– Esta noche cenaremos juntos -la informó-. Bien vestidos.
Sabrina lo miró indecisa, como si no comprendiera el motivo de aquella cena. Tampoco Kardal lo entendía. Era como si quisiera conocer a la princesa Sabrá. Tal vez no fuera la mujer por la que la había tomado en un principio.
– ¿A un instituto femenino? -preguntó asombrado Kardal.
Sabrina apoyó los codos sobre la mesa.
– ¿Qué te crees? Las madres occidentales también intentan proteger a sus hijas. Además, hay estudios que demuestran que las mujeres aprenden más cuando no van a colegios mixtos.
– No lo niego -contestó él-. Pero no tenía ni idea de que hubieras asistido a un centro así.
– Tampoco te lo habrías creído -Sabrina arrugó la nariz-. Tú solo quieres leer que he estado en fiestas salvajes y he salido con un montón de chicos. Esas historias son mucho más interesantes que la verdad.
Era cierto, admitió Kardal. Debía reconocer que se había precipitado al dar por sentado lo peor respecto a Sabrina.
Kardal miró a la mujer que tenía delante. A modo de concesión, le había pedido a Adiva que le llevara un vestido azul cobalto. Sus mangas eran tan largas y el escote tan recatado que hasta el más severo de los padres le habría dado su aprobación. Y, sin embargo, a Kardal le resultaba de lo más sensual. La seda cubría las curvas de Sabrina, pero no ocultaba su existencia.
Se había soltado el pelo y este le caía alrededor de los hombros. Sus rizos rojizos lo tentaban. Estaba deseando enredar los dedos para descubrir si eran tan suaves como parecían.
– Así que no has llevado una vida desenfrenada en California -dijo Kardal mientras alcanzaba una fresa de un cuenco que había entre los dos.
– Todos esos rollos sobre mis aventuras con los hombres son mentira -contestó ella, de nuevo ruborizada-. Es por mi madre. A ella sí le gusta coquetear.
– ¿Te molesta?
– Al principio se me hacía raro – Sabrina se encogió de hombros -. Siempre había un hombre distinto a su lado. Yo echaba de menos a mi padre, pero ella no quería hablarme de él. Y cuando estaba con él, no podía hablar de ella, por supuesto. Siempre quise encontrarle un marido y que volviera a casarse. Pero mi madre decía que ya había pasado por un matrimonio y que no cometería dos veces el mismo error… Luego, cuando cumplí catorce años, me dijo que ya iba siendo hora de que me echase novio -añadió tras servirse en el plato una rodaja de pina.
Kardal había oído muchas historias sobre la madre de Sabrina, pero jamás habría imaginado que presionaría a su propia hija para que se echara novio.
– ¿Qué le dijiste?
– Que me parecía que la vida no solo consistía en celebrar fiestas. A mí me gustaba estudiar. Sobre todo, desde que entré en la universidad. Pero mi madre nunca terminó de creérselo. Lo curioso es que tuve una media de sobresaliente en toda la carrera, lo que me obligaba a pasar muchas horas estudiando. Si hacías la cuenta, era matemáticamente imposible sacar tiempo para estudiar y para asistir a todas esas fiestas. Pero nadie se molestó en hacer ese pequeño cálculo.
Realmente interesante, pensó Kardal. Sabrina era una caja de sorpresas. Y algunas estaban resultando muy agradables.
– Puede que, después de todo, no fuera un error rescatarte del desierto.
– Gracias -contestó Sabrina en tono irónico-. No imaginas lo feliz que me hacen tus palabras
Capítulo 6
ERES un tanto impertinente -dijo Kardal mientras alcanzaba otra fresa-. Las esclavas deben ser más dóciles. No me gusta que las mujeres sean sarcásticas.
– Y a mí no me gusta que me secuestren, ¿te enteras? -contestó Sabrina, complacida por el duelo dialéctico que estaba librando con el príncipe de los ladrones. Sin duda, el hecho de estar bien vestida le daba seguridad. Desnuda habría perdido de antemano.
– No te quejes: te lo estás pasando de cine en mi ciudad. Especialmente conmigo -repuso él-. ¿O acaso preferirías conocer a tu prometido?
– ¿Cómo sabes lo del anciano alitósico? – preguntó sorprendida.
– ¿Qué? -Kardal estuvo a punto de atragantarse.
– El príncipe al que me ha prometido mi padre. Es un viejo horrible.
– ¿Cómo sabes que es horrible?
