Sin embargo, Cooper era experto en juzgar a la gente. Según él, aquella era una habilidad fundamental, aunque poco valorada, en su trabajo de abogado. La gente solía pensar que lo más importante era ser perspicaz y tener una personalidad agresiva, pero no se daban cuenta de que un buen abogado debía ser capaz de dejar a un lado las apariencias y descubrir qué había debajo.

El día que se conocieron, Cooper detectó que bajo la suave piel de Angel había una capa de acero.

Y en aquel momento sabía que, debajo de ella, la mujer guardaba algún doloroso secreto. Suspiró, algo molesto por aquel súbito interés por hacerle sentirse mejor; pero bueno, al fin y al cabo un hombre como él era capaz de alegrar por momentos la vida de los demás, ¿no?

Intentando no pensar en el porqué, tomó el bolígrafo y se puso manos a la obra.

Cooper notaba que Angel lo miraba de reojo, así que se volvió en la otra dirección para que no pudiera ver lo que estaba haciendo. El tintineo de los amuletos que colgaban de su pulsera le indicó que ya estaba recogiendo los platos, dispuesta a salir de allí enseguida. Cooper se dio prisa y consiguió terminar justo cuando Angel se estaba levantando.

El hombre llevó la mano a su muslo y consiguió que se volviera a sentar. Entonces Angel emitió un leve quejido que a Cooper pareció no importarle. Levantó una pierna, se sentó a horcajadas sobre el banco para mirarla de frente y le acercó un trozo de papel en el que había escrito: «Juega y gana». Angel leyó el mensaje y después desvió la vista hacia el puño izquierdo de Cooper; en el dorso se había escrito la orden «aprieta» dentro de un círculo que imitaba la forma de un botón.

Lo miró a los ojos con atención, intentando descifrar de qué iba todo aquello.

Mira que es desconfiada, pensó por enésima vez. Tan joven y tan precavida.

Como no reaccionaba, Cooper le acercó el puño a la nariz. «Aprieta.»

Angel volvió a mirarlo y finalmente obedeció.

Cuando Cooper sintió el contacto sobre el dorso de la mano, la abrió bruscamente, separando los dedos.

Angel dio un respingo. Entonces, con expresión de enfado, se dedicó a examinarlos. Cooper había escrito un número distinto en cada una de sus uñas y nudillos. Angel lo miró y Cooper movió los labios lentamente para que ella pudiera leérselos: Es-co-ge.

En aquel momento recordó las muchas veces que había utilizado el mismo truco para animar a la pequeña Katie hacía ya unos cuantos años. De mala gana, Angel señaló el número 7 del nudillo de su dedo índice.

Sirviéndose de la mímica, Cooper fue contando del uno al siete, pasando por encima de cada dedo hasta llegar al anular. Es-co-ge, volvió a decir en silencio. Aquel dedo tenía un 4 en el nudillo y un 3 en la uña.

Angel apoyó su preciosa uña sobre la de Cooper, que volvió a contar y llegó de nuevo hasta el índice. Escondió todos los dedos menos el ganador, le dio la vuelta, y Angel leyó el mensaje:

«¡Enhorabuena! Te has ganado el acceso a nuestra playa secreta».

Entonces, con aquel mismo dedo, le hizo una señal para que lo siguiera y saliera tras él del comedor.

Angel lo obedeció sin objetar y Cooper se sintió muy satisfecho consigo mismo. Aún era bueno, pensó. Ya no ejercía de abogado, pero seguía siendo el mejor a la hora de adivinar las reacciones de la gente. ¿Acaso una reportera curiosa sería capaz de resistirse a la palabra «secreta»?

Cuando se hubieron alejado lo suficiente de la zona comunitaria, Angel empezó a hacer preguntas:

– ¿De qué va todo esto? -inquirió mientras avanzaba con elegancia entre los árboles a pesar de los altos tacones. ¿Qué playa? ¿Cómo que secreta? ¿A qué venía el jueguecito?

– ¡Chisss! -Cooper se volvió y siguió avanzando de espaldas unos cuantos metros-. Es un secreto, ya sabes. Que seas periodista no implica que tengas que saberlo todo.

Dio media vuelta y siguió avanzando sin darle tiempo a contestar.

– Esto no me gusta, no me gusta ni un pelo -gruñó Angel.

Y lo que a él no le gustaba era lo que todavía desconocía pero que había apisonado la actitud segura y decidida de Campanilla.

