– A mí no me parece que estés muerto en absoluto -bromeó.
– Tú podrías despertar a un muerto, cariño. Acabas de demostrarlo.
Maura sonrió, experimentando una deliciosa sensación de poder femenino. Saber que ejercía tal efecto en un hombre como Jefferson era halagador, desde luego. Saber que estaba mirándola, esperando que ella hiciese otro movimiento, sólo aumentaba esa sensación. Movió los dedos sobre el aterciopelado miembro, acariciándolo hasta que él levantó las caderas del colchón para acercarse más.
– No me quieres muerto, ¿verdad?
– Oh, no -sonrió Maura, colocándose sobre él a horcajadas-. Te quiero vivo, Jefferson King. Vivo y dentro de mí.
Jefferson puso las manos sobre sus muslos y ella sonrió, levantando su melena con las manos en un gesto de coqueteo. La oscura cascada cayó sobre sus hombros y su pecho y cuando Jefferson cerró los ojos supo que lo tenía. Incorporándose un poco, se inclinó sobre su cara para mirarlo como si fuera su prisionero.
Jefferson agarró sus nalgas para tirar de ella, pero Maura quería más; quería mirarlo a los ojos y saber que fuera donde fuera en su vida se llevaría con él la imagen de ellos dos en la cama. Sujetando su miembro con una mano, lo colocó justo en su entrada y acarició el extremo hasta que los dos estuvieron a punto de perder el control. Luego, por fin, lo deslizó dentro de ella, tomándolo centímetro a centímetro…
Cuando por fin estuvieron unidos, conectados tan profundamente como podían estarlo dos personas, empezó a moverse, deslizándose arriba y abajo, creando un ritmo que empezó despacio y se volvió frenético. Apretaba las caderas contra él, inclinándose para que Jefferson pudiese acariciar sus pechos y tirar suavemente de sus pezones…
Sus miradas se encontraron mientras ella seguía moviéndose, sin descanso, sin parar, haciéndolo suyo físicamente aunque no pudiera hacer lo mismo con su corazón. Y cuando sintió que Jefferson explotaba en su interior unos segundos después, gritando su nombre, supo que el eco de ese grito se quedaría con ella para siempre.
Cuando una luz grisácea empezó a colarse por las cortinas blancas, Jefferson supo que la noche había terminado. Maura estaba dormida, con una pierna sobre las suyas, un brazo sobre su torso. Su aliento lo calentaba y el aroma de su pelo estaba en cada gota de aire que respiraba. Él no había dormido aún, pero estaba más despierto de lo que lo había estado nunca. Había hecho el amor durante horas con aquella fierecilla irlandesa y cuando por fin se quedó dormida, agotada, él había permanecido despierto, viéndola dormir.
Su tiempo allí había terminado y se dijo a sí mismo que eso era bueno. Estaba empezando a sentirse demasiado cómodo en Irlanda, en aquella casa, con aquella mujer. Había empezado a pensar demasiado en ella. Le gustaba discutir con Maura, hablar con ella, verla reír. Y eso, sencillamente, no entraba en sus planes.
No quería que Maura le importase demasiado, no quería pasar por eso otra vez y mantendría el control de cualquier forma posible para no volver a sufrir lo que había sufrido una vez. Con cuidado, saltó de la cama, divertido más que otra cosa cuando Maura murmuró algo ininteligible y se tapó la cabeza con el edredón.
Cuando por fin subieron a la habitación la noche anterior habían llevado la ropa con ellos, de modo que empezó a vestirse. Y una vez vestido, sintiéndose más cómodo, pensó que marcharse era lo mejor para todos. Una noche espectacular con una mujer que lo intrigaba no iba a cambiarlo. Él era lo que era y su vida no estaba en Irlanda, por muy tentador que fuera tal pensamiento. Además, nadie había dicho nada sobre una relación. Él había evitado deliberadamente pensar en esa palabra. Lo que había ocurrido con Maura había sido divertido, emocionante, nada complicado. Mejor dejarlo así.
– ¿Te marchas? -la oyó preguntar entonces.
– Sí -respondió Jefferson- Tengo que volver a trabajar. He estado fuera más tiempo del que había planeado y ahora que el contrato está firmado no hay ninguna razón para quedarme.
– Ah, sí, el contrato.
