– Siempre me desconcertaba el cambio de un sitio a otro -afirmó Sabrina-. Por razones de seguridad, mi madre nunca le contaba a nadie quién era yo. Cuando crecí, no me animé a decírselo a mis amigos. Pensaba que no me creerían o que la relación cambiaría.

– A ti te pasaba lo mismo -le dijo Cala a su hijo.

– Esta ciudad es secreta. No podía hablar de ella con nadie.

Cala cambió de conversación y comentó que iban a ampliar la clínica para las mujeres de la ciudad. Charlaron sobre la primavera tan fresca que estaban teniendo y de la última asamblea celebrada por las tribus nómadas locales. A Sabrina le cayó bien Cala. Era una mujer agradable. Kardal la trataba con mucho respeto. También la miraba a ella de vez en cuando, como si compartiesen algún secreto.

Sabrina no estaba segura de qué podía ser, pero le gustaba sentir esa complicidad. Le producía un cosquilleo semejante al del beso.

– Acabo de enviar una invitación -dijo Cala cuando terminaron de comer. Sabrina reunió los platos y los puso en el carrito.

– ¿Invadirán el castillo ochocientas mujeres? -preguntó Kardal-. Porque si es así improviso un viaje al desierto.

– Nada de mujeres -Cala se entretuvo doblando su servilleta-. Solo un hombre. El rey Givon. J

– El rey de El Bahar -arrancó Sabrina-¿Por qué…?

– ¿Cómo te atreves! -exclamó indignado Kardal, dirigiéndose a su madre- Sabes que no es bienvenido. Si intenta poner un pie en la Ciudad de los Ladrones, haré que lo maten de un disparo Si hace falta, lo mataré yo mismo añadió al tiempo que se ponía de pie. Luego se dio la vuelta, salió de la habitación y cerro de un portazo.

– No entiendo… -susurró estupefacta Sabrina-. El rey Givon es un gobernante maravilloso. Su pueblo lo adora.

– A Kardal le da igual -Cala suspiró-Esperaba que la herida hubiese cicatrizado con el tiempo, pero ya veo que me equivocaba

– ¿Qué herida?, ¿Por qué odia Kardal al rey Givon? -preguntó Sabrina, y Cala se mordió el labio inferior.

– Porque Givon es su padre. Permaneció varios minutos más antes de excusarse y marcharse casi con lágrimas en los ojos.

¿El rey Givon era el padre de Kardal? Sabrina no podía creérselo. Siempre se había dicho que el rey de El Bahar era un padre devoto y que, hasta la muerte de su esposa, había estado locamente enamorado de ella.

Sabrina dio vueltas a la habitación varios minutos. Por fin decidió salir en busca de Kardal. Se cruzó con un criado, el cual la informó de cómo localizarlo.

Las puertas de madera resultaban tan imponentes que estuvieron a punto de disuadirla, pero tenía la sensación de que Kardal necesitaría tener a alguien con quien hablar esa noche. Daba la impresión de que tenían más cosas en común de las que había imaginado, de modo que quizá pudiese ayudarlo. Respiró profundo, llamó a la puerta y entró.

Los aposentos de Kardal eran espaciosos y estaban llenos de antigüedades fascinantes. Ingresó en un vestíbulo con una fuente en una esquina. A su izquierda había un comedor con una mesa para veinte personas, posiblemente del siglo xviii. Atravesó una salita de estar y vio unas puertas que comunicaban con una terraza.

Entró. A sus pies se extendía la ciudad y, más al fondo, el desierto. Era de noche y había refrescado. Intuyó un movimiento y se giró hacia el hombre que estaba apoyado en la barandilla.

– ¿Kardal? -susurró para no sobresaltarlo.

Pero él no dijo nada, ni se movió. Sabrina se acercó y se detuvo a un metro escaso de distancia. Apenas podía distinguir la expresión de su rostro bajo la luz tenue del crepúsculo.

Ambos guardaron silencio durante varios minutos, pero ella no se sintió incómoda. El desierto tenía algo relajante. A veces les llegaba el eco de una risa. Había tanta vida oculta del res-lo del mundo dentro de los muros de la ciudad…

– Apenas llevo aquí unos días -murmuró Sabrina-, pero ya no puedo imaginar vivir en otro sitio.

– Yo nunca he querido irme -contestó Kardal-. Ni siquiera cuando sabía que era por mi bien… Estás confundida, ¿verdad? -le preguntó al cabo de unos segundos.

– Sí… No sabía que el rey Givon era tu padre – admitió Sabrina-. Claro que tampoco sabía tanto de la ciudad hasta que vine, así que no debería sorprenderme. Simplemente pensé… No sé qué pensé -finalizó.

