– Stephen… -suspiró Lainey con impotencia.

Angel meneó la cabeza. Las últimas obras del Artista del Corazón iban a darles a los críticos de arte, que ya aborrecían sus cuadros de forma unánime, motivos de sobra para ensañarse.

– Se lo van a cargar -murmuró Angel para sí, mientras Lainey desenrollaba una de las alfombras.

– Dios mío, esto cada vez se pone peor. Fíjate, esta es una alfombra para la base de la taza. Mi marido aprobó que estamparan su arte en algo que iba a estar a los pies del retrete. -Lainey la sostuvo en alto y observó a Angel a través de la inconfundible abertura.

La expresión horrorizada de Lainey enmarcada en aquella pequeña alfombra fue algo demasiado cómico, y Angel tuvo que morderse el labio para contener una carcajada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Lainey, acercándose a ella-. ¿Estás bien?

– Mmm, mmm -consiguió musitar Angel, mientras asentía con rápidos movimientos de cabeza.

– Tú te estás riendo…

Entonces, Angel se sintió culpable y se concentró para dejar de reír y disculparse con la viuda. Pero Lainey seguía mirando la alfombrilla con expresión aterrada.

– Después del papel higiénico Artista del Corazón, esto es lo más hortera que he visto en toda mi vida -dijo en tono sombrío.

– ¿Papel higiénico? -repitió Angel.

Y entonces, sin poder evitarlo, soltó una sonora risotada. Lainey tampoco pudo contenerse y empezó a reírse con naturalidad. Para empeorar aún más las cosas, se agarró al brazo de Angel como si ambas estuvieran compartiendo algo, como si fueran buenas amigas.

– ¿A santo de qué? -consiguió articular Lainey, todavía enlazada a Angel y agitando la alfombra con la otra mano-. ¿A qué viene esto? ¿En qué diablos estaba pensando cuando se le ocurrió esto?

Angel no pudo contenerse.

– ¿En que quería que el mundo pensara en él en todo momento?

Aquello volvió a provocar grandes carcajadas. Cuando se les pasó el ataque, Angel le sirvió café a Lainey. Tomó su taza y se sentó junto a ella a la mesa.

La mujer apartó aquellos objetos hacia un lado y, resignada, añadió:

– Lo que me duele es que esto sea la última aportación que Stephen haya dado al mundo del arte.

Angel sorbió un poco de café.

– ¿Tú no estabas de acuerdo en quemar sus cuadros?

Lainey se encogió de hombros.

– Ese era su deseo, que quemáramos las obras incompletas. Lo cual significa que hemos perdido todo su trabajo del año pasado. Tenía la costumbre de dejar un trozo inacabado en cada uno de los cuadros, y cuando llegaba el mes antes de la exposición, se ponía a pintar como un loco para terminarlos. Recuerdo que le llevaba comida a la torre, pero la mitad de las veces ni la tocaba.

Una sombra de tristeza se posó en el rostro de Lainey, y Angel se apresuró a animarla.

– Estoy segura de que lo cuidaste muy bien -dijo, consciente de que aquel no era un comentario muy objetivo ni profesional. El hecho era que no solo le gustaba el café de Lainey, también le gustaba aquella mujer-. Estoy segura de ello.

– Ese era mi trabajo. Cuidarlo y hacer que su vida fuera lo más cómoda posible para que pudiera dedicarse a su arte. -Lainey se la quedó mirando fijamente-. Pero ¿qué voy a hacer ahora?

Angel no supo qué decir, desvió la mirada al interior de su taza y deseó ser transportada a una galaxia muy, muy lejana.

– Bueno, pues… no sé.

Le estaba bien empleado, se había excedido en su confianza con aquella mujer y ahora le tocaba enfrentarse a engorrosas preguntas cargadas de emoción.

– ¿Qué querías antes de que él apareciera en tu vida?

Lainey rió, pero sin el menor rastro de diversión.

– Quería que apareciera en mi vida.

Angel se levantó de un salto. La respuesta de Lainey se parecía demasiado a lo que ella había deseado de pequeña y lo que se había obligado a no desear una vez tuvo el juicio suficiente para entender por qué su madre se había casado precipitadamente cuando Stephen Whitney las abandonó.

Para Angel, hacer que su felicidad o cualquier aspecto de su vida dependiera de un hombre era lo peor que le podía pasar.

– ¿Podría hablar con Katie? -preguntó mientras dejaba la taza en el fregadero-. Si veo que no está bien no la presionaré.

