– Muy duro -continuó diciendo con cierto malestar-. Pero ya verás cómo pronto te recuperas.

Lo último lo dijo remarcando las palabras.

Fatal. Era una idiota.

Una idiota con mayúsculas pues, a pesar de los pesares, seguía hablando con aquel tono bobalicón y afectado.

– Te sorprendería lo mucho que puedes soportar.

La inexpresiva mirada que le endilgó Katie le hizo pensar que la niña también la juzgaba de idiota.

– ¿Y qué es lo peor que has tenido que soportar?

Angel decidió que contestar no era muy difícil teniendo en cuenta que ni ella ni cualquier otro adulto cercano a Katie tenían ni idea de cuáles eran las dificultades de la niña.

Los quince años eran una edad desastrosa.

Teniéndolo en cuenta, Angel hizo cuanto pudo para contestar.

– Lo peor… No lo sé… -Le vinieron a la mente las historias que durante años había escrito para la West Coast-. Viví una semana en la calle para preparar un reportaje sobre las mujeres indigentes. -Como la niña no decía nada, Angel continuó su melodramático relato-. Desde luego, era verano, y por las noches dormía en un albergue, tumbada en un camastro… -Aquello sonaba más a excursión estival que a un trance difícil-. Bueno, en realidad la vez que… -Y abandonó el intento, consciente de que participar en una regata de yates de dos días de duración era una chorrada frente a la experiencia de perder a un padre.

Suspirando, Angel deseó que aquello no estuviera ocurriendo, deseó no sentir aquella repentina prisa por transmitirle a la niña algún tipo de esperanza… o, al menos, por darle otra cosa en que pensar. Echó la cabeza hacia atrás e inspiró profundamente, y entonces vio las nubes que alguien -con toda probabilidad, Stephen Whitney- había pintado en el techo de la habitación de Katie.

– Cuando quise ser niño, eso fue lo peor por lo que tuve que pasar.

– ¿Cómo dices? -exclamó Katie con los ojos muy abiertos.

Esto sí que te interesa, ¿eh?, pensó Angel mientras tomaba una nueva bocanada de aire.

– Bueno, ya te he contado que mis padres se separaron. Pues al poco tiempo, mi madre se casó con otro, un policía. Y ese no era precisamente un buen hombre.

– ¿Y por qué no era un buen hombre?

– Sí, ¿por qué no lo era? -interrumpió Cooper, recién llegado y excusándose con la mirada por haber entrado en la habitación tan de repente-. Lo siento, pero Lainey me pidió que viniera a ver qué tal estabais. No tenía intención de entrometerme.

El miedo -o algo que se le parecía mucho- se le instaló a Angel en el estómago con violencia. Lo que estaba a punto de contar no era para que Cooper lo oyera. Ni siquiera podía decir por qué le había dado por contárselo a Katie.

O sí, sí que lo sabía. La muchacha le había sonreído el día de la iglesia, Angel había estado a punto de hacerla reír y, desde entonces, no había podido desechar la idea de que, de algún modo, aquello las había unido… con un vínculo semejante al que surge con la persona a la que se le salva la vida.

Aunque con Cooper allí presente, ¡no podía hablar de aquello!

– ¿Angel?

Era la voz de Katie, y la periodista la miró sin poder apartar la vista.

– Sí, sí. Él, en fin, le hacía daño a mi madre, pero como era policía, ella no se atrevió a denunciarlo.

Los ojos de Katie volvieron a agrandarse y Angel interpretó que podía saltarse los detalles escabrosos.

– Decidimos… marcharnos -escaparnos-. Y como tenía muchas maneras de encontrarnos, nos escondimos de él, a menudo cambiando de identidad y mudándonos de un sitio a otro.

Notaba la mirada de Cooper fija en ella, su atención ininterrumpida, y supo que el hombre podría rellenar todos los huecos que ella estaba dejando entre palabra y palabra.

– En aquellas circunstancias, me matriculé en secundaria como si fuera un niño para intentar despistarlo.

Katie, de nuevo, no salía de su asombro.

– Pero si… tú eres… -balbuceó con voz entrecortada por una carcajada que acabó por abrirse paso.

Al oírla, el estómago de Angel volvió a reaccionar, pero de un modo cálido y agradable. Valía la pena contar lo que estaba contando solo por presenciar aquel instante efímero de alegría que el rostro de la niña expresaba.

– Ya, lo sé -admitió Angel-. Soy la chica más femenina que jamás hayas conocido. Y en aquel momento era tan femenina y pequeñaja como ahora. Eso fue lo que me complicó tanto las cosas.

