– Y tendrá corriente eléctrica y ordenadores, faxes, teléfonos, Internet -comentó Sabrina mirando a Kardal.

– Te lo iba a decir -se defendió este.

– ¿Cuándo?, ¿Dos semanas después de liberarme?

– No. Al principio no quería que lo supieses. Luego se me olvidó -reconoció él-. Eres mi esclava. No tienes derecho a criticarme. Soy el príncipe de los ladrones y aquí se hace lo que yo diga.

– ¡Qué rastrero! -protestó Sabrina-. Me tratas como a una esclava sexual y me metes en una habitación sin agua corriente cuando…

De pronto, se dio cuenta de que los tres la estaban mirando. Repasó mentalmente sus palabras y se puso roja al llegar a la parte de «esclava sexual»

Había hecho todo lo posible por olvidar lo que había pasado entre Kardal y ella tres días atrás. Y creía que no le había ido mal del todo. Salvo por algún sueño en el que él la tocaba y un par de momentos de distracción mientras hacía inventario de los tesoros, había conseguido sacárselo de la cabeza. Bueno, quizá no cuando cenaban juntos o cuando se bañaba. Estar desnuda la recordaba inevitablemente la sensación de estar entre los brazos de Kardal. Pero, en general, era como si aquel episodio no hubiese tenido lugar.

– Entiendo -Cala miró a su hijo-. ¿Hay algo que quieras contarme?

– No -Kardal no parecía incómodo en absoluto cuando se giró hacia Sabrina-. Tenía intención de hablarte de la parte moderna del castillo. Pero con todos los líos de estos últimos días se me pasó. ¿Quieres trasladarte a otra habitación?

Sabrina pensó en lo bonito que era su dormitorio, en los libros antiguos de la biblioteca, la enorme cama en la que… Se aclaró la garganta.

– No, me gusta la mía. Pero sí agradecería poder usar un cuarto de baño en condiciones.

– Por supuesto. Le diré a Adiva que te indique cuál es el más cercano -dijo y dio el tema por zanjado-. Volviendo a la visita del rey…

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar? -lo ayudó Sabrina. Miró hacia Rafe y Cala, dado que parecían ser ellos quienes estaban al corriente de los detalles.

– No estoy segura -murmuró Cala. Fue su turno de ponerse colorada- Algunas noches. No creo que haga falta celebrar una cena oficial. Valdría con una entre unos pocos amigos.

A Kardal no pareció agradarle la propuesta. Sabrina adivinaba lo que estaba pasando. ¿De qué hablarían?, ¿d Sabrina pensó en lo bonito que era su dormi-lorio, en los libros antiguos de la biblioteca, la enorme cama en la que… Se aclaró la garganta.

– No, me gusta la mía. Pero sí agradecería poder usar un cuarto de baño en condiciones.

– Por supuesto. Le diré a Adiva que te indique cuál es el más cercano -dijo y dio el tema por zanjado-. Volviendo a la visita del rey…

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar? -lo ayudó Sabrina. Miró hacia Rafe y Cala, dado que parecían ser ellos quienes estaban al corriente de los detalles.

– No estoy segura -murmuró Cala. Fue su turno de ponerse colorada-. Algunas noches. No creo que haga falta celebrar una cena oficial. Valdría con una entre unos pocos amigos.

A Kardal no pareció agradarle la propuesta. Sabrina adivinaba lo que estaba pasando. ¿De qué hablarían?, ¿De los motivos por los que había abandonado a su familia?, ¿De por qué no había reconocido nunca a su hijo bastardo? Suspiró. Aunque el tiempo que había pasado en Bahania no le había dado para desenvolverse a menudo en los círculos de la realeza, ella había coincidido con el rey Givon en varias ocasiones. Siempre le había parecido una persona decente. Severa, pero no cruel. ¿Por qué habría tratado a Cala y a Kardal tan mal?

¿Qué os parece si organizamos una cena íntima la primera noche? -dijo Sabrina-. Solo tú, el rey y Kardal -añadió dirigiéndose a Cala.

– Por mí, bien -contestó esta-. Si quieres venir, estás invitado, Rafe. Y tú también, por supuesto.

Sabrina no estaba segura de si quería participar en aquella tensa cena, pero tenía la sensación de que debía estar presente, aunque solo fuera para apoyar a Kardal.

– En cuanto al menú -continuó Sabrina-, barajaré unas cuantas opciones con el cocinero y decidiré uno, a la espera de que lo aprobéis después. Yo había pensado en poner música de fondo, más que organizar una actuación en directo.

