Sabrina estuvo a punto de indicarle que no era su tierra. Que pertenecía a los dos países vecinos. Pero, aunque el territorio de Kardal llegara únicamente hasta los muros de su ciudad, en realidad se extendía a lo largo de miles de kilómetros. Ni el rey Givon ni su padre se manejaban en el desierto, de modo que podía afirmarse que el auténtico soberano era Kardal.

– Quizá deberías pensar en cambiar de título -comentó Sabrina-. Ya no eres el príncipe de los ladrones.

– Puede -Kardal sonrió-. Pero no tengo intención de cambiar de título.

Parecía especialmente peligroso a caballo. Le había visto meterse una pistola antes de salir y estaba segura de que no sería la única arma que llevaba encima. Si alguien los atacaba, Kardal estaría preparado. No como ella, que había cometido la estupidez de salir sola. Tenía suerte de seguir con vida.

– ¿En qué piensas? -le preguntó él.

– En que debería haberme quedado en el palacio, en vez de salir a buscar la Ciudad de los Ladrones. No fue una decisión muy inteligente.

Pero si no te hubiera sorprendido la tormenta de arena, no podría haberte secuestrado.

Ella quiso responder que tampoco le habría resultado tan traumático no ser su esclava, pero palabras se le atragantaron antes de salir de boca.

Sí, en fin, el caso es que aquí estoy – Sabrina se ahuecó el pañuelo que cubría su cabeza para refrescarse un poco-. ¿Dónde está situado el aeródromo?

Kardal la miró como diciéndole que se había dado cuenta del súbito cambio de conversación, pero acabó respondiendo a su pregunta.

– La base principal estará en Bahania, pero habrá pistas por todo el desierto. Creo que tu hermano, el príncipe Jefri, está al comente de todo lo relacionado con el plan conjunto de nuestras fuerzas aéreas.

– Puede -Sabrina se encogió de hombros-. No me habían dicho nada, pero tampoco me sorprende. Como mujer, se supone que no tengo suficiente inteligencia para seguir una conversación.

– Es evidente que no han pasado mucho tiempo contigo.

– Se nota, ¿verdad? -Sabrina sonrió. Sus caballos estaban casi pegados. Le gustaba sentirse cerca de Kardal. Era distinto a todos los demás hombres que había conocido. Miró el desierto y se imaginó el ruido de un avión cortando el silencio-. ¿Habrá pilotos destinados en la Ciudad de los Ladrones?

– No creo. Se distribuirán por distintas bases militares en toda la zona.

– Y Rafe se encargará de coordinarlo.

– Sí.

– Porque confías en él.

– Me ha dado motivos.

– No me lo imagino como un jeque -comentó Sabrina-. Más bien…

Kardal la agarró por el pelo sin avisar.

– No te confundas -le dijo-. Puede que esté dispuesto a concederte cierta libertad, pero sigues siendo mía. He advertido a todos los hombres de la ciudad, incluido Rafe.

– ¿Se puede saber qué te pasa? Solo era una pregunta -replicó Sabrina sin arredrarse.

Supuso que debía asustarse, pero no tenía miedo de Kardal. Por muy príncipe y muy poderoso que fuera.

– Una pregunta sobre otro hombre -contestó él tras soltarle el pelo.

– Estábamos hablando de las fuerzas aéreas. Rafe está a cargo de la seguridad. No me parece que preguntar si se está encargando de coordinar las bases militares sea tan raro.

Entiendo -Kardal apartó su caballo un cuerpo del de Sabrina-. Es estadounidense. Muchas mujeres lo encuentran atractivo – añadió con voz tensa.

No debes preocuparte por eso. Kardal, llevo toda mi vida esquivando -hombres. ¿Por qué iba complicarme ahora?

No sé -Kardal se encogió de hombros-. Hablemos de otra cosa.

Como usted desee, Alteza. Le habría gustado seguir con el tema, averiguar qué creía que podía hacer con el jefe de seguridad. De pronto se dio cuenta de que le gustaba que Kardal estuviese algo celoso. Nunca le había dicho qué había sentido él al besarla y tocarla. No quería ser la única afectada por aquellos encuentros. Y daba la impresión de que no lo era.

Se acercó a la habitación de Sabrina con cierta inquietud. Por lo general no se ponía nervioso. No desde los desastrosos años en el internado de Estados Unidos. Allí había aprendido a adaptarse a cualquier situación. Pero esa noche estaba tenso. Quizá porque iba a cenar con su prometida. Hablaría con ella, la miraría y quizá la tocaría; pero no la poseería.

