Una vez liberada de la mano que la había amordazado, Angel no emitió sonido alguno y se limitó a garrapatear algo en la libreta. Mientras tanto, Cooper esperaba preparándose para ser despellejado vivo. Tenía que admitir que no lo había hecho demasiado bien con ella. El sexo había estado tanto tiempo ausente en su vida que su inesperada aparición lo había sacado de sus casillas.

«¡Raaas!» El desagradable sonido de la hoja arrancada hizo que se sobresaltara. Angel le puso en la mano el papel y él, volviendo a cruzarse de brazos, le dio la vuelta para leerlo.

La caligrafía era apasionada, al igual que la redacción.

Mi secador. ¡Te lo ruego!

Atónito, siguió mirando el papel un instante más y después observó a Angel, que sacudió la maraña de rizos para descubrirse los ojos. Su mirada no era de enfado ni tampoco de precaución.

Angel insistió:

¡Te lo ruego!

Ante la desesperación del rostro que estaba mirando, Cooper tuvo que sofocar una carcajada.

¿De qué había servido tener tanto miedo? Se había pasado la noche con la oreja enterrada en la almohada y sin dormir, tratando de calmar su pulso cardíaco y repasando las razones por las que debía mantenerse apartado de Angel y prometiéndose una vez más que no le permitiría hacer el reportaje y que se desharía de su presencia.

Claro que viéndola en aquel momento, con aquel aspecto desarreglado y la mirada desorbitada, y teniendo en cuenta que llevaba ya dos días sin tomar café, decidió que estaba… tratable.

Demonios, ¿por qué no admitirlo? También estaba encantadora.

Tras tomar una taza y llenarla con agua caliente de un termo, Cooper llevó de la mano a la reportera hacia el exterior del edificio. Ella iba trastabillando a sus espaldas, procurando preservar un delicioso silencio que duró hasta que ambos traspasaron la puerta de salida.

– ¿Y mi secador?

– ¡Chisss!

Cooper había visto con el rabillo del ojo a una de las clientas habituales, que se aproximaba a ellos marcando el paso con su bastón de madera. La señora Withers era capaz de repartir bastonazos a diestro y siniestro si alguien interrumpía la tranquilidad del lugar.

Cuando la vieja dama hubo pasado, y tras intercambiar un gesto de complicidad, ambos se dispusieron con Cooper a la cabeza a doblar la esquina de la cabaña más próxima, y luego enfilaron hacia la de él.

– El secador, imposible -le susurró Cooper-, pero no el café. Puedo conseguirte café.

Angel le apretó la mano.

– Café -repitió con el mismo tono que los monjes benedictinos utilizan para recitar sus oraciones-, café de verdad.

Cooper no podía prometer tanto, pero al menos sí lo suficiente para mantenerla callada hasta tenerla en el interior de su cabaña. El breve registro de un aparador dio como resultado un pequeño bote de cristal que contenía un sucedáneo de lo prometido; café instantáneo. Cooper echó en la taza unas cuantas cucharadas y el agua se tiñó de un marrón terroso.

– Aquí tienes -le ofreció.

Angel se apartó los rizos con una mano y con la otra se llevó la taza a los labios, de cuyo contenido apenas si quedó el poso. Luego miró en derredor, como quien acabara de despertarse.

– ¿Qué día es hoy?

– Martes -repuso Cooper con una mueca.

Claro que estaba encantadora, vaya que sí, con sus ojos azules e infantiles que empezaban a iluminarse y sus cabellos agitándose, medio electrizados. Si alguien iba a escribir un reportaje sobre Stephen -y en circunstancias de las que Cooper solo podía esperar una buena publicidad-, la mejor para el encargo era Angel.

– ¿Martes? -dudó ella.

Él se le acercó en busca de la taza.

– Permíteme que me lleve esto.

Después, la condujo al confidente situado en la esquina de la habitación frontal, junto a la ventana. Había concebido un plan para poner las cosas bajo su control.

Angel obedeció y el cojín del asiento, de generoso relleno y forrado de dril de algodón, por poco se la traga.

– Así que martes, o sea que anoche…

Sí, la criatura se estaba despertando.

– Anoche -repitió Angel.

El tono siniestro con el que lo había dicho provocó que Cooper adivinase que estaba recordando lo ocurrido la noche anterior, cuando él le había dejado caer que la atracción venía solo de su lado y había permitido que ella se disculpase por ello.

Cooper se sentó junto a ella, en un sofá.

– Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en sacar el tema.

