Y entonces se dio cuenta de que ese curso lo había llevado hasta allí. Hasta Beth. A darse cuenta de que estaba enamorado de ella y de que ya nada volvería a ser lo mismo.


Ya había anochecido cuando Angel jugueteaba enredando el cordón del teléfono entre los dedos.

– Sí, me han quitado el portátil, el móvil, todo, vaya.

Al otro lado de la línea, Cara, su ayudante, no se podía creer lo que Angel le contaba.

– No te preocupes, sobreviviré -añadió en voz baja. Sobre todo ahora que había descubierto que en aquella habitación abandonada de la que colgaba el cartel de Enfermería había un bonito teléfono prehistórico. Tampoco se sentía demasiado culpable por hacer desde allí una llamada nacional pues, en primer lugar, la había cargado a su tarjeta de crédito y, en segundo lugar, aquello podría considerarse una urgencia médica. Si seguía inoculándose dosis de realidad sería capaz de mantener la cordura.

– Escucha, Cara, no tengo mucho tiempo. He estado revisando los informes que me has hecho llegar pero necesito algo más. Tienes que mandarme un paquete. No, por ahora no se trata de información. -Angel bajó aún más la voz y susurró-: Quiero un bote de café soluble, ¿de acuerdo?

Cara le pidió que hablara más alto.

– Café. Café soluble -repitió en tono algo más elevado.

Entonces oyó un ruido en el pasillo que le hizo estremecerse. Calló y escuchó atentamente. Tras unos segundos de silencio total, se atrevió a continuar.

De espaldas a la puerta, Angel se encogió junto al teléfono, cubrió medio auricular con la mano y siguió:

– Cara, el número que lleva el artículo sobre Paul Roth sale hoy a la calle. Quiero que llames a la señora Marshall. Ya sabes, para ver cómo está.

Cara emitió algunos gruñidos de queja.

– Escucha -repuso Angel en tono severo-. Este no es un trabajo fácil. Si quieres ser periodista, una buena periodista, tienes que hacer las preguntas más difíciles y escribir la verdad, por dura que sea.

Cara repuso con cierta acritud que se le olvidaba mencionar que también hay que pedirle a tu ayudante que haga las llamadas comprometidas.

Aquella chica era más listilla de lo que parecía.

Angel abandonó su habitual tono amable y le dijo:

– Mira, plantéatelo así. Estás aprendiendo de la forma más fácil a no entregar tu corazón o depositar tu confianza en un hombre. Eso tiene un valor enorme y compensa todas las llamadas violentas que tengas que llegar a hacer.

De repente, Angel sintió un picor en la nuca, donde llevaba anudada la cinta que le recogía la melena. Colgó el auricular de un golpe y se volvió como una exhalación. Vaya por Dios. Allí estaba Katie Whitney.

Angel se aclaró la garganta mientras pensaba qué decirle a aquella niña.

– Vaya, hola. ¿Qué tal todo?

La última vez que hablaron Angel se había dedicado a hacer comentarios poco reverentes sobre vejestorios y niños cantores que le parecían niñas. Fue también entonces cuando descubrió que compartían el mismo padre.

Intentando no pensar en ello, Angel le tendió una mano, con la esperanza de que Katie no fuera una devota de las normas de Tranquility House.

– Ayer no me presenté. Me llamo Angel Buchanan.

La muchacha le correspondió con un breve apretón.

– Encantada. -Dudó unos instantes y añadió-: ¿Te… te encuentras mal?

Angel hizo un gesto de sorpresa.

– ¿Si me encuentro mal? No. -Entonces recordó que estaban en la enfermería-. Estaba… solo estaba… -Suspiró-. Verás, soy periodista y necesitaba hablar con mi ayudante.

Katie asintió.

– Mi madre me ha dicho que vas a escribir un artículo sobre mi padre.

– Eso es -repuso Angel, intentando hacer oídos sordos al «mi padre» y centrándose en el hecho de que el comentario era excelente para abordar el tema de forma natural. Podría aprovechar y preguntarle qué clase de padre había sido Stephen Whitney. Una pregunta informal.

Y no había ninguna razón lógica por la que se debiera evitar el tema, más aún cuando Lainey Whitney había prácticamente garantizado la colaboración de la familia. Y además, ¿qué haría Woodward?

La vieja pregunta hizo que Angel se decidiera.

– Verás, Katie, si no te importa, me gustaría hablar contigo sobre… sobre tu padre.