– Vamos, bizcochito -dijo, sabiendo que aquella ñoñez la molestaría-. Tú sigue a Papá Oso a través del oscuro túnel. Él te protegerá.

– Papá Oso, Papá Oso -murmuró Angel-, ¡qué ego tan grande tienes!

– Es para que te sientas mejor.

Sin embargo, era él el que se sentía mejor cuando agarró a Angel de la mano y juntos atravesaron el estrecho túnel de diez metros de longitud formado después de que su bisabuelo volara una montaña de granito a principios de los años veinte. Según la leyenda, en aquella explosión murió un hombre, pero esa no era la razón por la que todos preferían que el túnel permaneciera en secreto. El motivo era que la pequeña cala y la minúscula playa a la que conducía no eran lugares seguros y, por tanto, lo más prudente era mantener a la gente alejada de ellas.

Cuando se acercaban a la salida, Cooper tomó a Angel por los hombros y la empujó al exterior, a la arena. No pudo evitar sonreír cuando vio que la mujer frenaba el impulso del empujón para contemplar a los visitantes que también habían acudido a la cala. Aunque no estaba seguro de que estuvieran allí, se alegró al comprobar que no le habían fallado. Retozando sobre sus espaldas y bañándose en aquellas aguas relativamente tranquilas, levantaron la cabeza y miraron a Angel en actitud curiosa, cautos pero confiados.

– Nutrias de mar -susurró Cooper al oído de Angel-. Te están dando la bienvenida a su mundo.

Sin reparar en su vestido, la mujer se dejó caer en la arena. La brisa levantó la vaporosa tela y dejó al descubierto sus blancas piernas. Hacía un poco de fresco, y al poco tiempo se le enrojecieron las mejillas y la punta de la nariz, pero Angel estaba absorta en la visión de los animales, que a los pocos minutos volvieron a comportarse de manera habitual. Algo de tiempo invertido en rascarse y acicalarse y algún que otro elegante chapuzón tras el cual se abandonaban a largas sesiones de siesta.

Por experiencia propia, Cooper sabía que la visión de los animales dejaba hipnotizado al que la presenciaba. Junto a una de las adormiladas nutrias que tomaban el sol apareció la cabeza de una más pequeña que, juguetona, se dedicaba a embestirla. Angel no pudo contener la risa.

El humor de Cooper también mejoró.

– Misión cumplida -murmuró para sí.

– ¿Cómo? -Sin dejar de mirar a los animales Angel se inclinó hacia él.

– Ya te sientes mejor -respondió, mientras acariciaba las puntas de su ingrávida melena.

Angel esbozó una sonrisa.

– Tengo que admitir que el premio no ha estado nada mal. Gracias.

Entonces frunció el entrecejo y se volvió para mirarlo.

– Por cierto, ¿cuáles eran los otros? Me refiero a los otros premios.

Cooper se mordió el labio, sopesando si responder o no aquella pregunta. Y qué más da, pensó. Entonces levantó el pulgar de su mano izquierda y leyó en alto lo que había escrito: «La última edición de los periódicos de Los Ángeles y San Francisco».

– Bueno, no pasa nada. He salido ganando -dijo mirando de nuevo a las nutrias.

Cooper volvió entonces el dedo índice, con el premio que había conseguido.

– Aquí está la playa… -añadió dudando de si seguir con el dedo corazón.

– ¿Qué más? -preguntó Angel.

– Tercer premio: «Una noche en mi cama».

– ¡¿Qué?!

A Cooper le encantaba aquella expresión de indignación en el rostro de la joven.

– Oye, oye, yo también estoy muy atractivo retozando de espaldas…

– Por favor… Anda, continúa.

Cooper sabía que el cuarto premio iba a dolerle.

– Embutido. Sé dónde conseguir el mejor embutido ahumado que hayas probado jamás.

Las pupilas de Angel se dilataron.

– No puede ser. ¿Te refieres a embutido de verdad, ahumado y sabroso?

– Exacto. -Cooper se lamió los labios, intentando recordar la última vez que se había sentido tan a gusto-. Lo puedes conseguir en la tienda de Pop, aunque tienes que decirle a Pop que vas de mi parte para que te lo venda.

Angel asintió y cerró los ojos, a la espera de una nueva mala noticia.

– Adelante, dame el último premio.

– Bueno, es que me quedé sin ideas. Está repetido. Otra vez una noche en mi cama.

Angel abrió los ojos como platos.

– ¡Eso es trampa!

– Puede, pero ten en cuenta que he repetido el mejor de los premios -se defendió Cooper, con expresión de seriedad-. Deberías estarme agradecida.

