– Eso parece.

Ella asintió con parsimonia.

– Y aunque intentaras que creyese lo contrario, ¿dices que es mutua?

– Como has visto, sí.

Cooper seguía sonriendo. Había tenido razón; el deseo era controlable, ella era controlable.

Angel volvió a asentir, aunque, de repente, se quedó inmóvil y abrió mucho los ojos.

– ¡Eh, espera un momento! Se me ocurre que como has dejado de ser objeto de mi trabajo periodístico… -Cooper sintió que su sonrisa se desvanecía-… no hay razón para que ahora no podamos satisfacer esa atracción, ¿no?

El plan perfecto de Cooper resultó no ser tan perfecto.


¡Hombres!

Angel maldecía a todos los miembros del género, incluso mientras se deleitaba en el aspecto desmayado que dejaba traslucir el rostro de Cooper. Lo tenía merecido por dedicarse a juguetear… con la verdad y con ella.

Como cualquier hombre, Cooper procuraba evitar que se conocieran los problemas de su salud, siempre y cuando pudiera. Los varones cimentaban su ego en la imagen y, a veces, eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de conservar indemne su armadura.

El primer marido de su madre, con una armadura especialmente brillante como miembro del Departamento de Homicidios de la policía de Oakland, era de los capaces de hacerlo casi todo. Durante años, Angel y su madre habían tenido que huir de él y de sus promesas de venganza si le contaban a alguien que había maltratado a su esposa.

Angel despejó sus pensamientos de recuerdos y se concentró en el hombre que estaba ante ella. Cooper no era el oficial Brendan Colley. Aun así, le desagradaba la indiferencia -la crueldad, casi- con que le había dicho lo de su dolencia la noche anterior.

«Está muerto», aquello se había limitado a decir Cooper, y a ella, como consecuencia, se le había formado una bola dura y fría en el estómago. No podía dejar que jugara con ella de aquella manera.

Apartándose el pelo de la cara, dio un paso desafiante para acercársele.

– En fin, ¿qué dices, Cooper? ¿Debemos seguir para ver adónde nos lleva esta pequeña… coincidencia?

– Yo, vaya… -tartamudeó él, metiéndose las manos en los bolsillos.

Angel no sentía la más mínima culpa por provocar en Cooper aquella evidente zozobra. Ja, ja. Ella ya se había sentido incómoda, estúpida incluso, cuando había admitido que él la atraía o, peor aún, cuando se había disculpado por ello.

Lo había hecho muy bien él, sí, y ella también por seguirle la corriente. Pero manejar a un hombre no era lo único que sabía hacer.

Con la determinación de salirse con la suya, se acercó a Cooper y le tocó con el índice uno de los botones de la camisa de algodón que llevaba.

– Vamos, dime algo.

Él observó el dedo como si fuera a pincharle por el solo hecho de respirar.

– Pues digo que no me parece una buena idea.

– Venga ya, si yo no muerdo. -Angel trazó una pequeña circunferencia alrededor del botón y, mientras tanto, le sonrió de un modo que consideró una perfecta combinación entre insistencia y coqueteo. Desde luego, respetaba las reticencias de Cooper, que llegaban a alegrarla, pero tampoco le importaba provocarle unos cuantos de los estúpidos sentimientos que él había causado en ella-. Al menos no desde el principio.

La expresión del hombre dejó de indicar alarma. ¡Vaya, tal vez no lo estaba haciendo tan bien como debería! Con tanto trabajo y tantos recelos, las relaciones físicas que había mantenido con hombres habían sido pocas y esporádicas y, por si fuera poco, hacía tres años que había decidido que el ardor de las noches no compensaba el aturdimiento de las mañanas.

Si no buscaba sexo -y jamás lo había pretendido-, ¿qué sentido tenía todo aquello?

Cooper colocó la mano sobre la de Angel y se la apretó contra el pecho.

– ¿Qué juegos son estos, Angel?

– No es ningún juego -repuso ella, intentando distraerse de la calidez que emanaba del cuerpo del hombre a través de la camisa, intentando que su calor y su cuerpo no la distrajeran.

En teoría, estaba en el momento de la revancha, de recuperar el control, y no en el de ceder otra vez al ímpetu e irrelevancia del deseo.

Angel alzó la mano que tenía libre y empezó a juguetear con las puntas del desordenado cabello de Cooper.

– Pero podría ser divertido, ¿no crees?

Cooper entrecerró los ojos y le apretó la mano.