Maura apartó el edredón para mirarlo a lo ojos y, por un momento, Jefferson temió que fuera a pedirle que se quedase. Esperaba que no lo hiciera porque no tendría que esforzarse mucho para convencerlo y eso sólo prolongaría lo inevitable. Pero Maura Donohue lo sorprendió de nuevo. Apartando el pelo de su cara se levantó de la cama y, absolutamente cómoda con su desnudez, se puso de puntillas y le dio un beso en los labios.
– Entonces tendremos que decirnos adiós, Jefferson King.
Cuando Jefferson puso las manos sobre sus caderas, los dedos le quemaban de deseo. Nada como una mujer cálida, desnuda, recién levantada de la cama para que un hombre soñase con pasar el día entero en el dormitorio. Pero él era un King y tenía un avión esperando, un negocio y una vida a la que volver.
– ¿Ya está? ¿No vas a pedirme que me quede?
Maura negó con la cabeza.
– ¿Para qué? No somos niños, Jefferson. Nos gustamos y nos hemos acostado juntos. Ha sido una noche estupenda, dejemos que el final sea igualmente estupendo.
Por lo visto, se había preocupado innecesariamente, pensó Jefferson. Ella no iba a suplicarle que se quedara, no iba a llorar, a decirle que lo echaría de menos ni a pedirle que volviese pronto. Ninguna de las cosas que él había esperado evitar.
¿Entonces por qué estaba tan molesto?
– Te acompaño a la puerta -Maura tomó un albornoz verde del armario, pero esconder lo que Jefferson había pasado horas explorando no iba a cambiar nada.
– No tienes que bajar conmigo.
– No es por ti. Voy a hacerme un té y luego tengo que ponerme a trabajar.
Jefferson levantó una ceja. Y él esperando una cariñosa despedida… Sencillamente, Maura estaba haciendo lo que hacía todos los días. Y él también. Pero entonces, volvió a preguntarse, ¿por qué seguía sintiéndose tan molesto?
Maura abrió la puerta y se apoyó en ella, con una sonrisa en los labios.
– Que tengas buen viaje.
– Gracias -Jefferson salió al porche, donde el viento irlandés lo golpeó como una bofetada-. Cuídate, Maura.
– Siempre lo hago -dijo ella-. Cuídate tú también. Y no te preocupes por tu gente, todo esto seguirá aquí cuando lleguen.
– Muy bien.
Sonriendo, Maura cerró la puerta, sin darle más opción que dirigirse hacia su coche. De espaldas a la puerta, Maura se abrazó a sí misma mientras lo oía arrancar el coche. No quería mirarlo, pero tuvo que acercarse a una ventana para verlo por última vez.
Un segundo después, Jefferson había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí.
– Bueno… -murmuró, secándose las lágrimas con la manga del albornoz-. Es mejor así. No tenía sentido entregarle tu corazón para que lo pisoteara antes de irse del país.
No era la primera mujer que se enamoraba de quien no tenía que enamorarse. Y sin duda no sería la última.
– Da igual porque se ha ido -suspirando, se dirigió a la cocina para hacerse un té. Tenía que volver a su vida normal, a atender a los animales y sus tierras, al mundo que ella conocía-. Se te pasará -se prometió firmemente a sí misma-. Pronto lo olvidaré.
Cuatro
No lo había olvidado. Habían pasado dos meses y seguía pensando en Jefferson King cada día. Su única esperanza era que Jefferson también pensara en ella, eso sería lo más justo. El problema era que estaba demasiado tiempo sola, pensó. Pero con Cara en Dublín, no tenía a nadie con quien hablar salvo su perro, que acababa de adoptar.
Desgraciadamente, King, llamado así por razones evidentes, no era un gran conversador. Ahora, aparte de la tristeza por un hombre al que nunca debería haber dejado entrar en su corazón, el trabajo y su nuevo perro, Maura se encontraba mal físicamente. Tenía mareos y aquella mañana había tenido que sentarse en el establo cuando estaba a punto de caer al suelo.
– Es la gripe, lo sé -le dijo al médico del pueblo cuando fue a recoger las pruebas-. No he dormido bien últimamente v tengo tanto trabajo… imagino que me ha pillado baja de defensas.
El doctor Rafferty llevaba cuarenta años en el pueblo y había atendido el parto de Maura y el de Cara, de modo que la conocía perfectamente. Y, siendo así, miró a Maura a los ojos y le dijo la verdad:
– Tengo los resultados de la prueba -el doctor Rafferty miró los papeles que tenía en la mano como para asegurarse de lo que estaba diciendo-, Si es la gripe, es de la variedad de los nueve meses. Estás embarazada, Maura.