Siguieron compartiendo ideas. Al menos entre Cala, Rafe y Sabrina. Kardal había desconectado. Sabrina deseó poder hacerle más fácil aquel trago. Deseaba muchas cosas. Por ejemplo, entender qué más le daba a ella si Kardal estaba nervioso ante la visita de su padre; entender por qué no estaba ansiosa por escapar de la Ciudad de los Ladrones. Aunque examinar los tesoros era fascinante, no debía olvidar que estaba a merced de un hombre que la había hecho su esclava. Aunque no la tratase mal. Era evidente que no tenía pensado abusar de ella.

Entonces ¿qué pintaba allí exactamente? ¿Qué planes tenía Kardal para ella?

Cala hizo una pregunta, lo cual la obligó a concentrarse de nuevo en la conversación. Un cuarto de hora después, dieron por terminada la reunión y se levantaron.

– Creo que, en lo fundamental, ya está todo organizado -dijo animosa Cala, aunque pareces más preocupada que alegre – Kardal, parece bien?

Este se tomó su tiempo en responder. No le parecía bien en absoluto la visita, pero tampoco quería disgustar a su madre.

– Sí, está todo bien -contestó por fin.

Luego anduvo hasta la puerta y la sujetó Cala pasó primero. Rafe vaciló. Kardal le susurró algo que Sabrina no pudo oír. El estadounidense asintió con la cabeza y salió al pasillo, dejando a Kardal a solas con ella.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

En vez de responder, Kardal se dirigió a la ventana y miró el jardín. Ese día iba vestido con un traje occidental, gris oscuro, con una camisa blanca y corbata roja. No estaba acostumbrada a verlo como un hombre de negocios.


– Es una réplica de un jardín francés -le dijo Kardal tras instarla a que se uniera a él frente a la ventana -. Del siglo dieciocho.

– ¿Principios o finales? -preguntó Sabrina mientras miraba los matorrales podados.

– Finales. Supone un gasto de agua descomunal, pero me gusta verlo fresco y cuidado.

– Lo que me extraña es que soporte tanto calor.

– No lo soportaría, pero en verano les pido a los jardineros que pongan toldos encima para hacer sombra -dijo Kardal-. Reconozco que es un capricho. Al otro lado había un laberinto. A los niños les encantaba,

– ¿Qué pasó?

– Durante la Segunda Guerra Mundial había asuntos más importantes que el laberinto – Kardal se encogió de hombros-. Al final se construyó un parque.

– Este sitio es tan diferente a todos los que conozco -comentó Sabrina, maravillada todavía por la existencia de aquella ciudad mágica.

– Confío en que te sientas a gusto.

– Lo estoy -Sabrina sonrió-. Pero sigo pensando que deberías devolver algunas piezas.

Kardal dejó correr la cuestión y apoyó una mano sobre el hombro izquierdo de Sabrina. Esta agradeció el contacto. Deseó incluso que la besara. Aunque la ponía nerviosa volver a compartir un momento tan íntimo, por un par de besos no pasaría nada.

– Debería haberte hablado del resto del palacio -dijo él-. Si quieres, puedes cambiar de habitación.

– No, ya te he dicho que estoy a gusto – repitió Sabrina-. Además, no tiene lógica que tus esclavas elijan dormitorio.

Kardal deslizó la mano por su brazo. Sabrina sintió un pequeño cosquilleo.

– ¿Eres mi esclava? -le preguntó él después de acariciarle una muñeca.

– Llevo brazaletes -contestó Sabrina.

– Eso ya lo sé. ¿Pero estás dispuesta a servirme?, ¿Harías cualquier cosa por complacerme?

Fue como si le pasaran una pluma por la columna vertebral. Los pelos de la nuca se le erizaron y la carne se le puso de gallina.

– ¿Me estás preguntando si sería capaz de morir por ti?

– Nada tan dramático -Kardal siguió acariciándole la muñeca-. Solo me preguntaba hasta dónde estarías dispuesta a llegar para cumplir tus deberes de esclava. Si es que eres mi esclava.

– ¿Si es que lo soy?, ¿Podría marcharme si quisiera?

– ¿Quieres? -contestó él mirándola a los ojos.

Era una pregunta lógica. No debería haberla sorprendido. Pero lo estaba. ¿Marcharse?, ¿Dejar a Kardal?, ¿Dejar la Ciudad de los Ladrones? Sabrina desvió la mirada hacia el jardín. Recordó su viaje por el desierto, sus primeras impresiones al llegar a la ciudad, la indiferencia de su padre al hablar por teléfono.

– ¿Sabrina?

– No sé si quiero irme -susurró ella después de cerrar los ojos.