La niña se puso tensa.

– Si te incomoda, lo dejamos -dijo sintiéndose algo culpable. Pero acto seguido añadió-: Aunque tu opinión sería de gran ayuda para mí. Para mi artículo, vaya.

Katie meneó la cabeza y abrió los ojos como platos.

Muy bien, había conseguido asustarla.

– Katie, yo…

Antes de que pudiera decir algo más, la niña la agarró por el brazo y la condujo precipitadamente hacia el exterior.

– Oye…

Katie le puso un dedo sobre los labios para que guardara silencio y tiró de ella en dirección al bosque. Mientras se alejaban, Angel volvió la cabeza y a través de la ventana de la enfermería vio a Judd y a Cooper entrando en la habitación.

Vaya, por los pelos, pensó. Menos mal, sobre todo porque Angel todavía sentía mucha vergüenza por lo que le había soltado a Cooper aquella misma mañana.

Katie no se detuvo hasta que se encontraron a una distancia prudencial de las cabañas que formaban Tranquility House. Entonces le soltó el brazo.

– Lo siento -se disculpó-. Creí oír a alguien y Judd se toma lo del silencio muy en serio.

– ¿Es que puede haber peor castigo que el té de milenrama? -murmuró Angel con cara de asco. Habían vuelto a servir aquel brebaje en la comida del mediodía.

Katie miró a su alrededor.

– Si quieres que hablemos deberíamos alejarnos aún más. Todavía estamos cerca del camino que lleva a los baños termales.

– ¿Baños termales?

Katie le hizo un gesto de guardar silencio y retomó la marcha. La niña tenía las piernas más largas que ella y Angel tuvo que acelerar el paso para seguirle el ritmo. Pronto, el susurro se convirtió en un rugido y el aroma de los árboles que flotaba en el ambiente se volvió algo más salado. Llegaron a un claro y avanzaron hasta el peñasco con vistas al océano. Cientos de metros más abajo las olas batían y se arremolinaban creando una densa capa de espuma en la base del acantilado.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Angel, mirando a su alrededor.

La belleza del lugar era sobrecogedora.

– Mi tío Cooper dice que cuando le busque, seguro que lo encontraré aquí.

Katie se sentó en una roca lisa y larga. La brisa del anochecer le soltó la coleta e hizo ondear su melena como si de una bandera se tratase.

Angel se dejó caer a su lado, atónita por la exuberante belleza del lugar. Sus ojos recorrieron los acantilados, el añil del cielo y las montañas boscosas que habían dejado tras de sí y que desde allí parecían cubiertas por un ejército de hombres musculosos, de pie unos junto a otros. Volvió la vista al océano y la fijó en las enormes rocas contra las que chocaba.

Por el trabajo de investigación de Cara, Angel sabía que los exploradores españoles no se atrevieron a atracar sus barcos en aquella costa traicionera sino que siguieron su camino hacia Monterrey, más al norte, y bautizaron aquella zona inaccesible con el nombre de Gran Sur. Aunque, al final, los españoles llegaron y descubrieron a los indios y a los osos pardos que habitaban el lugar -y diezmaron la población de unos y otros-, siempre sintieron un pavor supersticioso por aquella zona cuyo nombre se convirtió más adelante en el híbrido Big Sur.

– Me hace sentirme insignificante -murmuró Angel.

Katie la miró.

– Has dicho que querías preguntarme algo, ¿no?

Pregúntaselo. Haz el favor de preguntarle acerca de Stephen Whitney.

– Yo… -Mientras intentaba formular la pregunta, sintió como si el viento le abofeteara las mejillas-. Esto… yo…

Angel no conseguía articular nada coherente. Miró a la niña y supo que si intentaba sonsacarle información cuando hacía solo un día que habían enterrado a su padre se sentiría no solo insignificante sino mal. Katie seguía mirándola con interés, así que Angel se decidió a preguntar algo.

– ¿Baños termales? ¿Has mencionado algo sobre baños termales?

Horas más tarde, metida ya en la cama y anhelando las maravillas de los hoteles de lujo y una masajista sueca de nombre Inge, Angel recordó la conversación con Katie. Un poco de hidroterapia le iría de maravilla para deshacer los nudos que tenía en la espalda, la tensión en las piernas y para librarse, ya de paso, de la imagen de Cooper Jones y su extraordinario cuerpo. Podría sumergirse en el agua caliente e imaginar que la acariciaban las enormes y cálidas manos de Inge, la sueca.

