No lo sé. Pero sí que se casó con la madre de Sabrina muy rápido. Fue una unión impulsiva. Tengo entendido que, de no ser por Sabrina, se habrían divorciado a los pocos meses.. Al parecer, cuando por fin se decidieron a hacerlo, la madre quiso llevársela a California y él no se opuso.

¿Cómo fue capaz de dejar que se llevaran hija? -Kardal negó con la cabeza.-. La ley Bahania ordena que los descendientes permanezcan con el padre.

– Puede que el rey se equivocara -contestó Cala-. Hay hombres muy tontos. Sé de uno que no quiere ni molestarse en conocer a su futura esposa. Uno que da por sentado que no va a poder ser feliz con ella. Y todo al cabo de unas pocas horas de conocerla.

– ¿No me digas? -repuso Kardal con ironía-. De acuerdo. Tienes razón. Pasaré más tiempo con Sabrina antes de emitir un juicio sobre ella. Aunque estoy convencido de que no me satisfará.

– Si vas con esa idea en la cabeza, seguro que no -respondió su madre.

Kardal consideró las palabras de Cala. Era una mujer inteligente, siempre había querido lo mejor para él. De pequeño lo había colmado de mimos. Y había sabido retirarse llegado el momento de que aprendiera de la vida y experimentara por su cuenta. Era excepcional, amable, bella. Y, sin embargo, siempre había vivido sola.

– ¿Fue por mí?

Cala tardó varios segundos en adivinar a qué se refería. Por fin se levantó, rodeó la mesa y le rozó una mejilla.

– Eres mi hijo y te quiero con todo el corazón. Las razones por las que no me casé no tienen que ver contigo.

– Entonces fue culpa de él.

– Kardal -dijo ella en tono de advertencia.

– No entiendo por qué defiendes a ese hombre -murmuró, nervioso, poniéndose de pie.

– Porque hay cosas que no puedes entender.

No tenía sentido seguir adelante. Habían mantenido la misma discusión decenas de veces. De modo que Kardal le besó las mejillas y le prometió que cenaría con ella a finales de la semana. Luego se marchó.

Pero seguía enojado. Tal vez se equivocara, pero siempre había odiado a su padre. Treinta y un años atrás, el rey Givon de El Bañar había llegado a la Ciudad de los Ladrones. Cala, hija única del príncipe de los ladrones, acababa de cumplir los dieciocho. A falta de un hijo heredero, la tradición exigía tener un hijo de un rey de algún reino vecino. El padre de Cala había elegido al rey Givon, el cual la había seducido, la había dejado embarazada y después la había abandonado con el bebé. Desde entonces, nunca había reconocido su unión con ella ni a su hijo. De hecho, Kardal no se había enterado de quien era su padre hasta que llegó a la adolescencia. Pero saber la verdad solo había servido para empeorar la situación. Había intentado reunirse con el rey Givon, pero este se había mantenido distante, dejando claro que no tenía el interés en su hijo bastardo

Kardal se detuvo en medio del pasillo. No debía envenenarse con aquellos recuerdos. Así que se obligó a serenarse. Con los años, había aprendido a calmarse y olvidarse de su pasado.

Reanudó la marcha sin fijarse en los cuadros y las estatuas que decoraban salas y pasillos. Atravesó un par de puertas y entró en la parte «comercial» del castillo.

En el interior de un anexo construido en el siglo XIV, había varias oficinas y un centro de seguridad con ordenadores, faxes y teléfonos que no paraban de sonar. Pensó en Sabrina, encerrada en el dormitorio, y sonrió. ¿Qué le lanzaría a la cabeza si descubría lo que había en esa parte del castillo? Tal vez, si era buena, algún día se la enseñaría.

Saludó con un gesto de la cabeza a su ayudante y entró en su despacho. Una mesa en ele dominaba el centro de la pieza. En un extremo, unas puertas correderas comunicaban con un patio.

No reparó en la vista ni en la luz parpadeante del contestador ni en los papeles que tenía encima de la mesa. Descolgó el teléfono directamente y le pidió a la operadora que le pusiera con el rey de Bahania. Por poco que le interesara Sabrina, agradecería saber que su hija había sobrevivido a su aventura en el desierto.

– Kardal, ¿eres tú? -preguntó una voz familiar al otro lado del aparato.

– Sí. Ayer encontramos a la princesa Sabrá. Había perdido el caballo y un camello en una tormenta de arena.

– Se marchó sin decir nada a nadie. Típico de ella – Hassan suspiró-. Me alegra saber que está a salvo.

