– En carne y hueso -repuso, asegurándose de que la oscuridad impedía vislumbrar su desnudez.

Sin embargo, la oscuridad no fue suficiente para ocultar la cara de decepción de la mujer. Era evidente que le molestaba su presencia y que además le daba un poco de vergüenza. Entonces Angel se incorporó y Cooper percibió un orgulloso brillo en su mirada.

¿Y qué si le había dedicado un cumplido por la mañana?, interpretó que estaba pensando. ¿Y qué que él hubiera salido corriendo como si la muerte le estuviera pisando los talones? Angel hundió por un momento la cabeza en el agua, y al sacarla la melena se quedó flotando sobre sus hombros con un único mechón serpenteante enganchado al pecho.

Aunque estaba seguro de que aquello no haría más que agravar su insomnio, Cooper no podía apartar los ojos de las sinuosas curvas de aquel mechón de pelo. Se dijo que era normal, sobre todo teniendo en cuenta que hacía mucho, mucho tiempo que no estaba tan cerca de algo tan tentador.

Además, tampoco podía levantarse e irse, pues recordó que estaba desnudo. Así pues, decidió darse el gusto de quedarse observando las curvas que dibujaba aquel tirabuzón húmedo que se abría camino sobre el fondo pálido de su cuello hasta llegar a las modestas protuberancias que asomaban del escote de su bañador.

Estaba sometiéndola a un análisis bastante aséptico, se dijo. No era más que la observación de la bonita elevación de unos bonitos pechos de mujer. No era ofensivo, en absoluto, sobre todo porque la oscuridad impedía que ella adivinara la dirección de su mirada.

Aunque podía ser que lo intuyera porque mientras él observaba, ella se alejó con rapidez. Cooper cerró los ojos durante unos instantes y se ordenó mirar en otra dirección. Pero no fue capaz.

Volvió a mirar a Angel y notó que estaba inquieta. La mujer se sentó y estiró la espalda, dejando así al descubierto los pechos de los que Cooper no podía apartar los ojos. Al entrar en contacto con el aire fresco, sus pezones reaccionaron de inmediato; pequeños y duros, parecían estar a punto de atravesar la tela del bañador.

Madre mía, pensó, mientras notaba que le empezaba a bullir la sangre. El corazón comenzó a latirle con fuerza y con dificultad, seguro, pues tenía la impresión de estar acumulando toda la sangre en la entrepierna. Incluso en aquel estado no pudo alejar la vista de Angel. La mujer arqueó la espalda un poco más y el agua que topó contra sus endurecidos pezones llegó después hasta él.

La onda expansiva le acarició la barbilla. Cooper se estremeció y solo entonces apartó su mirada de ella.

– Uno de los dos debería marcharse -espetó.

Y estaba claro que no iba a ser él, pues además de estar desnudo, tenía una erección más que notable. Sabía que era probable que Angel estuviera pensando que era un poco rudo, pero bueno, seguro que tampoco le había gustado demasiado que por la mañana se hubiera dado a la fuga.

Se hizo un silencio incómodo que Angel rompió con unas palabras tan gélidas que bien podrían haber enfriado el agua varios grados.

– Muy bien, pues adiós.

Cooper no cometió el error de volver a mirarla, pero supuso que Angel estaba sentada en el banco de la alberca.

Le rechinaron los dientes mientras pensaba en la manera de salir de allí sin que ella lo viera, ni a él ni a su erección. Volvieron a quedarse en silencio hasta que Cooper comenzó:

– Escucha, Angel…

– No, no, espera. Escúchame tú a mí -lo interrumpió haciendo un gesto con la mano indicando que no quería oír su perorata. El hielo de su voz se había derretido-. Llevo todo el día pensando en ello y… quiero pedirte disculpas.

– ¿Disculpas? ¿Por qué?

– Por lo de esta mañana. -Echó los hombros hacia atrás y carraspeó-. Por lo que te dije. Créeme, no pretendía hacerte sentirte incómodo.

– Pero…

– Deja que termine, por favor. -Movió de nuevo la mano y levantó unas cuantas gotas que salpicaron a Cooper-. No se me da bien andarme por las ramas, así que te lo voy a soltar tal y como es, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Creo que los dos sabemos que por alguna extraña razón yo me siento atraída por ti.

Cooper decidió pasar por alto lo de «extraña razón» y la instó a continuar.

– ¿Y bien?