– Es una larga historia -la avisó Kardal.

– Puede que sea tu esclava, pero tengo muy pocas obligaciones -respondió sonriente Sabrina- Así que tengo todo el tiempo del mundo para escucharte.

– Hace siglos -arrancó Kardal- antes de que se descubriera petróleo, existía lo que se conocía como la Ruta de la Seda. Era un camino que atravesaba el desierto y comunicaba India y China con Occidente. El comercio entre el Próximo y el Lejano Oriente era la base de muchas economías. Cuando la Ruta de la Seda se abrió, muchas de estas economías florecieron. Y cuando se cerró, los países sufrieron. Con el tiempo, los nómadas comprendieron que podían ganarse la vida ofreciendo protección a los mercaderes. Los que vivían en la Ciudad de los Ladrones se dieron cuenta de que podían vivir mejor evitando el robo que robando.

– Todo un cambio de perspectiva -comentó Sabrina.

– Cierto. El Bahar y Bahania son reinos amigos desde hace siglos. Lo que la mayoría de la gente ignora es que la Ciudad de los Ladrones está íntimamente relacionada con ambos países. Existe una relación de dependencia entre los tres gobiernos. Hace cinco siglos, el príncipe de la ciudad controlaba a los nómadas y se quedaba con un porcentaje de todas las mercancías que pasaban por el desierto. Hoy soy yo quien se queda con un porcentaje del petróleo. A cambio, mi gente se ocupa de que nadie ataque los campos petrolíferos del desierto y de evitar la acción de los terroristas.

– Rafe -dijo Sabrina-. Su misión no es proteger el castillo.

– Es parte de su trabajo -contestó Kardal-. Pero no su principal responsabilidad. Los nómadas pueden contribuir a mantener la seguridad del desierto, pero hace tiempo que la tecnología ha ganado mucho terreno.

Sabrina le hizo una caricia en un brazo. Notó el calor que salía de su piel.

– ¿Qué tiene que ver todo esto con tu padre?

– El Bahar, Bahania y la Ciudad de los Ladrones tienen un nexo que va más allá de las relaciones económicas – respondió Kardal con la vista puesta en el cielo del anochecer

– . Existe un vínculo de sangre. Cuando nuestra ciudad no tiene un heredero varón, el rey de El Bahar o el de Bahania se une con la hija mayor y se queda con ella hasta dejarla embarazada. Si nace un bebé, se convierte en el nuevo heredero. Si nace una niña, el rey regresa tantos años como haga falta hasta tener un niño. Mi abuelo solo tuvo una hija…

– Pero eso es de bárbaros -dijo asombrada Sabrina -. ¿El hombre aparece y se acuesta con la hija sin más?,¿Ni siquiera se casan?

– Así han sido las cosas durante miles de años – Kardal se encogió de hombros- Se alternan los reyes de El Bahar y Bahania, de modo que el vínculo de sangre se va perpetuando pero sin correr peligro. Hace doscientos años, el rey de Bahania llevó a cabo su deber. Y la última vez le tocó al rey Givon.

– Pero tu madre era jovencísima -comentó Sabrina. Intentó imaginarse en esa situación, viéndose obligada a meterse en la cama con un desconocido sin más objeto que quedarse embarazada-. Podría haberle tocado a mi padre y seríamos hermanastros -añadió y Kardal sonrió.

– Eso habría hecho que las cosas fueran más interesantes. Pero no somos familia. Por otra parte, no creo que tu padre hubiese tratado a mi madre de manera distinta -contestó Kardal-. Givon nunca se preocupó por Cala. Se limitó a hacer su trabajo y se marchó. En los últimos treinta años no se ha puesto en contacto con ninguno de los dos ni una sola vez. Nunca me ha reconocido.

– Sé cómo te sientes -dijo Sabrina con tacto-. Sé lo que es sentir que tus padres renieguen de ti. Es una mezcla insoportable de querer que no te importe y desear llamar su atención.

– Mis sentimientos son lo de menos -afirmó Kardal-. Treinta y un años después de mi nacimiento, parece que mi padre está dispuesto a reconocer que existo. Pero es demasiado tarde. No pienso recibirlo.

– Debes hacerlo -lo apremió Sabrina-. Por favor, escúchame. Tienes que verlo. Si te niegas, todos sabrán que te sigue doliendo que le rechazara. Tu pueblo lo tomará como una venganza. Un buen gobernante no debe dar esa imagen. No tienes más remedio que verlo. No permitas que vea que todavía te afecta.

– No me afecta. Nunca me ha afectado – aseguró Kardal.

