Se sintió vacía. Cerró los ojos y se preguntó qué podía hacer.

De pronto sintió que algo cálido le rozaba la mejilla y que el colchón se hundía. Abrió los ojos y vio a Kardal sentado en el borde de la cama.

– ¿Qué te pasa? -preguntó con dulzura.

Intentó contestar, pero lloró con más fuerza todavía. El no la criticó. La estrechó entre los brazos y la apretó contra el pecho.

– Tranquila, ya verás cómo todo se arregla -le prometió él.

Sabrina deseó con todo su corazón que sus palabras se hicieran realidad.

Capitulo 9

KARDAL abrazó a Sabrina. Al principio ella se resistió un poco, pero luego se apoyó contra su pecho. El cuerpo le temblaba con cada sollozo.

– Estoy contigo -le dijo mientras le acariciaba el pelo con una mano.

Sabrina no respondió enseguida, pero a él no le importó esperar a que se calmase. Debería haberse sentido incómodo viéndola llorar. Su madre nunca había derramado una sola lágrima en su presencia y su experiencia le decía que las mujeres que lloraban delante de él lo hacían para manipularlo y conseguir que les diera lo que querían. Pero no pensaba lo mismo de Sabrina. Aunque solo fuera porque ella no podía saber que iba a entrar en su cuarto en ese momento.

También se sintió extrañamente protector. Quería consolarla, averiguar qué le pasaba y tratar de solucionarlo. Frunció el ceño. ¿Qué más le daba a él por qué llorase Sabrina? No era más que una mujer, debería serle indiferente el motivo de sus lamentos. Y, sin embargo, no se sintió impaciente por que enjugara el llanto ni le dijo que se ocupara de arreglar sus cosas ella sola.

Poco a poco fue calmándose. Por fin levantó la cabeza y se frotó la cara. Kardal sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo ofreció. Ella se lo agradeció con una sonrisa trémula, lo desdobló y se secó los ojos.

– En… encontré tu teléfono -dijo con voz temblorosa apuntando hacia la mesilla en la que había dejado el móvil.

– Estaba en mi manto.

– No registré los bolsillos -aseguró ella-. Iba a colgarlo en el armario para que no se arrugara y noté que algo me golpeaba la pierna. Sentí curiosidad y lo vi… Creí que no tendría cobertura… pero sí. Y llamé a mi padre.

Kardal se puso tenso. ¿Qué habría dicho Hassan?, ¿Le había aclarado lo del compromiso? ¿Por eso lloraba?, ¿Quería marcharse a Ba-hania?

Sabrina rompió a llorar de nuevo. Intentó apartarse, pero Kardal siguió abrazándola.

– Cuéntamelo -le dijo-. ¿Qué ha pasado?

– Lo… llamé. Decías que estabas esperando un rescate y pensé que si hablaba con él… -

Dejó la frase incompleta-. Pensé que se preocuparía por mí. Pero estaba equivocada.

No pretendía que te llevaras un disgusto dijo Kardal, incómodo.

– No es culpa tuya. Me da igual lo que mi padre dijese cuando lo llamaste -contestó alzando la barbilla-. No creo que vaya a pagar ningún rescate. Me dijo que no le extrañaba que quisieras librarte de mí tan rápido y que no iba a venir a buscarme. Dijo que me quedaría aquí hasta que aprendiera la lección -añadió instantes antes de agachar la cabeza y romper a llorar de nuevo contra el hombro de Kardal.

Comprendía que el rey estuviera decepcionado con su hija, pensó Kardal, pero Hassan no tenía derecho a tratar a Sabrina de una forma tan inhumana. No solo era sangre de su sangre, sino que no era la mujer que los periódicos decían que era. Él era el primer culpable por haberla juzgado por esos artículos. Y cuanto más la conocía, más comprobaba que se había equivocado. Lo triste era que su padre no se hubiese molestado en pasar el tiempo suficiente con ella para darse él también cuenta de lo mismo.

– ¿Qué lección quiere que aprenda?, ¿quiere que me convierta en una buena esclava? – preguntó Sabrina y negó con la cabeza-. Soy su hija. ¿Por qué no le importo?

Tenemos dos padres idiotas -sentenció Kardal con tal solemnidad que consiguió arrancar una sonrisa de Sabrina.

– Siempre supe que no era muy importante para él. Que su interés estaba centrado en mis hermanos… y en los gatos, por supuesto. Creía que lo había asumido, pero sigue doliéndome constatar que le doy totalmente igual.

Kardal le retiró el pelo de la cara. Enredó los dedos entre sus rizos pelirrojos. Pasó los pulgares bajo sus ojos y le secó las lágrimas.