Ella intentó tomar aire, pero le parecía que tenía los pulmones ya colmados. Calma, Angel, respira.

– Podríamos… -Angel carraspeó con la pretensión de que su voz sonara más firme y confiada. Cuando era una niña asustada y sola, las fanfarronadas siempre le habían servido de mucho-… podríamos empezar con un beso.

Notó que el pulso de Cooper se aceleraba.

– No…

– A no ser que tengas miedo.

¡Sí, Cooper, ten miedo! Deseaba que lo tuviera, que se retirase y admitiera que ella había ganado y no volviese a infravalorarla.

– ¿Miedo? -La voz de Cooper se endureció-. ¿Cómo podría tener miedo de una mujer a la que parece que le vayan a poner un gorrito y colgarla del árbol de Navidad?

Entonces la mano libre del hombre la rodeó por detrás y la atrajo hacia él. Las bocas de ambos se encontraron.

El adorno navideño que al parecer era Angel se encendió como si lo hubieran conectado a la corriente. Qué barbaridad. Estaba ardiendo, tanto que abrió los labios para que la lengua del hombre la inundara; y la inundó, pero en forma de marea cálida, que le recorrió todo el cuerpo. Angel hundió las manos en sus cabellos y lo indujo a inclinarse más hacia ella.

Cooper extendió el brazo alrededor de la cintura de su compañera y la alzó para que se pusiera de puntillas y se acercara más a él. Angel comprobó que aquel cuerpo que ya había visto era espectacular, aunque en aquel momento podía sentirlo: sólido contra su suave consistencia, adaptándose perfectamente al hueco que ella le ofrecía, y así se deleitó en aquel amplio pecho para sentir su quejido a través de la mano que todavía cubría su corazón.

Necesitada de la esbelta musculatura y la piel hirviente que se le revelaba, Angel utilizó la mano para recorrerlo en detalle; la curva de los hombros, los bíceps, el muro de granito que era su espalda. Era todo músculo tenso y piel cálida, y ella parecía no tener suficiente de él.

Su boca se deslizaba alrededor de su rostro y después hacia el cuello, donde recorrió con la lengua la incipiente barba y degustó el áspero sabor del hombre. Estaba sostenida tan solo por los brazos de Cooper, y aun así le busco el cuello y paladeó su sabor penetrante y masculino escondido en la piel sin afeitar, y, cuando los labios de ambos volvieron a coincidir, se abandonó a él para absorber su sabor y su cuerpo.

Qué deliciosa languidez, pensó Angel, incrementando la laxitud de los labios para permitir el embate, y solo él puede despertarme.

La idea, la certeza de lo que estaba ocurriendo, barrió de repente la neblina embriagadora. Ella se apoyó en Cooper para apartarse de él y, dando un paso atrás, se deshizo de su abrazo.

Ambos se miraron, y Angel agradeció que él estuviera tan perturbado como ella.

– ¿Qué demonios acaba de ocurrir? -inquirió Cooper, que cortó el aire con la mano-. Pero ¿qué es lo que acaba de pasar?

La venganza de Angel, su revancha, su contraataque, su manera de aclarar las cosas entre ellos. Vaya, él la echaría de la cabaña a carcajadas si le dijera algo así.

– Error mío -admitió Angel pasándose las manos por la cara para disimular el temblor.

Aunque le reventara admitirlo, había sido ella la que lo había subestimado. Para digerir aquellos pensamientos, se llevó a la boca las yemas de los dedos y, como notó que aún ardían, las apartó.

Mientras, él la miraba con fijeza.

– Yo… lo siento. -Tras decírselo, Angel fue hasta la puerta, la abrió, y estaba a punto de marcharse cuando él por fin habló.

– Yo también, Angel -dijo-, yo también.


A Angel le hicieron falta varias horas para recomponerse. Sin embargo, cuando empezó la tarde, decidió aventurarse en el bosque que rodeaba el complejo e inspeccionar el agreste paraje, aunque con nuevos ojos. Su última comida había consistido en un bocadillo de tofu y brotes, bastante poco apetecible, así que las quejas del estómago la obligaron a considerar qué partes de la floresta eran comestibles.

Mientras caminaba pisó una pequeña corriente de agua e interrumpió la paz de una rana, la cual saltó y se ocultó detrás de un helecho. Desde su escondite, el animal la miraba con temor. Esto sabe a pollo, juzgó Angel, tras efectuar un examen de la regordeta criatura. Había comido ancas de rana en una ocasión, cuando había estado viviendo en París con su madre.