Angel forzó una expresión ofendida y le dio una palmada en el hombro. Cooper estaba acostumbrado a la misma reacción por parte de sus hermanas y supo que, en realidad, Angel no se había molestado.

Y si podía empezar a verla como a una hermana, sería todo mucho más fácil.

Angel meneó la cabeza en señal de reprobación y volvió a mirar a las nutrias. Cooper no podía apartar sus ojos de ella, y fue así como se dio cuenta de que se estaba esforzando por esconder la sonrisita que afloraba a sus labios.

– ¿En qué estás pensando?

La sonrisa le llegaba ya de oreja a oreja.

– En nada.

– Dímelo -le rogó mientras le daba codazos en las costillas, como hacen los hermanos.

Angel le dedicó una mirada soslayada de mujer fatal.

– Bueno, pensaba en que si no me hubieras facilitado la fuente sobre el embutido, lo más probable es que hubiera pasado la noche en tu cama para sonsacarte la información.

8

Judd acababa de sentarse a la mesa de la cocina cuando Lainey entró por la puerta trasera portando una caja de cartón. Levantándose de inmediato, le quitó el bulto de las manos y le dio un beso de bienvenida en la mejilla.

– Buenos días, Judd -saludó Lainey, dándole unas palmaditas en la cara por respuesta.

Era de estatura un poco más baja y de líneas un poco más redondeadas que Beth. La broma familiar siempre había consistido en que Beth se había quedado con la elegancia y Lainey con el artista.

La recién llegada se volvió hacia su hermana gemela, que sacaba ya una tercera taza de un aparador.

– Buenos días también para ti, Beth.

En los labios de Beth apareció un leve rastro de sonrisa.

– Vaya, Lainey, ¿qué hay en esa caja?

– Muestras de los últimos productos Whitney de la compañía que se quedó con las licencias. -Aceptó el café que le ofrecían y se sentó en una silla, al lado de Judd-. Me quedé con algunos y supuse que tú querrías el resto.

Beth se dio la vuelta y llenó su taza de café.

– Claro, gracias -dijo.

Judd no podía dejar de notar la nueva tensión que se había instalado en los hombros de Beth. Había estado particularmente pendiente de ella, de cada respiración, movimiento o emoción, desde la fatídica mañana en que había reinstaurado la costumbre de tomar café, la semana anterior. Desde entonces, la había visitado todas las mañanas buscando la aceptación de los sentimientos que albergaba hacia ella y una indicación que le aclarase qué hacer con ellos.

Pero, por encima de todo, no quería causarle más sufrimiento.

– Esta mañana he estado una hora con Angel Buchanan -anunció Lainey tras darle un sorbo a su café-. Es la cuarta vez que hablamos. Me contó que también te había entrevistado a ti -agregó, dirigiéndose a Judd-. Sigue sin entender que hayas elegido no hablar.

El aludido se encogió de hombros. Les había ido bastante bien solo con papel y bolígrafo.

– ¡Pues yo no pienso hablar con ella! -exclamó de pronto Beth, volviéndose hacia su hermana. Luego, con un tono de voz más sosegado y la mirada perdida, añadió-: Preguntas, preguntas y más preguntas sobre Stephen.

Judd también se había negado a hablar sobre el artista. Stephen nunca le había tenido en muy alta estima, y de nada habían servido sus esfuerzos por hacer que el pintor cambiase de opinión.

Lainey alargó un brazo y le dio a su hermana unos golpecitos de ánimo en el hombro.

– No estás obligada a hablar con Angel, así que haz lo que quieras. -Una pequeña sonrisa le iluminó la cara-. Pero a mí me cae bien, y también a Cooper, a quien me parece que ella le corresponde.

– ¿De verdad? -se sorprendió Beth.

Judd alzó las cejas y miró hacia el techo. No hacía falta ser muy suspicaz para darse cuenta de que entre aquellos dos había química.

– Me dijo que Cooper le había mostrado el acceso a la playa -confirmó Lainey-. Y ya sabes lo que significa eso.

Poco menos que estupefacta, Beth buscó a tientas una silla, la apartó de la mesa y se sentó. Lainey guardó silencio y ambas tomaron largos sorbos de sus respectivas tazas.

Podría decirse que fue Judd el que rompió el silencio, tras coger un bolígrafo y papel. «¿Acceso a la playa?» Él ya lo conocía, por supuesto, pero se le escapaba el significado de que Cooper se lo hubiera enseñado a Angel.