– Porque mi padre nunca se ha preocupado por mí. Para él no es más que una alianza, no un matrimonio -Sabrina se encogió de hombros-. Supongo que tú eres algo mejor, tampoco mucho. Pero al menos no te huele el aliento. Bueno, ¿cómo sabes que estoy prometida?
– He oído rumores -Kardal le acercó una fresa-. Volviendo al tema de antes, ¿entonces no ibas a las fiestas de tu madre?
– No si podía evitarlo. Somos distintas. A veces me cuesta creer que seamos de la misma sangre. Aunque me cae bien. A veces pienso que me encontró debajo de una piedra y me llevó a casa.
– He visto fotos de tu madre -comentó él-. Tú eres más atractiva.
Kardal la tenía secuestrada, se recordó Sabrina. La había maniatado en el desierto, la había obligado a vestir una ropa indecente. Seguía con los brazaletes de esclava puestos y a saber qué otras torturas le tenía preparadas. De modo que debía darle igual que la considerase más guapa que su madre. Pero no le resultaba indiferente.
– Sí, es curioso, ¿no? -murmuró mientras doblaba la servilleta sobre el regazo para no mirarlo Estaban sentados frente a la chimenea, en el cuarto de Sabrina. Les habían servido la cena en una mesa baja, rodeada de cojines a modo de asiento. Cuando Adiva le había anunciado con una reverencia que el gran Kardal tendría la deferencia de cenar con ella, Sabrina había pensado en mostrarle su gratitud tirándole los platos a la cabeza. Pero, por alguna razón, al final no había encontrado el momento adecuado. Quizá porque le gustaba tener a alguien con quien hablar. Al fin y al cabo, en el palacio de Bahania no tenía amigos con quienes hacerlo.
– Aparte de en Los Ángeles, ¿estudiabas también cuando estabas con tu padre? -preguntó Kardal.
– No, solo pasaba los veranos con él. Se desembarazaba de mí dejándome al cuidado de alguna criada -Sabrina suspiró. Pensar en su padre siempre la entristecía-. A veces eran de otros países, y eso era interesante. Podía aprender algo sobre sus costumbres y un poco de su idioma… Pero no era fácil. Vivir entre los dos mundos es más complicado de lo que la gente pueda pensar. Todos los veranos tardaba varios días en acostumbrarme al palacio y lo distinto que era todo aquí. Mi padre estaba ocupado gobernando y formando a mis hermanos. Me sentía fuera de lugar. Y en ningún momento bienvenida.
– Una casa de hombres -dijo Kardal-. Apuesto a que no sabían qué hacer contigo.
– Eso lo entiendo, aunque al principio solo sentía que no me querían. Pasaba muchas horas leyendo sobre la historia de Bahania y hablando con los criados. En cuanto empezaba a sentir que me había hecho un hueco en el palacio, tenía que volver a California. Y allí tenía que pasar por el mismo proceso de adaptación. Mis amigos hablaban de todo lo que habían hecho durante las vacaciones, pero yo no sabía qué contar. ¿Qué iba a decirles? ¿«Estuve en mi palacio y jugué a que era una princesa»? -Sabrina arrugó la nariz-. Desde fuera suena bien, pero no era feliz. Además, en el fondo no quería que supieran quién era. Ellos solo sabían que visitaba a mi padre, pero ignoraban que fuese el rey de Bahania… ¿Te aburro? -preguntó de pronto, incómoda por la intensa mirada de Kardal.
– En absoluto -contestó este-. Tu historia me resulta familiar. Yo también crecí atrapado entre dos mundos.
Se interrumpió como si no fuese a decir nada más, pero Sabrina permaneció callada. No podía imaginar qué podía tener en común con el príncipe de los ladrones.
Kardal dejó vagar la mirada en un punto perdido de la puerta. Sabrina se preguntó qué estaría viendo.
– Yo era un niño del desierto -arrancó por fin-. Aprendí a andar y a montar a caballo al mismo tiempo y los días se me iban con los demás niños de la ciudad. Nos divertíamos mucho, primero dentro de los muros protectores que nos rodeaban y luego en el desierto. Era el jinete más rápido y cazaba como si fuese un depredador. Unos meses al año, viajaba con las tribus vecinas y aprendía sus costumbres.
– Suena apasionante.
– Lo era. Hasta que cumplí diez años y mi madre decidió que tenía que empezar a instruirme. Me mandó a un colegio interno en Nueva Inglaterra -la cara de Kardal se ensombreció-. Nunca encajé con los compañeros.
– No puedo ni imaginarte con traje y corbata -comentó Sabrina.
