Con todo el sigilo de que fue capaz, se puso en marcha y se encaminó a su cabaña y, una vez allí, elaboró una lista con las preguntas que le haría a la madre de Katie en la primera entrevista del reportaje. A pesar de haber creído dedicar los dos días de que había dispuesto a inspirarse con el ambiente, lo cierto era que se había limitado a posponer el encuentro con la viuda. Y esa inoperancia había dado como resultado la difícil relación que había iniciado con Cooper y la incómoda empatía que la niña le inspiraba.

Angel se enderezó. Si la madre de Katie pensaba que su hija estaba en condiciones de reincorporarse al colegio, entonces la madre de Katie debía de estar preparada para hablar de Stephen Whitney. Además, le había dado permiso, quería que Angel se ocupara del reportaje.

La verdad los liberaría a todos.

Así que, visto lo visto, era momento de dejar a un lado a escrúpulos, sexo y hermanitas, entre otras cosas porque hasta el momento solo le habían supuesto problemas. ¿Qué haría Woodward?

Woodward seguiría con el reportaje y, después, con su camino.

7

Para su encuentro con la viuda de Stephen Whitney, su primera entrevistada en relación con el artículo, Angel puso especial atención a su vestuario. El sol de septiembre volvía a ser abrasador, así que para la ocasión escogió un vaporoso vestido con estampado floral. Su madre lo llamaría vestido «de señorita», y Angel creyó que esa sería la imagen apropiada para aquella mañana.

La noche anterior había escrito una detallada lista de preguntas, a la que añadió unas cuantas por la mañana. Aunque pretendía que la entrevista fuera en profundidad, tenía la intención de que la mujer sintiera que llevaba la conversación. La gente siempre contaba más cosas si las preguntas no tenían el tono de un interrogatorio.

Su melena se había convertido en una indomable maraña, pero no le parecía adecuado pedirle a la viuda que le dejara utilizar su secador durante veinte minutos, así que tendría que encontrar otra solución. Resignada, optó por una diadema de metal con abalorios para mantener el pelo alejado de los ojos.

Finalmente, para que le diera suerte, porque le traía buenos recuerdos y porque se estaba volviendo loca con tanto silencio, se colocó una pulsera de oro en la muñeca izquierda. De cada eslabón colgaba un recuerdo de las ciudades en las que había vivido. Aunque siempre andaban mal de dinero, su madre insistía en comprar amuletos, seguramente por el simple hecho de convertir su vida secreta en una aventura excitante.

Al fin y al cabo la intención es lo que cuenta, se dijo.

Paseó hasta el edificio comunitario en busca de señales que le indicaran el camino hasta la casa de Lainey Whitney. No había vuelto a ver a Cooper desde el día antes, cuando se besaron, así que se alegró de encontrar a Judd presidiendo el bufet del desayuno, y aún más cuando se ofreció, por escrito, no solo a indicarle el atajo por el bosque sino a acompañarla hasta allí él mismo.

No habían andado ni media hora cuando encontraron a Lainey Whitney en la parte de atrás de su casa, paseando por el enlosado que rodeaba la piscina. Ataviada con un vestido de tirantes, sombrero de ala ancha y guantes de jardinería, arrancaba las partes marchitas de un geranio rosa en flor. Judd la saludó con la mano y se marchó.

– Visita a mi hermana cada día a la misma hora -le explicó Lainey.

Angel intentó pensar en lo que había averiguado sobre él durante el trayecto.

– No dice nada -observó mientras miraba el trozo de papel que Judd había puesto en su mano-. Y no solo en Tranquility House. No habla en ningún lugar.

Con la muñeca, Lainey se apartó el ala del sombrero de la cara.

– Llegó al refugio hace cinco años con la intención de quedarse dos semanas. Lleva aquí desde entonces sin decir palabra.

Angel meneó la cabeza y metió la nota en la mochila.

– Qué extraño.

– Quizá te lo parezca porque no conoces sus razones.

«Sus razones.» Aquel comentario inocente recordó a Angel el motivo de su visita. Estaba allí precisamente para conocer las razones de otro hombre.

– Es verdad, señora Whitney. Y lamento haber aparecido aquí sin avisar, pero como no tengo acceso a un teléfono, tampoco podía llamarla para preguntarle si tenía tiempo para recibirme.