– Pero lo conseguiste.

El breve acceso de buen humor en el rostro de Katie había puesto en movimiento su expresión agarrotada, pese a lo cual, Angel no cantó victoria creyendo que había logrado sacar a la niña de su abatimiento. Era solo un comienzo, un primer paso.

– Como pude, sí, pero lo conseguí. -Le dedicó una sonrisa a Katie y, sin pensárselo dos veces, se acercó y tomó su mano; los dedos entrelazados de ambas descansaron sobre el apuesto novio de Britney Spears-. Las personas estamos hechas de acero inoxidable. Te conviene no olvidarlo para superar los malos ratos. -Luego, avergonzada, le guiñó un ojo tratando de remediar su tono de telenovela-. En fin, escúchame, porque te voy a decir algo más que sé por experiencia.

En la cara de Katie había casi una sonrisa. Casi.

– ¿Qué? -inquirió la muchacha.

Angel echó un rápido vistazo a Cooper y luego se inclinó hacia delante para adoptar una actitud misteriosa y teatral.

– Pues que donde manda mujer no manda marinero.


Sentada sobre una manta en la arena de la playa secreta de Cooper, Angel contemplaba cómo el sol se lanzaba al Pacífico sin salpicar. El viento había amainado y el ambiente de la protegida cala era agradable.

Aquel debería ser el momento de paz de la jornada y también de su trabajo, pues ya había reunido la información, establecido los contactos y acabado las entrevistas. Estaba a punto de dedicarse a lo que más le gustaba: formar un producto a partir de la materia prima para informar y además inflamar las emociones de los lectores.

Y, sin embargo, estaba de los nervios.

Se recostó sobre la manta y cerró los ojos.

En ese momento percibió algo, un sonido, el rumor de alguien que se acercaba por el túnel hacia la cala.

Ese alguien era el motivo de sus nervios: Cooper. Tras salir de la casa de los Whitney aquella mañana, se había dedicado a esconderse de él. El modo en que él había dicho «Ya hablaremos» cuando ella se despedía de Lainey era un aviso de que Cooper quería volver a oír lo que ella había confesado en la habitación de Katie.

Pero aquello no iba a ocurrir. Su pasado no era su debilidad aunque, por desgracia, de vez en cuando la llevara a sentirse como si lo fuera.

Los pasos cesaron.

– Estás aquí.

Angel no abrió los ojos. No tenía sentido escaparse sabiendo que él ya estaba allí, pero podía deshacerse de él, ¿no era cierto?

– La verdad es que me apetecía estar sola, ¿te importa?

– Lo siento, pero para eso tendrías que haberte quitado el sujetador.

Su respuesta constituyó motivo suficiente para que Angel abriera los ojos y se incorporara con las cejas arqueadas.

– ¿Cómo?

Desde luego, era imposible saber si llevaba uno bajo el grueso jersey.

– Pretendía llamar tu atención -explicó Cooper, sonriendo, antes de acomodarse en la manta al lado de Angel-. Esa era la señal que mis hermanas me instaron a utilizar si pretendía que nadie viniera a la playa a interrumpirme.

– Si lo hubiera sabido… -murmuró Angel, que volvió a relajarse y a cerrar los ojos.

– Bueno, ahora que ya lo sabes…

– Sí, hombre, tú sigue soñando.

– Pero si ya lo hago, corazón -proclamó Cooper tras una carcajada-; todas las noches.

Angel procuró ignorarlo, a él y a la satisfacción que sus palabras le habían provocado. Cooper también se inmiscuía en sus sueños.

– No has venido a cenar -dijo él.

– No podía ni pensar en otra ración sorpresa de tofu, así que he venido aquí a imaginarme en un tugurio de los míos. -Hablaba con los párpados cerrados y una sonrisa soñadora-. Ahora mismo estoy en una taberna vienesa: dos salchichas rebozadas, un perrito caliente con chile y más cebolla, un batido de chocolate y dos raciones de aros de cebolla.

– Eso está mal.

– Perdóname, a veces se me olvida que eres un experto en nutrición.

– No, me refería a que está mal que, puesta a fantasear, elijas una taberna vienesa y no el Doc's Dogs.

Sorprendida, Angel se inclinó y apoyó la cabeza en la mano para mirarlo.

– ¿Conoces el Doc's, el de Ocean Street? Creía que era un secreto solo compartido por mí y los chicos que van al instituto de la misma manzana.

Cooper abrió mucho los ojos.

– No se lo habrás dicho a nadie más, ¿no?