Ella seguía mirándolo, con los ojos muy abiertos.

– Yo… Tú… -balbuceó, alzando una mano-. Tú… Yo… -La mano descendió.

– Sí. -Fuera lo que fuese lo que acababa de admitir, lo cierto fue que al parecer la satisfizo, pues no añadió nada a su sencilla afirmación. Con la esperanza de haber dejado el asunto atrás, Cooper continuó hablando-: Me gustaría decirte algo. -Hizo una pausa para darle la oportunidad de arremeter contra él; como la mujer se limitó a enarcar las cejas, siguió con su anuncio-. Tengo una propuesta que hacerte.

Con la expectación presente en el rostro, Angel se repantigó en la butaca y se cruzó de brazos.

– ¿Una proposición? -Su voz sonó detectivesca-. ¿Qué clase de proposición?

– Eres muy desconfiada.

– Soy muy lista -replicó.

– Lo que tú digas -concluyó Cooper con un encogimiento de hombros-. Lo que te ofrezco es lo siguiente: la cooperación de mi familia y el círculo de amistades, me refiero a la cooperación absoluta, para tu reportaje sobre Stephen.

– Gracias, pero ya no me hace falta. Tu hermana…

– Cambiará de opinión si yo se lo pido; supongo que te imaginarás por qué le interesa tenerme contento.

Angel cruzó las piernas y torció los labios en un claro síntoma de que estaba considerando la propuesta desde todos los ángulos.

Cooper sabía que su plan era perfecto. Con el café y el secador de pelo como moneda de cambio, que ella hiciera el reportaje era menos arriesgado que acoger a un periodista desconocido. Mejor bueno conocido (una pluma dedicada a escribir artículos sobre filántropos y deportes marginales) que bueno por conocer (otra que tal vez acabara haciéndolos trizas).

La alada Angel, oh sí, antes que cualquier otro con cuernos y rabo.

Ajena a sus maquinaciones, ella continuaba mirándolo.

– Y a cambio de toda esa cooperación, ¿qué es exactamente lo que debo hacer yo?

Chica lista. Le había llevado menos de diez segundos descubrir el gato encerrado.

– A cambio -indicó Cooper-, tú me ofreces a mí no escribir sobre C. J. Jones.

Decidida a no precipitarse, Angel dejó pasar un momento sin decir nada.

– Dijiste que había muerto -le recordó, con la mirada baja.

– Gracias a los milagros de la ciencia, pude salvarme dos veces -respondió Cooper.

Las pestañas de Angel ascendieron y él pudo admirar el tono celeste de sus ojos.

– Pero hay mucho más que eso.

– Claro, ya viste la cicatriz -repuso él al tiempo que estiraba las piernas con la pretensión de aparentar una indiferencia que no sentía-. Sufrí un infarto de miocardio agudo.

– Un ataque al corazón.

– Justamente. -Pero «ataque» no servía para describir los largos minutos durante los cuales el dolor le había estado aplastando el pecho como si fuera un todo terreno de dos toneladas, y aguijoneándole el brazo como un cuchillo de carnicero. Recordarlo le hizo llevarse una mano a la frente, que tanto había sudado entonces-. Y luego me intervinieron para implantarme un bypass coronario.

– Pero dijiste que te habían salvado dos veces.

– No me acuerdo del segundo infarto; ocurrió mientras me operaban en el quirófano.

– ¿Y desde entonces?

– Desde entonces me he recuperado -contestó él-; dejé de fumar, empecé a comer bien, hago mucho ejercicio y procuro evitar los nervios. -Y también esperaba morirse.

– Cooper, con eso tendríamos un fantástico reportaje… -empezó a decir Angel, pero su intento por engatusarlo perdió fuelle y, ante el gesto de rechazo de Cooper, desapareció del todo.

– O bien te dedicas a Stephen en exclusiva -la previno- o bien a mí.

Ella se puso de pie y empezó a dar cortos paseos al lado de la ventana.

– No me gusta -murmuraba-, es que no me gusta.

Él también se levantó, agarró una mano de Angel y le hizo detenerse.

– Prefiero que mi salud siga siendo un asunto privado.

Angel alzó la cabeza; tenía las mejillas encendidas.

– Haces que mi trabajo parezca solo cotilleo. -Cooper la miró y ella retiró la mano de la suya-. ¿Qué te parecería si te digo que vosotros, los abogados, sois todos unos picapleitos de medio pelo?

Cooper se encogió de hombros.

– No pienso disculparme por buscar la justicia.