– Te afecta y mucho. Por eso estás tan enfadado -insistió Sabrina-. Digas lo que digas, sigue siendo tu padre.

Kardal la miró con hostilidad. Poco a poco, sin embargo, su expresión se dulcificó.

– No eres como creía -comentó.

– Sé lo que pensabas de mí antes de conocerme, así que tampoco es un gran halago – bromeó Sabrina para relajar la tensión.

– Tómalo como tal -Kardal le acarició una mejilla-. Tengo que pensar en lo que dices. Es un consejo acertado y no voy a descartarlo porque proceda de una mujer.

– Gracias -murmuró Sabrina con ironía.

Sabía que Kardal estaba hablando en serio. Podía ser que hubiese estudiado en Occidente, pero estaba claro que la arena del desierto corría por sus venas. La sacaba de quicio.

Lo peor de todo era que no estaba segura de si quería que Kardal cambiara.

Capitulo 8

LA MAÑANA siguiente, el ayudante de Kardal, Bilal, llamó a su puerta y entró para anunciarle que la princesa Cala quería verlo. Kardal dudó. Por primera vez en su vida, no quería ver a su madre. Se había pasado casi toda la noche intentando olvidar lo que esta le había dicho. Había invitado al rey Givon.

Asintió con la cabeza y le indicó al joven ayudante que la hiciera pasar.

Cala entró en el despacho. Llevaba unos vaqueros y una camiseta, de modo que parecía más una adolescente occidental que una madre de casi cincuenta años.

– Creía que te negarías a verme -dijo ella mientras se sentaba frente a Kardal-. Anoche estabas de muy disgustado

¿Disgustado?

Está claro que estabas disgustado conmigo y con la situación -Cala se encogió de hombros.

– ¿Con la situación?

– ¿Vas a repetir todo lo que diga?

– No – Kardal apoyó las manos sobre la mesa. ¿Cómo explicar lo que sentía? ¿Por qué tenía que hacerlo?, ¿Acaso no debía entenderlo su madre?

– Me cayó bien Sabrina -comentó Cala, cambiando de conversación-. Es muy agradable.

– Sí, a mí también me tiene sorprendido – respondió Kardal-. Aunque no sé sí la llamaría agradable.

– ¿Cómo la llamarías entonces?

– Valiente, inteligente.

Kardal pensó en el consejo que Sabrina le había dado la noche anterior. Que no podía negarse a ver a Givon porque sería una señal de que le importaba. Lo cual no era verdad. Porque hacía tiempo que su padre le daba igual.

– Sospechaba que tendríais bastantes cosas en común. Me alegra comprobar que es cierto -comentó Cala-. ¿Has decidido ya si casarte con ella?

– No -respondió Kardal. Aunque debía reconocer que la idea de tener a Sabrina por esposa le resultaba menos perturbadora que antes-. Es testaruda y todavía tiene mucho que aprender.

– Igual que tú -replicó Cala-. De verdad, a veces eres un estúpido. Mira que intenté inculcarte que las mujeres eran iguales a los hombres.

– No recuerdo esa lección -Kardal enarcó las cejas.

– Claro que no -Cala suspiró – Oye, siento que estés enfadado por la visita de Givon. Confiaba en que estarías dispuesto a hablar ahora que eres mayor.

– No tengo nada que decir sobre este tema.

– ¿Y si resulta que yo sí tengo algo que decir?

– No puede ser importante.

– Me sacas de quicio cuando te pones así – Cala se levantó-. Dices que Sabrina es testaruda, pero tú eres mucho peor. Ni siquiera me has preguntado por qué.

– ¿Por qué qué?

– Por qué nos visita después de tanto tiempo.

Kardal no quería saberlo, pero tampoco quería decirle tal cosa a su madre. Así que se limitó a quedarse callado.

– Se lo pedí yo -dijo Cala-. Se alejó de nosotros porque le dije que no era bienvenido en la ciudad. El mes pasado le envié un mensaje para que nos visitara

– ¿Para qué? -preguntó Kardal-. ¿Después de lo que te hizo?

– Te he dicho mil veces que hay cosas que desconoces. Lo he invitado porque ya es hora de que nos olvidemos de lo que ocurrió.

– Jamás. Jamás lo perdonaré -aseguró Kardal.

– Tienes que hacerlo. No fue todo por su culpa. Si hicieras el favor de escucharme…

– Lo siento, madre, tengo mucho trabajo – dijo él y encendió el ordenador.

Cala se quedó indecisa un minuto o dos antes de salir del despacho. Kardal siguió con la vista clavada en la pantalla del ordenador. Luego maldijo, se levantó y salió también.