– El rey Hassan no sabe lo que se pierde por no molestarse en conocerte -afirmó-. En solo una semana me he dado cuenta de que no te pareces nada a la mujercita que presentan los periódicos. Eres inteligente y tenaz. A pesar de la falta de diversiones, pareces contenta en la ciudad. Tienes amplios conocimientos de nuestra historia. Hasta lees bahano antiguo.

– No muy bien.

– Yo no leo lo más mínimo -contestó sonriente.

– Gracias -dijo ella algo reconfortada-. Tus palabras significan mucho para mí. Ojalá mi padre compartiera tu opinión. Quizá entonces no me hubiera prometido a un desconocido.

– ¿Has hablado de tu prometido cuando lo has llamado? -preguntó tenso Kardal.

– No dio tiempo -Sabrina se encogió de hombros-. Además, ¿qué va a decirme? Dudo mucho que lleguemos a caernos bien, mucho menos a enamorarnos. ¿Cómo voy a ser feliz casándome con un desconocido? Supongo que será un tipo desagradable que ya tiene tres esposas.

– Tu padre no permitiría un enlace así.

– A cambio de alguna ventaja política, haría conmigo cualquier cosa.

Sabrina recobró la compostura. Sentada en el centro de la cama, enderezó la espalda y levantó la barbilla. A pesar de tener los ojos hinchados y las mejillas arrasadas de lágrimas, tenía un aire regio. Era una princesa por los cuatro costados. Kardal quiso decirle que su destino no sería tan horrible como imaginaba. Que él no tenía otras mujeres ni era tan viejo. Treinta y un años recién cumplidos. Pero todavía no estaba preparado para comunicarle que era su prometido. Antes tenía que estar seguro.

– Yo solo quería encontrar a alguien a quien le importara. Alguien que me quisiera -Sabrina retorció el pañuelo que tenía entre las manos-. Nunca me han querido. Ni mis padres ni mis hermanos. Nadie.

Pensó en decirle que él sí que la quería mucho, pero permaneció callado. En realidad, más que quererla la deseaba. Y Sabrina no estaba hablando de deseo. Sabrina hablaba de amor. ¿Por qué le daban las mujeres tanta importancia al amor?, ¿No comprendían que el respeto y tener objetivos en común era prioritario?

– Además -continuó Sabrina-, estamos en el siglo veintiuno. Lo de los matrimonios concertados es una tradición caduca.

– Tienes sangre real -le recordó Kardal- Los matrimonios concertados son una realidad Tienes un deber con tu país.

– ¿Y tú qué?, ¿Irías tan campante al matadero?

– Por supuesto. La tradición establece que mi matrimonio ha de ser beneficioso para mi pueblo.

– No puede ser -Sabrina lo miró asombrada-. ¿Accederías a un matrimonio arreglado?

– Dentro de ciertos márgenes. Primero conocería a mi futura esposa y me aseguraría de que seamos un matrimonio productivo con muchos hijos.

– ¿Qué?, ¿Pretendes asegurarte de que tuviera hijos varones? Sabes que eso no lo pueden decidir las mujeres, ¿verdad? -contestó con una mezcla de rabia y seriedad que lo hizo sonreír.

– Sí, Sabrina. Sé de dónde vienen los bebés y cómo se determina su sexo. Por productivo no me refería solo a la descendencia. Necesito a una mujer capaz de gobernar a mi lado, que entienda a mi gente y sea parte del ritmo de la ciudad.

– Puede que yo también accediera a un matrimonio concertado con esas condiciones – murmuró Sabrina-. Tú te casas con Blanca nieves y yo con el viejo de mal aliento. No es justo.

– Quizá no sea tan terrible -bromeó Kardal al tiempo que pensaba que cuanto más conocía a Sabrina, más interesante le resultaba. Podía contarle la verdad y aliviar sus temores, pero no le apetecía cambiar la relación que tenían.

– ¿Crees que debería aceptar mi deber como princesa real y casarme sin más? -preguntó ella.

– El deber siempre es importante.

– ¿En todas las circunstancias?

– Ya te he dicho que yo sí accedería a un matrimonio concertado.

– No me refería a eso -Sabrina lo miró a los ojos-. El rey Givon solo estaba cumpliendo con su deber cuando vino a la Ciudad de los Ladrones. Su deber era dejar embarazada a tu madre.

Kardal tuvo el impulso de protestar, pero se detuvo.

– Es verdad -admitió a regañadientes-. Lo tendré en cuenta. Sin embargo, pasará mucho tiempo hasta que consiga entender que el deber de mi padre era volverle la espalda a su hijo bastardo.

