas en su cintura, besándolo, sus alientos combinándose para crear una sinfonía de gemidos y suspiros que llenaban la silenciosa cocina.

Jefferson la besó una y otra vez: besos largos, cortos, profundos, suaves. Le encantaba besarla… sabía más rica que el vino, más embriagadora. El mundo giraba a su alrededor y él se sentía inexorablemente atraído hacia su órbita.

Tirando de la camisola, se la quitó y la tiró al suelo sin mirar siquiera para admirar sus pechos desnudos. Unos pechos generosos, firmes, los pezones de un rosa oscuro, rígidos ahora, como esperando sus caricias.

Jefferson tomó esos globos de porcelana con la mano, inclinando la cabeza para tomar primero uno y luego el otro pezón en la boca. Chupó, lamió, mordisqueó… y los gemidos de Maura lo animaban aún más.

Ella enredó los dedos en su pelo, sujetando su cabeza como si temiera que fuese a parar, pero parar no estaba en los planes de Jefferson. De hecho, no hubiese podido parar aunque le fuera la vida en ello. Que Dios lo ayudase si Maura cambiaba de opinión y le decía que se fuera. No sería capaz de soportarlo.

– Vamos a quitarte la camisa -dijo ella entonces-. Necesito sentir tu piel bajo mis manos.

Él obedeció de inmediato, quitándose el jersey y la camisa a toda velocidad. Dejó escapar un gemido de placer cuando Maura empezó a acariciar sus hombros y su espalda, el calor de sus manos excitándolo aún más.

– Ayúdame -dijo ella, con voz ronca.

– ¿Qué?

– Los vaqueros, Jefferson -suspiró Maura, mientras bajaba la cremallera del pantalón y se quitaba los zapatos al mismo tiempo-. Ayúdame a quitármelos antes de que pierda la cabeza.

– Sí, claro.

En lo único que él podía pensar era en el próximo beso, en la próxima caricia. De modo que la ayudó, levantándola un poco de la encimera para que se quitarse los vaqueros y las braguitas de algodón blanco. Y pensó entonces que unas braguitas de algodón eran mucho más seductoras que cualquier tanga de encaje negro que hubiera visto nunca. Pero luego se olvidó de todo, perdido en la gloria de verla desnuda. Su piel de porcelana era tan suave que querría tocarla por todas partes, explorar cada curva, cada línea de su cuerpo hasta que la conociera mejor que cualquier otro hombre.

– Ahora tú -dijo Maura, tirando de la hebilla de su cinturón.

Estaba sonriendo mientras movía la melena. Era una mujer fuerte, segura de sí misma, y la emoción de Jefferson aumentó un grado más, si eso era posible.

– Me gustas mucho y no soy una mujer paciente… imagino que ya te habrás dado cuenta.

– Te aseguro que me alegro de oírlo -rió Jefferson, quitándose la ropa y quedando desnudo frente a ella; su cuerpo en estado de alerta, rígido, deseando seguir adelante. Pero aún le quedaba un segundo más de raciocinio, de modo que sugirió:

– Deberíamos subir a tu habitación.

– Más tarde -dijo Maura, acercándose al borde de la encimera y echándole los brazos al cuello-.Si no te tengo dentro de mí en este mismo instante no soy responsable de lo que pase.

– Mi tipo de mujer -sonrió él-. Lo supe en cuanto te vi.

Maura tomó su cara entre las manos.

– Entonces lléname, Jefferson.

Y él lo hizo. La encontró húmeda, caliente, y tan preparada que un segundo después estaba a punto de explotar. Sólo su autocontrol lo ayudó a no saltar demasiado pronto sobre una sima que deseaba como un moribundo desea unos minutos más de vida. Maura echó la cabeza hacia atrás, descubriendo su garganta, y él la besó allí, labios y lengua deslizándose por la delicada piel hasta hacerla temblar. Cuando ella aumentó la presión de las piernas en su cintura empujó con más fuerza, para apartarse y hacer lo mismo de nuevo una y otra vez, con un ritmo que ella seguía, sus cuerpos unidos, mezclándose, bailando un baile para el que parecían destinados.

Sus suaves gemidos lo excitaban como nunca, creando imágenes en su cerebro, sensaciones en su cuerpo. Nunca antes se había perdido así en una mujer. No estaba seguro de dónde empezaba él y dónde terminaba ella y le daba exactamente igual. Lo único que importaba era aquel momento único, irrepetible. Echando la cabeza un poco hacia atrás, bajó una mano hacia el punto donde sus cuerpos se encontraban para rozar su zona más sensible con un dedo y Maura tembló entre sus brazos, gritando su nombre mientras llegaba al final, estremecida. Y, un segundo después, Jefferson se dejó ir por fin, rindiéndose ante aquella mujer.


Horas después, Maura se estiraba en la cama, sintiendo una maravillosa pereza. Se sentía satisfecha, llena, pero aun así, a unos centímetros de su amante, notó que el deseo empezaba a despertar de nuevo. Volvió la cabeza para mirar a Jefferson, sonriendo para sí misma. Había merecido la pena esperar, se dijo, aunque una vocecita le advertía que no sintiera demasiado, que no esperase demasiado.

Fuera, había estallado una tormenta y podía oír el golpeteo de la lluvia sobre los cristales y el viento moviendo las contraventanas. Pero ella estaba allí, en el agradable dormitorio principal de la granja, tumbada al lado de un hombre que la tocaba como nadie lo había hecho nunca. Sin embargo, aquella vocecita irritante empezó a dar la lata de nuevo:

«Cuidado, Maura, Jefferson no es la clase de hombre que se queda para siempre. No va a quedarse, ni aquí, ni en tu cama ni en Irlanda siquiera. Se marchará pronto ahora que ha conseguido lo que quería, así que no seas tonta y no te enamores».

Muy bien, no se enamoraría, pero no podía evitar sentir algo por Jefferson. Él volvería a casa recordándola y recordando aquella noche como algo mágico.

Y era justo porque a ella le pasaría lo mismo.

– Creo que estoy muerto -murmuró Jefferson.

Maura dejó de pensar cuando sus ojos, de un azul tan pálido como las campanillas en verano, se clavaron en ella. Tenía sombra de barba y el pelo tieso… algo nada sorprendente considerando cómo habían pasado las últimas horas. Pero seguía siendo el hombre más guapo del mundo.

Pronto, muy pronto, se marcharía. Y supo entonces que tenía que tenerlo otra vez. Una última vez antes de que se convirtiera sólo en un bonito recuerdo. Poniendo una mano en su abdomen, la deslizó lentamente hacia abajo… lo oyó contener el aliento cuando lo tomó en su mano y sintió esa parte de él despertar a la vida otra vez.