Aunque al principio no lo había creído posible, empezaba a pensar que le gustaría tenerla como esposa. Había tenido la esperanza de llegar a crear algo en común con ella, algo de lo que hablar. Pero nunca había imaginado que acabaría obsesionándose con Sabrina de ese modo. Su imagen lo perseguía mientras dormía como si fuese un adolescente soñando con su actriz favorita.

Era el príncipe de los ladrones. La tradición establecía que cualquier mujer debía sentirse honrada por compartir su cama. Al igual que su abuelo, había tenido cuidado de no abusar de tal privilegio, escogiendo únicamente a mujeres con experiencia y dispuestas a acostarse con él. Una joven viuda de un matrimonio desgraciado, una informática occidental… Ninguna casada, ninguna virgen. El príncipe de los ladrones no desfloraba vírgenes.

Eso lo dejaba frustrado, incapaz de satisfacer su deseo. Era una situación de lo más incómoda. Una situación que quería cambiar cuanto antes. Pero no podía. No sin tener que afrontar las consecuencias.

¿Quería casarse con ella?, ¿Su deseo se debía al desafío de domar a una mujer bonita o había algo más? El amor era un sentimiento propio de mujeres. No tenía cabida en los hombres, salvo el que un padre pudiera sentir por su hijos.

Kardal se detuvo en medio del pasillo y frunció el ceño. ¿Hijos?, ¿Había pensado en tener hijos en general, aunque no fueran varones? ¿ Querría a sus hijas si tenía alguna?

De pronto se imaginó a una chiquilla pelirroja cabalgando por el desierto. La oyó reírse y se sintió orgulloso de la seguridad con que se movía sobre el caballo. Sí, pensó sorprendido. Tenía capacidad para amar a una hija. Quizá tanto como a un hijo. Cinco años atrás jamás le habría parecido posible algo así. ¿Qué había cambiado?

Por miedo a que la respuesta no le gustara, emprendió la marcha y entró en la habitación de Sabrina sin molestarse en llamar. La encontró acurrucada en una silla situada frente a la chimenea, comparando un brazalete de oro y rubíes con las fotos de un libro.

– Sabía que no resistirías la tentación -dijo a modo de saludo-. Como ves, es muy fácil decir que les devuelva los tesoros a sus dueños cuando no te pertenecen. Pero en cuanto tienes los tesoros en la mano, la cosa cambia.

– Buen intento, Kardal, pero estás equivocado -contestó Sabrina sonriente-. Solo intento ubicar a qué época pertenece este brazalete.

Creo que el artista era de El Bahar o de Bahania y que, en algún momento, se trasladó a Italia. A finales del siglo xv quizá. ¿Qué tal el día? -le preguntó después de dejar el libro y el brazalete sobre la mesa que había junto a la silla.

Se levantó y se acercó a él contoneando las caderas con elegancia. Kardal tuvo que contener el impulso de poseerla allí mismo. De ser su primer amante…, el único. El deseo de tocarla y saborearla, de hacerla una mujer y descubrir todas las posibilidades que podían explorar juntos.

Pero no era el momento. Kardal se obligó a sofocar el fuego que corría por sus venas y le entregó las alforjas que llevaba colgadas de un hombro.

– Han encontrado tu camello y tu caballo vagando por el desierto. Creo que esto es tuyo.

– ¡Los mapas y los diarios! -exclamó entusiasmada-. Aunque ya no los necesito para encontrar la ciudad, claro. Gracias por traerme. Y me alegra saber que mis animales están bien. Estaba preocupada por ellos.

– Los encontró una tribu de nómadas nada más terminar la tormenta. Venían hacia la ciudad y me los han devuelto nada más llegar – dijo mientras Sabrina vaciaba las alforjas. Luego se sirvió un vaso de agua del carrito con refrescos que Adiva llevaba a la habitación de Sabrina todos los días-. Los diarios de viaje son muy precisos, pero los mapas no te habrían conducido a ninguna parte.

– ¿Has mirado mis cosas? -preguntó Sabrina tras hojear las páginas de un diario-. ¿No se suponía que era una mujer libre?

– Te pregunté si querías irte y elegiste quedarte en la Ciudad de los Ladrones -Kardal se acercó y la miró a los ojos – Eres mía otra vez. Para hacer lo que yo quiera.

– Te olvidas de mi prometido -le recordó ella-. Podría estar dispuesto a pelear por mí.