– Nunca había tenido que llevar esa clase de ropa -reconoció él-. No conocía sus costumbres, apenas hablaba su idioma. No sabía leer casi y aunque siempre tuve cabeza para las matemáticas, no tenía formación escolar… Me pasé casi todo el año castigado por pelear con los demás.
– Los otros chicos se metían contigo y reaccionabas de la única forma que sabías.
– Exacto. Estuvieron a punto de expulsarme.
– ¿Y qué pasó?
– Volví a casa en verano. Mi abuelo me explicó que solo podría ser príncipe de la ciudad si contaba con los conocimientos apropiados. Me dijo que debía mantener en secreto dónde estaba la ciudad y no contarle a nadie quién era. Se creían que era el hijo de algún jeque rico. Me dijo que tenía el deber de aprender todo cuanto pudiese, que era mi responsabilidad, porque solo así podría gobernar a mi pueblo con sabiduría. Le prometí que intentaría adaptarme y me apliqué en los estudios -contestó con rostro serio.
– Así que volviste en otoño y esa vez, en lugar de pegarte con los compañeros, te pusiste las pilas con las clases.
– Exacto.
– ¿Mejoró la situación?
– Cuando cumplí quince años y empezamos a realizar actividades conjuntas con el instituto femenino de al lado -respondió sonriente Kardal.
– No me digas más -Sabrina no pudo evitar soltar una risotada-. Tenías éxito con las mujeres.
– No me iba mal -reconoció él – Además, había crecido, era más fuerte. Nadie se atrevía a seguir metiéndose conmigo. Y me había integrado. Pero, como tú, en verano volvía al desierto. Me costaba varias semanas adaptarme a la vida de aquí y luego tenía que marcharme otra vez. Me alegré cuando terminé la facultad y pude vivir todo el año en la ciudad.
– ¿Quién iba a decir que tendríamos algo en común? -dijo Sabrina. De pronto se sintió incómoda. Se tocó el brazalete que tenía en el brazo izquierdo y preguntó-: Kardal, ¿de verdad piensas retenerme como esclava?
– Por supuesto. No ha pasado nada que me haga cambiar de idea.
– Pero no puedes hacerlo. Soy una princesa. Ya hemos dejado claro que mi padre no se preocupa mucho por mí, pero tampoco dejaría que me detuvieran en contra de mi voluntad.
– Ya lo he informado de que te tengo secuestrada – contestó Kardal con expresión enigmática.
– ¡No es posible! -exclamó asombrada Sabrina.
– ¿Porqué no?
– Porque el rey de Bahania no negociará rescates con nadie. Te aplastará como un gusano.
Kardal no pareció asustarse. Colocó su servilleta en la mesa y se levantó despacio.
– No puede hacerlo. Existe una relación de mutua dependencia entre su país y la Ciudad de los Ladrones. No puede permitirse el lujo de contrariarme.
– ¿Y tú sí puedes contrariarlo a él? Estás loco. No tiene sentido.
– Por supuesto que sí. De vez en cuando, conviene recordar a los vecinos que tengo cierto poder. Que nos necesitamos mutuamente.
– ¿Me estás diciendo que mi secuestro es una mera maniobra política? -Sabrina puso las manos en las caderas.
No podía creérselo. Ni entendía por qué le desagradaba tanto tal posibilidad.
– Te rescaté del desierto porque no quería que murieses allí -respondió Kardal – Sin embargo, hay muchas razones para mantenerte a mi lado. Y sí, una de ellas es política.
– ¿Y las otras?
– Quizá te encuentro atractiva -contestó él mirándola a los ojos.
Sabrina se había llevado una alegría enorme cuando Adiva se había presentado por la tarde con una selección de vestidos. Cualquiera era preferible a las horribles gasas transparentes. Pero, aunque sabía que estaba cubierta de los pies al cuello, se sentía expuesta. La mirada de Kardal le hacía desear llevar mucha más ropa encima.
– Te agradecería que me dejaras marcharme.
Kardal rodeó la mesa hacia Sabrina, la cual se echó hacia atrás.
– Ya te he dicho que eres mi esclava, pajarillo. Los brazaletes de las muñecas muestran tu condición.
– ¡Pero es absurdo!, ¡No puedes mantener secuestrada a una princesa!
Kardal siguió acercándose a Sabrina y esta siguió retrocediendo. Por desgracia, no tardó en chocar contra la pared.
Él dio un paso más al frente, le acarició una mejilla. Un roce casi imperceptible. Pero que a Sabrina le provocó escalofríos.
– He decidido que sigas a mi lado -dijo él inclinando la cabeza-. Quizá, si tienes suerte, algún día decida liberarte -añadió antes de poner una mano en su cintura.
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