– No parece informada de nuestro compromiso -dijo Kardal mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa del despacho.

– Cierto, cierto. Cuando empecé a explicarle que había concertado su matrimonio, se puso a gritar y salió de la habitación sin darme a tiempo a que la pusiera al corriente de los detalles – explicó Hassan-. Es una cría. Le falta cabeza, parece boba. A veces temo por la seguridad de sus futuros hijos. Supongo que, ahora que la conoces, no querrás seguir adelante con la unión.

Kardal había oído que el rey de Bahania no prestaba apenas atención a su hija, pero jamás habría imaginado que fuera a insultarla de ese modo. Aunque nunca habría escogido a Sabrina como esposa, no le había dado la impresión de que fuese boba. Todo lo contrario, a decir verdad.

Tal vez se le había pasado por la cabeza deshacer el matrimonio, pero le molestaba que Hassan hubiese dado por sentado que la rechazaría.

– Todavía no he tomado una decisión definitiva -contestó por fin.

– Tómate todo el tiempo que quieras. No es que estemos ansiosos por tenerla de vuelta en el palacio.

Comentaron un asunto concerniente a la seguridad de ambos reinos y colgaron. Sabrina había sugerido que su vida en palacio no era agradable, pero Kardal no había sospechado el concepto que su padre tenía de ella. Lo cual explicara algunas cosas.

– Pareces pensativo. ¿Vamos a la guerra?

Kardal miró al hombre alto y rubio que se había parado a la entrada del despacho Stryker, ex agente de las Fuerzas Aérea de Estados Unidos y director de seguridad, avanzó y se sentó frente a Kardal

– No tiene pinta -le dijo este a su amigo. Aunque el rey Hassan insiste en juntar los ejércitos.

En los últimos tiempos, se había ido demostrando que las cámaras de vigilancia a distancia y las patrullas irregulares de nómadas no eran suficientes para garantizar la seguridad del desierto. Los campos petrolíferos cada vez eran más vulnerables y el rey Hassan le había propuesto a Kardal unir las fuerzas aéreas de ambos reinos. Rafe era el responsable de los contactos diplomáticos con Bahania.

Kardal sabía que no era habitual delegar un puesto de tanta importancia en un extranjero. Pero Rafe se había ganado su confianza sobradamente. El agente tenía una cicatriz causada por un cuchillo con el que habían intentado matar a Kardal. A cambio, Kardal le había concedido el título de jeque y el pueblo lo había aceptado como uno más.

– Corren rumores sobre una esclava en palacio -dijo el agente con expresión divertida-. Se comenta que la encontraste en el desierto y la has guardado para ti.

– No hace ni cuatro horas que he vuelto – dijo Kardal tras consultar el reloj-. ¿Cuándo le has enterado?

– Hace tres horas y media.

– Las noticias vuelan.

– Tengo buenas fuentes -Rafe se encogió de hombros-. ¿Es verdad? Nunca pensé que te fuera lo de tener esclavas.

– Y no me va.

Kardal dudó. Hasta entonces nadie sabía la verdadera identidad de Sabrina, y prefería que siguiera siendo así. Pero si esta llegaba a necesitar protección, Rafe era el hombre adecuado para velar por su seguridad.

– Se llama Sabrina. Es la hija de Hassan.

– ¿La mujer con la que estás prometido? – preguntó Rafe.

– La misma. Sabe que han concertado su matrimonio, pero desconoce los detalles. No quiero que la gente se entere de quién es.

– Ni que ella sepa quién eres tú.

– Exacto.

– Sabía que este trabajo sería interesante cuando acepté el puesto -comentó Rafe -. Estoy deseando conocerla.

Kardal sabía que su amigo no había dicho nada con segundas intenciones, pero no pudo evitar fruncir el ceño. ¿Estaba irritado? ¿Por qué? Rafe nunca se interesaría por Sabrina y, aunque así fuera, a él le daría igual. Sabrina no era más que un estorbo, ¿no?

– Seguro que no tardarás en encontrártela -dijo Kardal mientras se ponía de pie-. Le daré instrucciones de que no salga de sus aposentos, pero estoy seguro de que no me hará caso. Si te la encuentras dando vueltas, devuélvela a su habitación, por favor.

– ¿Adónde vas? -preguntó Rafe.

– A prepararme para la batalla. Si voy a casarme con la princesa Sabrá, primero habrá que domarla.