– Seguro que desenvainaría la espada por tí… si te conociera -contestó Kardal-. Pero solo sabrá de ti lo que haya leído en los periódicos y lo que tu padre le haya contado. Creo que no corro peligro.

– Yo que tú no me arriesgaría por si acaso -replicó ella, aunque los dos sabían que no existía el menor riesgo.

– ¿Tan terrible es ser mi esclava?

– No, pero algún día tendré que volver a Bahania. Todavía no estoy preparada para hacer frente a mi destino, pero acabará sucediendo -Sabrina suspiró-. No podrás retenerme toda la vida, Kardal.

– Lo sé.

Se preguntó qué diría ella si supiese la verdad. Si supiese que sí podía retenerla si así lo deseaba. ¿Qué pensaría de él?, ¿Y qué más le daba?. Solo era una mujer. Su prometida, si llegaba a aceptarla.

Intentó convencerse de que la única razón por la que le interesaba su opinión era por lo mucho que la deseaba, pero una vocecilla interior le susurró que la cosa podía ser más grave Que quizá sí le importaban las opiniones, las necesidades y la felicidad de Sabrina.

Era una sensación inesperada. Una sensación que no le gustaba en absoluto.

Capítulo 11

LA TEMPERATURA subió más de lo esperado por la tarde. Sabrina deseó que su manto no fuese tan largo y pesado. También deseó no estar merodeando por los pasillos del palacio como un delincuente común, pero eso era inevitable.

Como todos los días desde que Kardal le había encargado que catalogara los tesoros de la Ciudad, envolvía algunas de las piezas en el mantillo para protegerlas. Cuando se encontraba con alguien en un pasillo, actuaba con naturalidad para que nadie sospechase la verdad. Kardal la mataría si se enteraba de lo que estaba haciendo.

Sabrina vio la puerta de su habitación al final del pasillo y suspiró aliviada. Otro viaje sin incidentes. Entró en el dormitorio y corrió hacia unos baúles que había en la pared frente a la ventana. Se los había pedido a Adiva, se suponía que para guardar sus pertenencias. Por suerte, Adiva no había reparado en el escaso equipaje de Sabrina.

Se quitó el manto y lo dejó caer al suelo. En el regazo llevaba tres bolsas de terciopelo y una estatua de jade. En las bolsas había joyas y estatuas que habían pertenecido al emperador de Japón. Al menos, los ladrones de la ciudad habían sido equitativos, pensó Sabrina. Habían robado a casi todos los países del mundo.

Tras examinar el contenido de la primera bolsa, en la que se hallaba la diadema de Isabel I de Inglaterra, abrió uno de los baúles y lo guardó todo dentro. Se detuvo a admirar el botín y pensó que en el plazo de un mes…

– Sé que no estás robando -dijo una voz de mujer detrás de ella-. Así que ¿qué estás haciendo?

Sabrina se dio la vuelta sobresaltada y vio a Cala aparecer entre las sombras. La madre de Kardal se levantó de la silla de la esquina, en la que debía de haberse sentado para esperarla. Lo había visto todo. Era evidente que estaba intrigada por su actitud, pero su expresión no revelaba qué podía estar pensando.

Sabrina sintió que las mejillas le ardían. Debía de estar poniéndose roja como un tomate. No podía soportar la mirada inquisitiva de una mujer a la que había llegado a considerar su amiga.

Eh…, no es lo que piensas -contestó cuando por fin logró articular palabra. No sé qué pensar -replicó Cala.

Sabrina miró los baúles que había junto a la pared y supo que su contenido podía hacer que la condenaran.

Es que… Kardal se niega a escucharme y no entiendo su actitud. Si la ciudad ya no roba, por qué no se pueden devolver algunos de los tesoros? Pero él dice que si algún país quiere recuperar lo que le quitaron, que venga a buscarlo. Solo que no pueden venir si no saben que están aquí -dijo Sabrina hablando aturulladamente-. Entiendo que hay cosas más difíciles que otras. ¿A quién pertenecen los huevos imperiales? De acuerdo. Pero hay otras piezas cuya procedencia es muy fácil de identificar. Yo… se lo dije, pero se echó a reír. Y… bueno, decidí tomar la iniciativa de devolver algunas cosas por mi cuenta… La mayoría son de Bahanía y El Bahar. Y hay un par de cosas que pertenecen a Inglaterra y a otros países… No son para mí -finalizó a la defensiva.

Cala permaneció callada un buen rato. Se acercó al baúl que estaba abierto y miró dentro.