Ella lo miró, en silencio, convencida de haber oído mal.
– No, no puede ser -dijo por fin-. Es imposible.
– ¿Tú crees? -el médico se dejó caer sobre un taburete-, ¿Estás diciendo que no has hecho nada que pueda haber dado como resultado esa condición?
– Bueno, no…
Maura empezó a echar cuentas. En realidad, no le había prestado mucha atención a su período últimamente, pero ahora que lo pensaba… no lo había tenido en algún tiempo. Luego hizo un rápido cálculo matemático y cuando llegó a la única conclusión a la que podía llegar en esas circunstancias, dejó escapar un suspiro.
– Dios mío…
– Pronto empezarás a sentirte bien, no te preocupes. Los primeros meses son los peores. Mientras tanto, quiero que te cuides un poco mejor. Come a intervalos regulares, no tomes demasiada cafeína y pídele a la enfermera que te dé un frasco de vitaminas -el doctor Rafferty se levantó para poner una mano en su hombro-. Maura, cielo, tal vez deberías contárselo al padre del niño.
El padre del niño. El hombre al que había jurado olvidar.
– Sí, claro -murmuró. Tenía que decirle a Jefferson King que iba a ser padre. Ah, genial, una conversación fabulosa.
– ¿Estás bien?
– Sí, sí…
Pronto estaría bien, se dijo. Ella era una mujer fuerte. Se le había pasado el susto de repente y, casi sin darse cuenta, empezaba a sentir una emoción extraña en su interior.
Iba a tener un hijo.
– ¿Quieres que hablemos?
– ¿Qué? -Maura levantó la cabeza para mirar los amables ojos del médico-. No, doctor Rafferty, estoy bien, de verdad. Después de todo es una buena noticia, ¿no?
– Tú siempre has sido una buena chica -sonrió el hombre-, A partir de ahora me gustaría verte una vez al mes. Pídele a la enfermera que te dé una cita en treinta días. Ah, y no levantes objetos pesados.
Cuando salió de la consulta, Maura se quedó a solas con sus pensamientos. Aunque…
– No tan sola como cuando llegué -dijo en voz alta, llevándose una mano al abdomen.
Había un niño creciendo dentro de ella, una nueva vida. Una vida inocente que contaría con ella para todo. Pero ella era una persona acostumbrada a las responsabilidades, de modo que eso no la preocupaba. Que su hijo tuviera que crecer sin un padre era un problema, sí. Siempre que se había imaginado a sí misma teniendo un hijo había imaginado también un hombre a su lado. Nunca se le había ocurrido ser madre soltera. No lo había planeado. De hecho, tomaba precauciones… pero no las había tomado con Jefferson King.
¿Cómo había podido pasar?
Debería haberle pedido que usara un preservativo, pero ninguno de los dos pensaba con claridad esa noche.Y ahora, aparentemente, esa noche había tenido consecuencias.
Pero era una consecuencia feliz, pensó. Un hijo.
Ella siempre había querido ser madre.
Una vez fuera de la clínica, Maura miró el cielo cubierto de nubes. Estaba a punto de estallar una tormenta y se preguntó si sería una metáfora de lo que estaba a punto de ocurrir en su vida.
– Estaremos perfectamente tú y yo solos -murmuró, poniendo una mano sobre su abdomen. Ella se encargaría de que su hijo fuera un niño feliz y de que no le faltase nada.
En cuanto llegase a casa llamaría a Jefferson, pero sería una conversación rápida e impersonal. Se lo diría porque debía decírselo, pero también le diría que no tenía que volver a toda prisa porque ella se haría cargo de todo. Una llamada telefónica. Nada más.
Dos meses después…
– El señor King dijo que no habría ningún problema.
Maura miró al hombre que estaba en el porche de su casa. Era bajito, calvo y tan delgado que un golpe de viento podría arrastrarlo hasta el centro de Craic.
– El señor King dice muchas cosas, ¿no?
El hombre respiró profundamente, intentando encontrar paciencia. Y ella lo entendía muy bien porque llevaba semanas haciendo lo mismo y no la encontraba por ningún sitio.
– Tenemos un contrato -le recordó.
Maura miró al equipo de rodaje, que estaba colocando trailers y maquinaria por todas partes. Ella no había esperado que fueran tan… invasivos, pero había docenas de personas pisoteando la hierba de su granja.
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