Capítulo 5

KARDAL entró en los aposentos de Sabrina a las diez de la mañana siguiente. Le había dejado la noche para que asumiera su nueva situación, aunque no creía que fuese a aceptarla. Sorprendentemente, tenía ganas de verla, sabía que protestaría y le tiraría a la cabeza todo cuanto estuviese a su alcance, librarían una batalla dialéctica feroz y, aunque él acabaría ganándola, lo obligaría a pelear para alzarse con la victoria. Seguía sonriendo cuando abrió la puerta de dependencias. Pero antes de entrar, un sexto sentido que le había salvado la vida en más una ocasión, le recomendó precaución. Vaciló antes de dar otro paso al frente, el tiempo justo para esquivar un violento ataque.

Sabrina se había lanzado contra él, con un pequeño cuchillo para pelar fruta en el brazo derecho. Kardal la sujetó por la cintura y la levantó del suelo.

– Bájame -gritó ella.

Kardal la cargó hasta la cama y la lanzó sobre el colchón sin ceremonias. Antes de que pudiera incorporarse, se tumbó encima de ella, inmovilizándole las piernas con sus propios muslos y agarrándole ambas muñecas con las manos. Sabrina forcejeó, pero no consiguió zafarse.

– Buenos días, esclava -la saludó él, mirando sus ojos marrones y apretándole la muñeca derecha hasta hacerle soltar el cuchillo-. ¿De verdad creías que te ibas a librar de mí tan fácilmente?

– No -murmuró ella-. No es más que un cuchillo para pelar fruta. En realidad, no podía herirte. Solo era una forma de protestar por tenerme recluida como esclava.

– Podías haber mostrado tu disconformidad de alguna manera más pacífica. Convocando una manifestación o declarándote en huelga, por ejemplo.

– Me pareció mejor el cuchillo -contestó Sabrina entre dientes.

Kardal contuvo una sonrisa. Lo había atacado. Demostraba valor por su parte y él siempre había respetado a las personas valientes. A sabiendas de que no lo vencería y de que podría enfurecerlo, se había arriesgado… aunque sin mucha destreza.

Respiró profundo y percibió el aroma que emanaba de la piel de Sabrina. Como no le había dejado más ropa, se había visto obligada a ponerse el mismo modelo absurdo del día anterior. Casi transparente. El top estaba tan apretado que sus pechos parecían a punto de saltar por encima.

Kardal se preguntó cómo sabrían sus pezones y qué tal sería hacerle el amor. Se excitó de inmediato. Pero decidió no hacer caso a la presión de las ingles. Aunque no fuera virgen, no podía poseerla así como así. Además, estaba la cuestión del matrimonio. Si se acostaba con ella, sellaría el enlace. Y todavía no estaba seguro de si quería que este se produjera.

– Para ser una esclava no eres muy obediente -comentó.

Sabrina lo fulminó con la mirada mientras seguía revolviéndose debajo de Kardal. Este no entendía que no se diera cuenta del placer que le causaban sus movimientos.

No me diste ninguna instrucción – replicó ella-. Así que no puedo haber desobedecido que no se me ha ordenado.

Se sobreentiende que las esclavas no desean atacar a su señor.

Desde el punto de vista de la esclava no sobreentiende tanto

– En eso tienes razón -contestó Kardal tras considerar la respuesta de Sabrina-. A partir de ahora te daré instrucciones precisas. No quiero que me ataques de ninguna manera -añadió antes de retirarse de la cama y ponerse de pie.

– Mi parte desobediente quizá tenga algunas objeciones al respecto.

– Seguro que sí. Pero espero que te esfuerces por complacerme y seas la esclava servil que quiero -Kardal anduvo hasta una pared y tiró de un cordón de seda-. Me apetece bañarme.

– Tú mismo -replicó ella-. ¿O es que crees que voy a beber de la bañera para saber si el agua está a buena temperatura?

– No, vas a bañarme.

Sabrina se quedó pálida.

– No lo dirás en serio -dijo tras levantarse de la cama.

– Muy en serio.

Abrió la boca de nuevo, pero no dijo nada. Kardal estudió su expresión desconcertada. No podía estar tan asombrada como parecía. Miró la curva de sus pechos, bajó después hacia las caderas y finalmente deslizó los ojos por sus largas, casi desnudas piernas.

Ninguna mujer criada como la habían criado a ella, con una cara y un cuerpo tan atractivos podía ser inocente. Sabrina pretendía engañarlo. De acuerdo, pensó justo antes de oír que llamaban a la puerta. Le seguiría el juego… mientras le apeteciese.