Sabrina rompió a llorar de nuevo por sorpresa. Se acercó a Kardal y le acarició un brazo.

– Perdona -susurró-. No pretendía recordarte algo tan desagradable. Créeme, sé lo que es sentir que tu padre reniega de ti. Por lo que a mí respecta, el rey Givon es un idiota por no querer conocerte y estar orgulloso de su hijo. Eres un príncipe estupendo, Kardal.

Sus palabras lo conmovieron más de lo que ella podía haber imaginado. Kardal jamás habría pensado que la opinión de una princesa mimada y alocada le importaría; pero después de conocerla, cada vez la respetaba y valoraba más.

– Gracias -dijo y le hizo una caricia en la cara-. Sé que me entiendes. Siento que tus padres te hayan tratado así. Te mereces mucho más.

– ¿De verdad?

Sabrina no pudo evitar sonar sorprendida. Nadie había estado nunca de su parte. Cuando se había enfrentado a su padre porque no le prestaba atención, este siempre se había escudado en las obligaciones que tenía como rey. Como si solo pudiese dormir una hora al día y ella fuese una niñata egoísta por pedirle un poco de su tiempo. En cuanto a su madre, nunca se quedaba en un mismo sitio lo suficiente para tener una conversación. En cambio, Kardal la entendía.

Lo cual tenía sentido. Al fin y al cabo, él también había vivido con un pie en Occidente y otro en el desierto.

– No llores más -susurró Kardal mientras pasaba los pulgares por sus mejillas de nuevo-. Tus ojos son demasiado bonitos para estar llenos de lágrimas.

¿Sus ojos le parecían bonitos?

Sin tiempo para preguntárselo o disfrutar del piropo, Kardal se acercó. De pronto, Sabrina se dio cuenta de que estaban solos en la habitación, sobre la cama. Pero, en vez de asustarse, sintió una excitación agradable. ¿La besaría de nuevo?

Kardal la rodeó con ambos brazos y la tumbó sobre el colchón.

– Sabrina.

Susurró su nombre antes de posar la boca sobre sus labios. Luego se acostó junto a ella.

Sabrina sintió un poco de miedo, pero la curiosidad era mucho mayor. Tenía la nuca sobre la almohada, el cabello extendido sobre la funda blanca. Kardal enredó los dedos en los rizos y aumentó la presión del beso, como si no fuese a dejarla escapar. Aunque podría haberla intimidado, ella estiró los brazos para acariciarle los hombros. Luego él inclinó la cabeza, separó los labios; pero en vez de introducir la lengua, Kardal le mordisqueó el labio inferior.

Una llamarada repentina recorrió su interior, inflamó sus pechos y bajó hacia el interior de los muslos. Sabrina deslizó una mano por el cabello negro y sedoso de Kardal, apoyó la otra sobre los músculos de su espalda.

Kardal siguió mordisqueándole el labio inferior, luego le pasó la lengua como para aliviar un dolor imaginario. Sabrina quería más. Quería un beso profundo como el del anterior encuentro. Quería volver a derretirse entre sus brazos.

Cuando no soportó más, fue ella la que le sujetó la cabeza y metió la lengua en la boca de Kardal.

– ¿Intentas domarme? -preguntó este con voz ronca.

– No… -contestó Sabrina, avergonzada por su descaro-. Yo solo…

– Está bien -la tranquilizó él-. Me gusta que me desees. Tu pasión aviva la mía. Quizá porque nunca había besado a una princesa.

– Yo no había besado a ningún príncipe.

– Entonces deja que te enseñe lo maravilloso que puede ser.

Ella pensó en contestar que lo sabía por el anterior beso, pero la boca de Kardal ya se había apoderado de la de ella y no tuvo ganas de interrumpir la experiencia con algo tan aburrido como unas palabras.

Kardal enlazó la lengua con la de ella. La temperatura subió hasta que sus cuerpos casi se fundieron. Unas partes estaban tan relajadas que Sabrina no podía moverlas, pero otras estaban tensas: los pechos le dolían, el sostén le sobraba, sentía una presión novedosa entre las piernas.

Lo rodeó con los brazos y lo apretó fuerte. Kardal colocó una pierna entre los muslos de ella. Al mismo tiempo, apartó la boca de sus labios y empezó a besarle el cuello. Bajó una mano desde el hombro hacia sus pechos.

Estaban pasando tantas cosas que ella no sabía a qué prestar atención. El contacto de su pierna con las de ella debería haberla incomodado. Nadie la había tocado nunca ahí. Pero le gustó sentir esa presión añadida. Si arqueaba las caderas y se frotaba contra él se sentía mejor y peor al mismo tiempo.