– Y eso no justifica mi actitud de esta mañana. Debería haber pensado que te podía molestar. Así que me disculpo y te aseguro, te doy mi palabra de que, incluso en el caso de que la atracción sea mutua, yo no moveré un dedo.

Cooper se la quedó mirando fijamente. «¿Incluso en el caso de que sea mutua?» ¿Acaso no se había dado cuenta de que si él había salido corriendo por la mañana se debía a que también sentía atracción por ella? ¿De verdad pensaba que le había «molestado»?

Por el amor de Dios, Angel no se andaba por las ramas, cierto, pero tampoco era demasiado espabilada a la hora de interpretar las señales.

– Yo… -comenzó, pero se tragó las palabras que lo habrían aclarado todo-. Yo… -repitió mientras se frotaba la barbilla. Sí, mejor no decir nada. De esa forma podría mantenerla apartada de él-. Acepto tus disculpas y admito que me siento mucho mejor ahora que hemos aclarado la situación.

– ¿De veras? -Angel relajó los hombros y se acercó a él-. ¿Todo aclarado?

– Por supuesto. Todo bien -mintió, porque ahora que la volvía a tener cerca y a oler su pelo y su sofisticado perfume no se podía decir que todo estuviera bien ni por asomo.

Desafortunadamente, en aquel momento se sintió más joven, cuando todavía era lo suficientemente imbécil como para creerse invulnerable.

– Pues fantástico -repuso Angel.

– Fantástico -repitió él, mientras apoyaba la cabeza en el borde de la alberca y cerraba los ojos intentando relajarse.

Sin embargo, el silencio resultaba tan violento y tenso como lo había sido antes. Aquella chica tenía que ser obtusa para no darse cuenta de que el aire olía a sexo y de que estaba cada vez más viciado.

Cooper abrió los ojos y la miró. Había cambiado de postura y su rostro quedaba parcialmente a oscuras, pero tenía la boca iluminada y pudo ver cómo sacaba la lengua para humedecerse el labio inferior.

La segunda vez que lo hizo, la segunda vez que su lengua recorrió de un lado a otro el carnoso labio inferior, a Cooper se le secó la boca.

– Fantástico -murmuró Angel.

A Cooper le pareció gracioso el tono contrariado en que pronunció aquella palabra, pero no reaccionó. Estaba absorto en el brillo de sus labios, lamidos una vez más, y solo era capaz de sentir la suave corriente de calor que volvía a alojarse en su entrepierna.

No se oía más que la respiración de ambos y parecía como si la tensión en el ambiente los estuviera acorralando. Nada de noche abierta a la luz de las estrellas; la atmósfera allí y en aquel momento era de íntima oscuridad. Y en su interior Cooper y Angel, a solas. Cooper cerró los ojos y se concentró en la respiración de la mujer, en la densa nube que formaba su embriagador perfume.

Inhaló profundamente, sintió que su pulso se disparaba y se preguntó si era posible que Angel no notara la corriente sexual que fluía entre ambos.

– Quizá tuvieras razón -dijo entonces Angel-. Quizá uno de nosotros debería marcharse.

– Sí.

Pero… no. Ya casi se había olvidado de lo agradable que todo aquello resultaba, del suave incremento de la turgencia, de la urgencia.

– Pero… yo no creía, no sabía que…

– No quería que te fueras -murmuró Cooper, deseando haber sido capaz de decirlo antes.

Un año atrás habría disfrutado de los preliminares, del camino que mediaba entre la atracción, su aceptación y la consiguiente excitación. Si aquello hubiese estado ocurriendo el año pasado, en aquel momento él se le acercaría, lamería su boca y le acariciaría los pezones. La besaría, la tocaría, la llevaría a la cama y al día siguiente se levantaría con una sonrisa en los labios.

Sin embargo, aquella noche dormiría solo.

Cooper se sentía tan desgraciado que se acercó un poco. Solo una caricia, se dijo, solo una. El rumor del agua puso a Angel sobre aviso.

Cuando la mano de Cooper estaba ya muy cerca, Angel lo agarró por la muñeca y lo detuvo.

– Oye, oye, oye. Pero ¿qué está pasando aquí?

Cooper rió, aunque todavía dominado por la imperiosa necesidad de acariciarla.

– No eres tan inocente, ¿no?

Angel lo asió con fuerza.

– A los seis años ya era una cínica.

– Entonces ya te habrás imaginado que yo también creo que tienes un cuerpo impresionante. -Qué diablos, si había llegado hasta allí ¿por qué no decirlo todo?-. Tienes que haberte dado cuenta de que la atracción no es solo por tu parte, Angel.