– ¿Que si tengo tiempo? -La mujer soltó una sonora carcajada, aunque Angel observó que se le humedecían los ojos-. No sé qué hacer con todo el tiempo que tengo.

Lágrimas, pensó Angel, y se le hizo un nudo en el estómago. Se agarró con fuerza a la mochila y se arrepintió de no haber llevado pañuelos de papel.

– Yo… lamento su pérdida.

– Lainey, no tienes por qué hablar hoy si no te apetece -gritó una voz a sus espaldas.

La voz de Cooper. Molesta por su intromisión, Angel se dio la vuelta.

No tardó en olvidarse de por qué estaba enfadada con él. También llevaba guantes, los suyos de piel y del mismo color marrón que su bronceado pecho desnudo. Volvió a fijarse en la cicatriz, pero pronto su atención se desvió hacia sus anchos hombros y las tiras de músculos que se perdían en el interior de los vaqueros de cintura baja que llevaba. Antes pensaba que su cuerpo merecía un sobresaliente, pero en aquel momento decidió que era sencillamente fabuloso. Tanto que sintió el impulso de recorrerlo con la lengua hasta…

Aturdida por el deseo, Angel trastabilló unos pasos hacia atrás.

– ¡Cuidado! -la previno Cooper.

Aquel grito solo consiguió que siguiera reculando hasta que su pie no encontró más que aire en el que apoyarse, el aire que cubría la superficie de la piscina. Cooper corrió, la asió por la muñeca y tiró de ella para alejarla del borde.

Angel se zafó de la sujeción y se frotó la zona por la que Cooper la había agarrado.

– Me has hecho daño.

– La mayoría de las mujeres me darían las gracias por salvarlas… de nuevo.

Decidida a mantenerse alejada de peligros, se dio la vuelta y se dirigió a la señora Whitney.

– En realidad, tiene razón. Si este no es un buen momento…

Los ojos de la mujer tenían un brillo distinto.

– ¿Y qué me dices de ti? Pareces un poco… azorada.

– Necesita café -interrumpió Cooper, pasando junto a ellas para recoger unas tijeras de podar de gran tamaño.

Lainey hizo un gesto de contrariedad.

– Pero hace demasiado calor para tomar…

– Café -repitió Cooper, mientras se ensañaba con un arbusto cercano-. Ni te imaginas la reacción que le provoca.

Angel le dedicó una mirada lasciva, aun siendo consciente de que al hacerlo se estaba ruborizando.

– Me encantaría tomar un café, siempre y cuando no sea demasiada molestia. -Esforzándose por no recrearse en la contemplación de los músculos dorsales de Cooper, añadió-: ¿Pasamos a la cocina?

Afortunadamente, a la mujer le pareció bien la idea. A los pocos segundos Angel se encontraba ya lejos de la presencia de Cooper, sentada a una mesa larga de pino en el centro de la amplia cocina de la señora Whitney. Las paredes y los armarios, pintados en suaves tonos pastel, resplandecían bañados por la luz de la mañana.

Segura de haber seguido los pasos uno y dos, el breve intercambio de fórmulas de cortesía y la conversación superficial, Angel se decidió por el cumplido final previo a la entrevista.

– Tiene una cocina preciosa, señora Whitney.

Si te gustaban los huevos de pascua y las garrapiñadas, claro.

– Por favor, llámame Lainey. -La mujer paseó por el espacio entre la despensa y la encimera con estudiada elegancia-. A mí también me encanta esta habitación. Sigue el modelo de Invitación al Hogar, por supuesto.

– ¿Cómo?

– Es el título del primer cuadro de Stephen que formó parte de una exposición nacional. Seguro que lo has visto… -Se acercó rápidamente a la estantería y dejó un libro de tapa dura sobre la mesa, que deslizó en dirección a Angel-. Aquí está, en la cubierta.

Se trataba de un libro sobre la obra de Stephen Whitney. En la cubierta satinada aparecía una cocina idéntica a aquella, pintada también con colores normalmente reservados para los conejitos de pascua. No había ningún electrodoméstico moderno pero sí un ramo de delicadas flores colocado en una botella antigua de cristal sobre una reluciente encimera. En un rincón había un par de zapatos de niña, como si su dueña los hubiera tirado allí al entrar en casa. La mesa central estaba decorada con dos botes también antiguos en los que se podía leer «Harina» y «Azúcar». Estaban abiertos y sobre la mesa había un poco de cada ingrediente. Junto a ellos, un tazón con masa en la que había clavada una cuchara de madera y una enorme bandeja llena de galletas.