– ¿Y arriesgarme a perder el mejor sitio de comida rápida de la ciudad? Por supuesto que no. Si esos cerdos del distrito financiero se enterasen de su existencia, mandarían ipso facto a sus asistentes a comer allí. Se formarían colas interminables todos los días de la semana.

– Acuérdate de lo que hicieron con El Rey de la Fritanga -afirmó Cooper, asintiendo.

– Los inversores se lanzaron sobre él como buitres y lo convirtieron en una franquicia. Me dan ganas de llorar al recordar los bollos de canela que hacían antes de que convirtieran el lugar en otro McDonald's.

– A mí lo que más me fastidia es el nuevo nombre. No estoy yo para poner el pie en un sitio que se llame La Canelita.

– Ya me lo imaginaba. -Angel lo miró con perspicacia-. Una vez me dieron plantón, y siempre he creído que fue por el restaurante que yo había elegido. Era un sitio estupendo llamado Glamour y Lentejuelas.

– Me lo creo -convino Cooper, riéndose-. Solo un nombre tan bobo como ese podría interponerse entre un hombre y el objeto de sus deseos -agregó, y la sonrisa se desvaneció.

Angel apartó la vista. Ambos sabían que ella era el objeto de sus deseos, claro. Para evitar la repentina tensión que se había instalado en el ambiente, la periodista señaló la maravillosa vista del cielo anaranjado y las aguas plateadas que se abría ante ellos.

– Vaya, pues yo me preguntaba… Esto está bien y todo eso, pero ¿no te estás muriendo por volver a la ciudad? ¿Al Doc's y a la televisión por cable? Por si no te acordabas, te diré qué allí también hay mar.

Cooper dejó escapar un gruñido y ella escudriñó su rostro intentando interpretarlo.

– ¿No lo echas de menos? -insistió.

– Sí -accedió Cooper, atusándose el pelo-, desde luego. Y… -Se quedó callado y volvió a pasarse la mano por el pelo-. Oye, quería verte porque mañana no voy a estar por aquí. Es probable que pase todo el día fuera, así que quería hablar contigo sobre…

– Yo tampoco creo que vaya a estar mañana -interrumpió Angel mientras se preguntaba por el rumbo que la conversación iba a tomar. Fuese o no una fanática del Doc's Dogs, no quería que él supiera nada más de su pasado, que, por lo general, era íntimo y personal-. Me voy a pasar el día al sur, a San Luis Obispo.

– Angel…

– Tengo algunas cosas que hacer por allí y, en fin…

– Angel…

– De hecho… -balbuceó al tiempo que se levantaba y se sacudía los pantalones con un recato fuera de lugar-, de hecho, creo que me voy a ir a mi cabaña, a ordenar mis cosas y a hacer las maletas…

– Quería agradecerte las sinceras palabras que le has dedicado a Katie esta mañana. Ella es muy importante para mí y… todavía le queda mucho que soportar. Espero que se acuerde de lo que le dijiste.

Con una sensación opresiva en el estómago, Angel le dio la espalda y se encaminó a la orilla, donde la arena mojada le humedeció los pies desnudos.

– Vale, me alegra ser de alguna utilidad…

– Y también siento lo que te ocurrió.

Vaya, entramos en terreno íntimo. Angel hizo un gesto que denotaba indiferencia cuando estaba muy cerca de donde las olas lamían la arena.

– No me ocurrió nada en absoluto.

– ¿Cómo que no? -Cooper se plantó a su lado y le posó las manos sobre los hombros; estaba tan cerca que pudo notar su aliento en la nuca-. ¿Cuánto tiempo, Angel? ¿Cuánto tiempo tuviste que esconderte?

Demasiado íntimo, demasiado.

Los pulgares del hombre le acariciaron los músculos, tensos y reacios, y luego le apoyó la barbilla sobre la cabeza mientras sus manos la masajeaban, la acariciaban, la persuadían, le hacían ablandarse.

– ¿Cuánto tiempo, cariño?

– Siete años. -Se había relajado tanto que ni siquiera se dio cuenta de lo que decía hasta que se oyó pronunciar las palabras con un débil susurro. Pero aquello no era suficiente, así que volvió a decirlo, con mayor claridad y decisión-. Siete años. Cinco en Estados Unidos y los últimos dos en Europa.

Las olas rompieron cuatro veces antes de que Cooper volviera a hablar.

– ¿Te hicieron daño? -preguntó al fin sin abandonar el masaje-. ¿Te hizo daño el marido de tu madre, Angel?