Cuando oyó el nombre de su hija, la expresión de Lainey pasó de la tristeza a la preocupación.

– Quizá hablar le siente bien. Yo no consigo que me diga nada, ni yo ni nadie más de la familia. Puedes subir, su habitación es la primera puerta de la izquierda.

Angel asintió y se dio la vuelta.

– No ha llorado desde que murió su padre -añadió Lainey-. Una amiga me mandó un libro sobre el dolor en los niños y he leído que le vendría bien llorar.

Angel sintió un escalofrío y se detuvo en seco.

– Igual tú puedes hacer algo al respecto.

– A lo mejor. Sí, claro, ahora me pongo a ello.

No había nada, nada en el mundo que le apeteciera menos a Angel que tener que consolar a una niña destrozada por haber perdido a su padre.

10

Por fortuna, Katie no dio señales de haber llorado cuando acudió a la llamada de Angel, que esperaba tras la puerta medio abierta. Aun así, la periodista intentó imponer un ambiente desenfadado, para lo cual se presentó con la mano en la frente, en actitud melodramática.

– Por favor, por favor. Es una emergencia. Me hace muchísima falta un secador y un poquito de corriente eléctrica.

El pelo era un medio seguro de enternecerle el corazón a cualquier mujer. Escasos instantes después de haber entrado, Angel estaba en el baño adyacente a la espaciosa habitación de Katie y, al poco, tenía ya el pelo un poco mejor de lo que lo había tenido en semanas. Una vez el secador cumplió su función, Angel lo guardó en su lugar correspondiente y prefirió imaginarse en la peluquería antes que comprender que estaba perdiendo el tiempo.

Puedes hacerlo, se ordenó para sus adentros.

¿Era o no era la periodista profesional y audaz con la que había soñado desde los doce años?

Sin recurrir a una entrevista con Katie, estaba segura de que ya podía escribir el reportaje sobre Stephen Whitney, pues, al fin y al cabo, no tenía ninguna garantía de dar con algo que valiera la pena utilizar. Por otra parte, había tenido oportunidades de hablar con la muchacha durante las dos semanas anteriores y, sin embargo, no había querido aprovecharlas.

Pero Angel Buchanan no desperdiciaba las oportunidades ni estaba allí para huir de la verdad o de la otra hija de su padre.

Y aunque se permitiera el lujo de arreglarse el pelo, no tenía intención de postergar su cometido.

Se dirigió una mirada severa en el espejo y optó por concederse un segundo más de descanso. Luego volvió a la habitación de Katie y encontró a la joven tumbada en su cama leyendo una revista.

Angel inclinó la cabeza para echar un vistazo y vio que la muchacha estaba leyendo una revista para adolescentes, a juzgar por los anuncios de crema antiacné y las fotografías de las amplias sonrisas que lucían los famosos.

– No me digas que Britney Spears ha vuelto con su novio.

Tras recibir por toda respuesta un murmullo inarticulado y evasivo, Angel se encogió de hombros y dio un lento giro de trescientos sesenta grados para escrutar las estanterías de la habitación, el equipo de música, el ordenador y la impresora. Una de las paredes estaba ocupada por un tablero que mostraba lo consabido en aquellos casos: fotografías, diplomas y un boletín de notas reciente en el que todo eran sobresalientes a excepción del aprobado de educación física.

Angel advirtió que Katie la estaba mirando y esbozó una sonrisa.

– ¿Cómo te va en el colegio?

– Bien, supongo.

– Las mías también eran así -indicó la periodista en referencia a las calificaciones escolares-. El examen de gimnasia era mi cruz de todos los años; ya sabes, flexiones, abdominales… De cintura para arriba, mi fuerza es cero.

Katie permaneció indiferente, sin cambios en la expresión que pudieran percibirse.

Huy, qué mal lo llevo. A Angel solían dársele bien los niños debido a su aspecto infantil que, según ella misma sabía, aún no había perdido. Así que todavía no estaba dispuesta a darse por vencida. ¿No era cierto que aquel primer día, en el exterior de la iglesia, había conseguido que la muchacha se riera un poco?

Se acercó y se instaló con prudencia a los pies de la cama.

– Me queda poco tiempo por aquí. Pasado mañana vuelvo a San Francisco.

Los ojos de Katie se detuvieron por un momento en el rostro de Angel.

– ¿Ya has acabado tu reportaje?

Angel sacudió la cabeza.