Solo faltaban los osos amorosos, un tarro de miel y un poco de sentido de la realidad.

– Muy bonito -dijo Angel, sin apartar la mirada de la firma del artista: Stephen Whitney, con la «W» más grande que el resto de las letras y terminada en una leve ondulación. Angel se sintió molesta y apartó la vista-. Pero que muy bonito.

– ¿Te das cuenta? -preguntó Lainey, tras lo que hizo una pausa para contemplar la imagen-. Quien sea que recibió la invitación acaba de llamar al timbre y la familia ha salido de la cocina para darle la bienvenida.

– Claro. -Era difícil contradecir a una mujer con aquella media sonrisa de melancolía en el rostro. Aun así, era la hora de entrar en materia-. Lainey, ¿te importa que grabe nuestra conversación?

Tras unos instantes de duda, la mujer aceptó, pero Angel consideró que sería mejor no precipitarse y esperar un poco antes de sacar la grabadora de la mochila. Dio unos golpecitos con el dedo sobre la tapa del libro y preguntó:

– ¿Es este el cuadro que más te gusta de tu difunto… del señor Whitney? ¿Invitación al Hogar?

– Bueno, esa es una pregunta difícil. -Lainey colocó un tarro de azúcar y una jarrita con leche sobre la mesa-. Por cierto, ¿dónde está tu hogar, Angel?

– ¿Mi hogar? -titubeó-. Vivo en San Francisco. Tengo un apartamento en Sacramento Street, Pacific Heights.

– ¿Te gusta vivir en la ciudad? -preguntó mientras dejaba la cuchara, el plato y la taza sobre la mesa.

Angel se reclinó en su silla.

– Sí. He vivido en ciudades, grandes y pequeñas, toda mi vida.

Para una mujer y una niña era fácil pasar desapercibidas en una ciudad. Mantener el anonimato. Conseguir que las olvidaran. Angel empezó a juguetear con el arco de San Luis que colgaba de su pulsera entre la torre Eiffel y el Big Ben.

Lainey se sentó frente a Angel.

– ¿No has vivido nunca en un pueblo?

Angel levantó la taza que había preparado para ella y dio un sorbo.

– Bueno, un verano vivimos en una pequeña población al norte de Alemania. Era aburridísimo. Teníamos vídeo y muchas películas, pero yo no sabía ni una palabra de alemán. Al final, un día mi madre trajo a casa Todos los hombres del presidente. Debí de ver aquella película millones de veces.

– Vaya, vaya. Y ahí nació la periodista.

Angel asintió y entonces se dio cuenta de que era ella la que se suponía que debía entrevistar a Lainey y no al revés. Tomó otro sorbo de café y pensó en la forma de reconducir la conversación hacia Stephen Whitney. Miró por la ventana y sus ojos se centraron en los bien dibujados bíceps de Cooper, ocupado en aquel momento en empujar una carretilla llena de hierbajos. A juzgar por el comentario que Lainey le hizo, era muy posible que Angel acabara de suspirar.

– Es un hombre muy atractivo -comentó la mujer en voz baja.

– Ya lo creo -respondió Angel, observando cómo se alejaba y recorriendo con la mirada los desnudos músculos de su espalda. Los pantalones se le habían bajado un poco y ahora se apoyaban en la incipiente curva de su trasero. Angel volvió a sentir el cosquilleo Cosmopolitan en el bajo vientre-. ¡Ya lo creo!

Cuando volvió en sí, se ruborizó y comenzó a balbucear. Dios, igual tenía un problema de tiroides.

– Bueno, esto, quería decir que…

– Seguro que es propio de los periodistas fijarse en todo -la ayudó Lainey.

Angel se aferró a aquella excusa, que ella misma se había repetido varias veces.

– Exacto. Eso es.

Avergonzada por su reacción de adolescente mema, dio otro sorbo a la taza de café.

– Así que, después de ver la película, decidiste que serías periodista y te dedicarías a investigar escándalos políticos, ¿no?

– No exactamente.

Fue en ese instante cuando Angel se dio cuenta de que la taza que tenía entre las manos también estaba decorada con motivos del artista. ¿A quién si no se le habría ocurrido pintar los bordes en aquellos cursis tonos pastel?