Con cautela, dio un paso para acercarse.

¡Dios mío! Detuvo de súbito su avance y el de la imagen insoportable de un trozo de carne en suave salsa de vino blanco acompañado de una sabrosa guarnición de patatas con ajo y mantequilla.

– No voy a hacerte nada, mujer -le aseguró a la rana.

Al menos, por ahora.

– Es este lugar -murmuró.

Despertaba en ella los impulsos más extraños: hacía siglos que no deseaba a un hombre y nunca antes había pretendido cazar con el propósito de alimentarse. No sabía cuál de las novedades era más preocupante.

Se puso en movimiento siguiendo el olor y el sonido del mar, con la idea de pasar un rato reparador en el lugar que Katie le había enseñado el día anterior.

Sin embargo, no pudo encontrar el camino y tuvo que ir campo a través. Cuando llegó al lindero del bosque, el sol apenas se alzaba sobre el horizonte y el sitio ya estaba ocupado.

Cooper y Katie estaban allí sentados, en silencio y dándole la espalda. En un primer momento no quiso moverse, pues se trataba de una bella escena con el crepúsculo como telón de fondo. El pelo de Cooper flotaba en el viento y su hombro rozaba a la niña, que se rodeaba con los brazos las piernas flexionadas. Angel miró hacia el fondo, al cielo.

El sol perdía altura y la brisa cesó. Se hizo un silencio en el que Angel pudo distinguir la voz de Katie.

– Mamá quiere que mañana vuelva al colegio.

– ¿Y tú crees que estás preparada? -dijo Cooper sin moverse.

La niña se encogió de hombros, lo cual, como era una adolescente, podía obedecer a los motivos más variopintos.

Estaban de nuevo callados y el mar se calmó tanto que Angel empezó a pensar que no podría marcharse de allí sin que advirtieran su presencia. Por eso se quedó donde estaba, rodeada por el aroma de los pinos y el aire salado.

Cooper se pasó una mano por los cabellos, demostrando la frustración que sentía, y Angel adivinó la pregunta que le estaría rondando en la cabeza, la misma que su madre le había hecho a ella en un sinnúmero de ocasiones: «¿Estás bien?» Ocurriría de un momento a otro.

Y Katie contestaría del único modo en que podía contestarse aquella pregunta, que era dar la respuesta que quien se la había hecho esperaba oír.

En vez de sollozar, gritar, o cargar contra su destino, la niña contestaría con las palabras que Angel había pronunciado tantas y tantas veces: «Estoy bien».

Cooper volvió a repetir el gesto de la mano en los cabellos.

– Es una mierda, Katie, una mierda.

Angel y Katie dieron un respingo al mismo tiempo. La niña suspiró sin mirar a su tío.

– No, no. Estoy bien -le aseguró de inmediato-; de verdad.

Aquello, expresado con tan poca emoción y en tono monocorde, hizo que Angel lamentara haber tenido razón.

– Yo también estuve así de bien -le dijo Cooper mientras le acariciaba la cabeza-, tan bien como estás tú, y sigue siendo una mierda.

Angel se resintió por la angustia que aquellas palabras denotaban, y aún más cuando Cooper rodeó a la muchacha por los hombros, pues la niña, pese a no protestar, tampoco se abandonó al cariño que se le ofrecía.

La imagen evocó en la memoria de Angel a Cooper, el día del funeral, abrazando a su sobrina y a su hermana, una actitud que entonces, entendiéndola como símbolo de la ayuda de un hombre que a ella le faltaba, le había sentado mal. Pero en aquel momento sentía pena por Katie, pues la muchacha no quería ni podía aceptar el consuelo de su tío.

Las niñas pequeñas necesitaban a alguien que las protegiese del peligroso y ancho mundo.

Angel no pudo oír el suspiro de Cooper aunque sí advertir que sus hombros se elevaban lentamente para después caer.

– Bueno, al menos, el atardecer está precioso, ¿verdad? -opinó el hombre, revolviéndole el pelo a la niña-. A veces es lo único que nos queda, así que más vale disfrutarlo.

Angel sintió que se le hacía un nudo en la garganta y el viento le golpeó en los ojos aun a pesar de los rizos que los ocultaban. Era el momento de salir de allí y ella lo sabía. Estaba estancada, lo estaba desde su llegada a Tranquility House.