– En realidad, aún tendré que escribirlo cuando llegue a mi casa aunque, de todos modos, ya he hablado con casi todos los que conocieron a tu padre.

Se hizo un silencio. Vamos, está al caer.

– Conmigo no.

Ahí lo tienes. Era mucho mejor que fuese Katie quien diera el primer paso; de ese modo, Angel no se sentía tan culpable.

– Bueno, le he preguntado a tu madre y ella me ha dicho que dependía de ti.

– Ya, pero no sabría qué decirte -repuso Katie apartando la mirada.

Pues, por ejemplo, cómo es eso de tener un padre que no se va de casa.

El pensamiento pujó por salir, pero Angel apretó las manos con fuerza e intentó librarse de él. Era demasiado decidida para echarlo todo a perder, demasiado fuerte para lamentarse de la antigua herida.

Limítate a preguntarle algo sobre la relación que tenían entre ellos, se ordenó a sí misma. Después podría cortar los vínculos que la habían acercado a aquella gente y alejarse para siempre.

– ¿Y tu padre? ¿Sigue vivo?

La inesperada pregunta provocó la estupefacción de Angel.

– ¿Qué? -tartamudeó mirando a la niña-. ¿Qué acabas de decir?

– Que si tu padre sigue vivo.

– Ah, ya, pues no. Ha muerto.

– ¿Cuándo? Quiero decir, ¿cuántos años tenías cuando ocurrió? -Katie se había incorporado y la miraba con atención.

Angel se sorprendió trazando circunferencias sobre la tela de su pantalón; la conversación había tomado un cariz que la inquietaba.

– Mis padres rompieron cuando yo tenía cuatro años. Desde entonces, no he vuelto a ver a mi padre.

– ¿Y tu madre?… ¿Volvió a casarse?

La urgencia implícita en la pregunta no pasó desapercibida para Angel. Al mirar a la niña observó que su expresión, antes petrificada, se había animado en cierto modo; en ella había una evidente nota de ansiedad.

Pobrecilla, pensó, presa de una repentina empatía hacia la muchacha, está preocupada por los cambios que aún le esperan en la vida.

– Mi madre se casó dos veces después de que mi padre la abandonara. Ahora vive en Francia con su marido, muy cerca de París.

– París. -La expresión de Katie volvió al mutismo precedente-. Allí fue donde mamá y yo nos encontramos con papá, cuando yo tenía ocho años.

Angel procuró sonreír.

– ¿En Eurodisney?

La niña asintió.

– Solo estuvimos allí unos días, pero después mi padre volvió a Francia un montón de veces.

– ¿Un montón de veces, dices? -Angel iba tensándose por momentos e intentó mantener una actitud indiferente mientras calculaba las fechas en que ella y su madre habían estado en Europa-. ¿Sabes cuándo exactamente?

– Estoy bastante segura de que aquella fue la primera vez que salió de Estados Unidos, cuando yo tenía ocho años. Luego empezó a viajar mucho.

El pulso de Angel se había acelerado. Por un momento creyó que Stephen Whitney había ido a buscarlas, a su madre y a ella. Qué estúpida, cómo podía pensar algo así después de todos aquellos años.

Decidida a deshacerse de las viejas angustias, se levantó de la cama y empezó a caminar por la habitación. Volvió a detenerse junto al tablero y a mirar el boletín de notas de Katie.

– Las mismas -dijo para demostrarse que todo iba bien-. Mis notas eran como las tuyas.

Armándose de valor, volvió la vista. Era el momento de olvidarse de la educación física, París y la evidente tristeza de la niña, y seguir adelante con la entrevista.

Abrió la boca para hablar pero titubeó y, luego, titubeó una vez más. Vamos, Angel, ponte a ello.

¿Por qué permitía que la niña le hiciera preguntas? ¿Por qué sentía aquella alocada necesidad de protegerla? Vínculos biológicos aparte, ella no pertenecía a la familia de la muchacha. No le debía nada, ¡ni a Katie ni a nadie!

Pese a todo, Angel volvió a la cama y se sentó, aunque aquella vez, mucho más cerca de Katie.

– Sé que… lo que estás pasando es muy duro.

Vale. Aquel había sido un comentario más bien pobre, tan insignificante como cualquier otro tópico por el estilo. Admitía que no se le daba nada bien airear sus sentimientos y que, en lugar de ello, prefería preservarlos enlatados para sí. Aun así, jugaba con la ventaja de los años de experiencia a su favor.