Katie le dijo que los baños consistían en tres albercas con vistas al mar, siempre llenas del agua que brotaba de un manantial. La zona permanecía abierta veinticuatro horas al día y el camino que llevaba hasta allí estaba iluminado durante toda la noche.

Angel se sintió decidida, tratando de no hacer caso a los nervios que sentía y recordándose una y otra vez que el exhaustivo trabajo de investigación de Cara demostraba que en los bosques de Big Sur ya no había osos pardos.


Cooper apoyó la nuca contra el borde de la alberca de secuoya. Había bajado la intensidad de las luces más cercanas y había decidido sumergirse en el rincón más oscuro de la tercera de las albercas. El agua que brotaba del manantial era caliente, pero añadió la suficiente cantidad de fría para mantenerla a una temperatura que le permitiera permanecer en ella un largo rato.

Aquella noche era de las que requerían un baño prolongado.

Como era habitual en él, le costaba conciliar el sueño. Cuando vivía en la ciudad los días se le hacían extremadamente cortos. Acelerado por la cafeína, nicotina y cualquiera que fuera el caso que estuviera llevando, solía pasar noches en vela preparando peticiones o cavilando cómo enfrentarse al juez y al jurado al día siguiente. Y si no lo mantenía despierto el trabajo, lo hacía la diversión.

Tuvo que llegar a Tranquility House para darse cuenta de lo largas que podían resultar veinticuatro horas: 1.440 minutos, 86.400 segundos.

Aunque cabría pensar que un hombre en su situación disfrutaría del lujo de poder gozar de la lentitud del tiempo, había momentos en los que Cooper sentía que se iba a morir de aburrimiento.

Intentando relajarse, cerró los ojos y trató de poner la mente en blanco. Cuando oyó que alguien se acercaba cantando creyó que era un sueño.

Sin embargo, cuando aquella versión desafinada del «I am a woman» de Helen Reddy se hizo del todo clara, Cooper supo que no podía ser producto de su inconsciente. Abrió los ojos y distinguió la silueta de Angel Buchanan que entraba bailoteando.

Maldita sea.

Angel creía que estaba sola, no cabía duda. Sin fijarse en el rincón que quedaba a oscuras, continuó haciendo gorgoritos y llevando el ritmo con el cuerpo. Cooper optó por sumergirse un poco más y permanecer oculto entre el vapor y las sombras hasta que aquella mujer se marchara.

Al igual que ella, había ido hasta allí con la esperanza de estar a solas.

Angel se quitó el albornoz y lo lanzó sobre uno de los bancos. Menos mal, pensó Cooper. A diferencia de él, Angel llevaba puesto el traje de baño.

La observó mientras se dirigía hasta la primera de las albercas; la tenue luz resaltaba el rubio de su melena y la blancura de sus pantorrillas desnudas. Seguía canturreando cuando, nada más entrar en contacto con la superficie del agua, soltó un chillido.

– ¡Dios! Demasiado caliente.

La siguiente alberca estaba más cerca de la ocupada por Cooper, pero Angel no lo vio y se dirigió a ella entre nuevos gorgoritos. Otro chillido.

Dio un respingo y empezó a frotarse la pierna, casi lívida. Si Cooper hubiera dejado más luces encendidas, Angel habría podido leer el cartel que anunciaba el nombre de aquella bañera: «Zambullida Polar».

– Demasiado fría -susurró.

Aunque la vio acercarse, Cooper no tuvo tiempo de pedirle que se marchara, ni siquiera de avisarla de su presencia. Poseída por el espíritu de Helen Reddy, repitió el estribillo de la canción y entró con decisión en el agua.

A unos dos metros de ella, Cooper recibió en la barbilla las olas formadas por su delicada inmersión. Sin tener muy claro qué hacer, se la quedó mirando mientras acomodaba su trasero en el banco de madera y cerraba los ojos.

– Perfecto -dijo. Y suspiró.

A los pocos segundos, Cooper también suspiró.

– Siento comunicarte, Ricitos de Oro, que Papá Oso ya está en casa.

Al parecer, Angel guardaba sus chillidos para enfrentarse a temperaturas extremas. A Cooper le pareció notar que el susto la había dejado sin aliento durante unos segundos tras los cuales volvió a suspirar y a abrir los ojos.

– Eres tú -dijo con aire de resignación.