– ¡Ni tampoco yo por buscar la verdad!

El apasionamiento de Angel era tal que Cooper tuvo que reírse.

– Menudo par de idealistas. -Adoptó luego un tono más severo-. En serio, Angel, ¿a quién le interesa enterarse de mis ataques al corazón y del bypass?

La aludida desvió la mirada.

– ¿A quién? -insistió.

– Dicho así, a nadie -admitió ella, al fin-. Yo lo enfocaría de otra manera: C. J. Jones libra fuera de los tribunales su batalla más importante.

– No.

De ningún modo. Tanto C. J. Jones como Cooper adoraban ganar, y él había planeado salir victorioso, al menos a ojos del público.

– Está bien -concedió ella tras escudriñar su expresión-. Con una condición.

– Lo del secador no puede ser -afirmó Cooper, en sus trece-. Y tampoco puedo prometerte que el café vaya a ser mejor.

Angel meneó la cabeza y Cooper se maravilló de que sus rizos, de pronto alzados por el movimiento, se quedaran gravitando en el aire.

– No me refiero a eso. Lo que pretendo es que reconsideres lo del reportaje una vez estés de vuelta en San Francisco.

– ¿Cómo? -Cooper dejó de atender a sus disipadas distracciones y se concentró en el rostro de su interlocutora-. ¿De qué hablas?

– Cuando vuelvas a tu gabinete, DiGiovanni & Jones, quiero que me permitas entrevistarte.

– Cuando vuelva al trabajo, en el gabinete.

– Tú, piénsatelo, ¿vale? -lo instó, asintiendo-. Las historias como la tuya son las que inspiran a la gente, ya sabes.

A Cooper le entraron ganas de reír.

– ¿Un hombre que empeña su vida en trabajar y fumar y que con ello se gana un prematuro ataque al corazón? ¿Qué puede inspirar eso? Quizá deberíamos añadir que, puesto que mi padre corrió la misma suerte, yo debería haber tenido más cuidado.

– Dime que lo vas a considerar -insistió ella haciendo caso omiso de su protesta.

Cooper suspiró. De todas maneras, jamás se reincorporaría al gabinete, así que decidió que aceptar el trato era la opción más sencilla.

– Tú ganas.

Tras un momento de titubeo, Angel le tendió una mano.

– Entonces tenemos un trato.

La mano que estrechó Cooper era pequeña y cálida, y la retuvo durante un segundo. Dos segundos. Demasiado tiempo. Porque en ese momento sintió el inexplicable anhelo de seguir tocándola, tocarla mucho más. Se encontró sucumbiendo ante el hambre de placer de la piel femenina que hacía tanto tiempo había perdido y acariciándole los nudillos.

El contacto era leve, suave. Se le tensaron los músculos, le aumentó el pulso y con la mano libre encontró el camino que llevaba a su mejilla.

La piel que tocaba se calentó bajo la palma y notó que el pulgar, entonces librado de su control, se abría paso entre caricias hasta el labio inferior de la mujer, donde pudo sentir su respiración, cálida, apresurada y ansiosa.

Se había olvidado de las mujeres. Cuando, por primera vez, un encuentro pasaba de los devaneos implícitos a la sexualidad flagrante, se daba siempre esa breve inflexión, esa efímera vulnerabilidad en que se revelaban las dudas perennes, que, pese a todo, persistían. Y, según recordaba, solía volverse cauteloso en momentos así, como si de algún modo estuviera aprovechándose, como si la mujer que tuviera delante se confiase y pusiera esperanzas excesivas en él y, también, en lo que tal vez llegasen a ser el uno para el otro.

Sin embargo, la pasividad de Angel, su modo de entregarse en última instancia, le inspiró una curiosa sensación de suficiencia y, por eso, sonriendo para sus adentros, volvió a pasarle el pulgar por la boca. Y entonces se detuvo, tras identificar la naturaleza posesiva de su gesto.

Poseer. Era horrible.

No quería atarse a nada: a ninguna mujer ni a aquella en particular.

Bajó la mano y retrocedió, y ambos se miraron.

– Bueno -dijo Angel, tras un rato.

– Bueno -convino él.

– Supongo que ha vuelto a entrar en escena ese pequeño detalle: la atracción.

El modo espontáneo en que había hablado le provocó a Cooper, como por ensalmo, una súbita relajación. Descubrió que estaba sonriendo, que comenzaba a disfrutar de aquella franqueza de Angel al estilo de «yo no me ando por las ramas».