– Entonces no lo decidas ahora -le sugirió Kardal-. Puedes quedarte en la Ciudad de los Ladrones tanto tiempo como desees. Si alguna vez te aburres de nosotros, siempre puedes ir con el anciano y sus tres mujeres.

– Bonita perspectiva -murmuró Sabrina. Pero no quería pensar al respecto. Había otra cosa que le interesaba más averiguar-. ¿Por qué me retienes, Kardal?

– Provengo de una familia acostumbrada a coleccionar cosas bonitas. Puede que tú seas mi mayor tesoro.

Sintió que le fallaban las rodillas. Lo dijera en serio o no, se sintió halagada por sus palabras. ¿De veras la consideraba un tesoro? Nunca la habían apreciado. Hasta entonces siempre se había sentido un estorbo para los demás.

– ¿Por qué no querías que supiera que había habitaciones modernas? -preguntó Sabrina.

– Se dice que eres mimada y caprichosa. Pero me equivoqué al prejuzgarte.

– Deberías indemnizarme -contestó ella.

– ¿Y qué te gustaría recibir como indemnización?

Sabrina le leyó el pensamiento. Kardal creía que elegiría alguna joya de los tesoros. Unos pendiente o algún collar quizá. Se sintió decepcionada. Justo cuando pensaba que la comprendía, se dio cuenta de que no era así.

– Yo no soy esa -insistió frustrada-. No soy la mocosa mimada que dicen los periódicos. ¿Es que no puedes verlo?

– ¿De qué estás hablando? -Kardal cruzó los brazos sobre el pecho.

– De ti. Hace un segundo estabas pensando que pediría uno de tus tesoros. ¿No has entendido que todo el oro del mundo no puede comprar lo que quiero?

– ¿Qué quieres, Sabrina?

Ella volvió a mirar hacia el jardín. Pestañeó para que no se le saltaran las lágrimas. ¿Para qué explicárselo? Kardal nunca la comprendería y ella no quería mostrarse tan vulnerable. A él siempre lo habían querido. Aunque hubiera vivido dividido entre dos mundos, siempre había contado con el apoyo de su abuelo y de su madre. Sabrina no había tenido a nadie. Lo único que quería era que la amaran por ser tal y como era. Que la aceptaran y la recibieran con cariño.

– Pajarillo, te equivocas conmigo -Kardal le acarició una mejilla-. Tal vez no sepa qué es lo que más quieres, pero se me ocurre una forma de indemnizarte que te gustará.

– Lo dudo.

– ¡Qué poca fe! -Kardal sonrió-. Si tu deber es complacerme, el mío es protegerte y cuidar de ti.

– No sabes nada de mí -respondió a la defensiva Sabrina.

– Te equivocas y mañana por la mañana te lo demostraré.

Maldito fuera. Esa vez había acertado, pensó mientras cabalgaba por el desierto a lomos de un caballo.

– Siento como si hiciera semanas que no salía de la ciudad -le dijo a Kardal tras dejar atrás los muros-. Qué maravilla.

Él no respondió con palabras. Se limitó a acelerar el ritmo del caballo hasta acabar galopando a toda velocidad por la arena del desierto. El aire seguía fresco, pero no tardaría en calentarse. Era primavera, de modo que el calor sofocante estaba a la vuelta de la esquina. Sabrina no quería pensar al respecto. Solo quería disfrutar del viento contra su cara mientras cabalgaba. Kardal se había presentado en su habitación poco después de las cinco y media de la mañana. Le había llevado ropa adecuada para el desierto, ella se había vestido y habían partido de inmediato.

Media hora después, redujeron la marcha a un trote pausado. Sabrina contempló la vastedad del paisaje.

– Sabes volver, ¿verdad? – bromeó ella.

– He estado por aquí un par de veces. Me las apañaré.

– ¿De verdad pasabas varios meses al año cu el desierto? -preguntó Sabrina

– Hasta que me mandaron al colegio -Kardal asintió con la cabeza-. Solo iba a la ciudad a visitar a mi madre y a mi abuelo.

– Una vida dura, me imagino.

– El desierto no es amigo de los débiles ni los tontos. Pero cuida a los que conocen sus secretos. Yo los aprendí. Me enseñó mi abuelo. Cuando tenía ocho años ya sabía orientarme para ir de El Bahar a Bahania -Kardal apuntó hacia el norte-. Allí hay un campo petrolífero.

Sabrina aguzó la vista y vio unas construcciones metálicas y unos edificios bajos.

– Hay muchos más campos como ese en tierra -prosiguió él-. Nos aprovechamos los frutos del desierto, pero tenemos cuidado no poner en peligro su ecosistema.