Cooper notó que la mujer contenía la respiración.

– Entonces tenemos un problema.

– No veo por qué. -Decidió que ya no iba a darle más vueltas, que lo único que quería era algo de contacto: su piel sedosa contra la de él, aquellos labios, suaves y húmedos, contra los suyos. Solo un beso-. Tienes el suficiente autocontrol, ¿no es así?

– Por supuesto que tengo autocontrol -espetó-. Lo que no se puede decir de ti, por lo que veo.

– Vamos, cariño, tengo razones de sobra para no dejar que esto llegue demasiado lejos.

– Las mías son mejores. -Le soltó la muñeca y en el mismo movimiento se alejó de él-. Enrollarme con el protagonista de mi artículo va en contra de mi ética profesional.

– Tu protagonista es Stephen Whitney. -Cooper se puso de pie y se acercó a ella-. No yo.

Angel sacó una mano del agua y la apoyó contra su pecho para detener el avance.

– Stephen Whitney y tú. Son dos artículos. Ahora que sé quién eres también quiero escribir uno sobre C. J. Jones.

Cuando oyó su nombre y observó la determinación en el rostro de Angel, Cooper pareció entenderlo todo.

La excitación desapareció. El deseo se esfumó. Solo quedaba el arrepentimiento y la sensación de fatalidad a la que tanto le estaba costando acostumbrarse.

– No puedes escribir un artículo sobre C. J. Jones -dijo con pesar mientras salía por primera vez a la zona iluminada.

– Vamos -repuso Angel. Aquel tono persuasivo, junto con su belleza y aspecto inocente debían funcionar sin excepción con cualquiera-. C. J. Jones es noticia…

En aquel momento Angel dirigió la mirada a su pecho. Ahora se ha fijado, pensó Cooper. Los más de veinte centímetros de cicatriz que le dividía el tórax estaban amoratados y parecían recientes. Angel se quedó boquiabierta.

Su evidente sorpresa hizo que Cooper se apresuraran salir de la alberca, sin importarle que lo viera desnudo. En realidad, ya había visto lo peor. Sin decir palabra se ató la toalla a la cintura y se dirigió a la puerta. Antes de salir, dio media vuelta y observó que ella lo seguía mirando, con la expresión de asombro todavía reflejada en el rostro.

– Verás, Angel. No puedes escribir un artículo sobre él porque… -Dudó unos instantes y finalmente decidió que no tenía sentido intentar suavizarlo-. Porque C. J. Jones está muerto.

6

A la mañana siguiente, Cooper se encontraba ante el bufet del desayuno, en el edificio comunitario, cuando entró por la puerta un torbellino dorado y embravecido. Quienes estaban allí miraron y sus respiraciones sonaron en el acostumbrado silencio. El torbellino, en realidad dotado de un par de piernas, se dirigió hacia Cooper a paso lento y sus botas verde chillón retumbaron al pisar las baldosas de terracota. Por precaución, el hombre colocó a un lado sus copos de avena y se cruzó de brazos para observar cómo la mujer, decidida, se le acercaba.

Obviamente, Angel -el torbellino recién llegado- se había repuesto ya de la sorpresa de la noche anterior. Él lo había supuesto y también que la periodista vendría en busca de respuestas. Lo que ya no adivinaba era si la mujer aceptaría la operación de bypass coronario como excusa que justificase el modo en que él le había dado la información, así como su manera de reaccionar ante ella, primero con frialdad y a continuación con calor, sin seguir ninguna lógica.

Angel se detuvo, temblorosa, a escasos centímetros del pecho de Cooper con la aniñada mirada oculta tras un mechón de pelo rebelde, y él comprendió que venía con ganas de discutir.

Cuando hizo ademán de hablar, Cooper le señaló el rótulo que exigía silencio y, aunque ella entendiera, su voz seguía intentando abrirse paso. Además, Cooper estaba seguro de que aquella pequeña cafetera podía explotar y causar el estruendo consiguiente.

Con la intención de salvaguardar los tímpanos de los presentes, no dudó en poner una libreta y un bolígrafo de los que estaban repartidos por el comedor, en las manos de Angel, que por lo visto parecía dispuesta a estrangularlo.

Pese a que ella se dispusiera a escribir, él estimó oportuno continuar tapándole la boca pues, con el humor que traía, sus mordiscos seguramente serían peores que sus bufidos.