– Hace bastante que no mantienes relaciones sexuales, ¿no es cierto? Ninguna desde el ataque.

El rubor de la cara de Cooper iba en aumento.

– No me apetece hablar de eso -afirmó al tiempo que retiraba la mano de la piel de Angel y se sentaba.

Ella se fijó en su postura envarada e, intentando relajarlo, le dio un leve golpe en el hombro.

– ¿Qué te pasa? ¿Te sentirías mejor si te dijera que mi cama lleva mucho tiempo desierta?

Como él no contestaba, Angel intentó adivinar cuánto tiempo hacía que Cooper se había marchado de San Francisco. ¿Diez meses? ¿Más?

– Por todos los santos -exclamó, todavía con intención de aliviarle su visible pesadumbre-. Estaba dispuesta a salvarte la vida, incluso hasta hacerte el boca a boca y todo. ¿Me vas a decir que no podemos hablar?

Él la miró de soslayo.

– El boca a boca me lo has hecho antes de que me cayera a la arena, y así me ha dado el achuchón que ha dado.

– ¡Ya, y ahora tienes que compensarme! ¡Pensaba que te había matado con un beso! -Le dio un nuevo golpecito en el hombro-. Venga, hombre. Soy yo, Angel, la mujer que probablemente no volverás a ver otra vez. ¿No crees que podemos hablarlo?

A pesar de que, tal como estaban las cosas, era él y no ella quien prefería estar solo, Angel no podía dejarlo allí. Aquel no podía ser el último recuerdo que ambos tuviesen del otro: Cooper sintiéndose avergonzado y Angel sintiéndose… comoquiera que se sintiese.

– Bien. -Cooper volvió la cabeza y le clavó la mirada, más oscura y profunda a la menguada luz del atardecer-. Tienes razón. No he probado el sexo desde los ataques y la operación, es decir, desde hace veinte meses, dieciséis días y, bueno, aproximadamente tres horas y cuarenta y un minutos.

11

Aunque ya había anochecido, Cooper pudo distinguir la mirada sorprendida de Angel.

– ¿Tres horas y cuarenta y cinco minutos? -repitió-. ¿Cuentas también los minutos?

Cooper miró el reloj.

– Y cincuenta segundos.

Angel arqueó una ceja.

– Me estás tomando el pelo.

– Te estoy tomando el pelo -admitió.

– ¿Por qué?

– Para que te calles.

En otras circunstancias, el resoplido de indignación que soltó la mujer le habría hecho gracia, pero todo aquello resultaba un tanto humillante. Lo único que quería era sentarse y descansar.

– Así que, veamos… -comenzó tras dos segundos de silencio-. ¿Cuánto hace que te operaron?

– Doce meses, casi trece.

Angel guardó un breve silencio.

– Pero has dicho veinte…

– Maldita sea, Angel, ¿es que tienes que darle tantas vueltas a todo? -gruñó-. Tuve un caso muy importante antes de eso y no me quedaba tiempo para salir de copas. -Ni para encuentros sexuales. En esa época, la sequía momentánea no le preocupaba demasiado. Cuando se acostaba, si es que lo hacía, se quedaba dormido de inmediato.

– Vale, vale, lo siento si te he molestado.

– Sí, bueno, yo también siento haberte… haberte… -Cooper no sabía cómo continuar, así que se limitó a encogerse de hombros-. Ahora que ya nos hemos disculpado el uno con el otro, márchate.

– Estás enfadado.

Sí, con Dios, con el mundo, con su cuerpo, por haberle fallado un año atrás, consigo mismo, por haber sido estúpido y no cuidarse, por lo tonto que le habría parecido a Angel hacía tan solo unos minutos, cuando estaba estirado sobre la arena.

– No estoy enfadado contigo. Por favor, vete.

Angel meneó la cabeza de nuevo y el viento le hizo llegar una oleada de su perfume. ¿A qué diablos venía aquel acoso? Si el destino quería que estuvieran juntos, ¿por qué no se la había mandado años antes? ¿Por qué no se habían conocido en cualquiera de las hamburgueserías de San Francisco? Se imaginó haciendo cola detrás de ella, atraído de inmediato por la intensidad de su perfume, por su abundante melena y las curvas de su cuerpo.

Era probable que hubieran iniciado una conversación, a no ser que tuviera prisa o estuviera demasiado preocupado por un caso, claro. De haberse producido la charla, seguramente le habría propuesto una cita y habrían salido a tomar una copa. Entonces, una semana más tarde, él habría estado en un bar cualquiera y Angel habría hecho su aparición subida a un par de zapatos de tacón, dedicándole la mejor de sus sonrisas. ¿Qué habría sucedido en ese caso?

Por supuesto, todo habría sido muy distinto. Seguramente, en tal situación él habría esperado en la cola con impaciencia y con la cabeza ocupada en los detalles de su próximo caso. El perfume de la mujer habría bastado para distraer su atención un instante, durante el cual se habría fijado en su figura y admirado el milagroso efecto de su feminidad. Pero entonces le habría llegado el turno, y después a él, y en aquel momento su mente volvería a estar bullendo con asuntos de trabajo. Unos minutos para pedir la comida, y al darse la vuelta, ella habría desaparecido de su vida para siempre.

Y Cooper habría dejado escapar la oportunidad de catar aquel bombón relleno de licor embriagador, de descubrir el tentador diablo que se escondía bajo su aspecto angelical. Sin embargo, con la vida que llevaba antes, frenética y violenta, como si no fuera a terminar jamás, lo más probable es que no se hubiera tomado el tiempo necesario para llegar a conocerla.

Un poco más relajado, se acercó a Angel y le acarició la mejilla.

– Me alegro de haberte conocido.

Por unos instantes, Cooper creyó que había logrado hacerla callar.

– ¡Qué bonito! Me tiemblan las rodillas -respondió Angel en voz baja.

Le apartó con suavidad un mechón de rizos y retiró la mano.

Bajo la tenue luz del atardecer comenzaron a distinguirse las primeras estrellas. Cooper alzó la cabeza para mirarlas e intentó relajarse con la belleza calma de la noche, pensando en los libros sobre terapias orientales que Judd le dejaba. A Cooper no se le daba demasiado bien la meditación, pero seguía intentándolo. Se concentró en su respiración y trató de deshacer los nudos que todavía lo atenazaban: el deseo carnal que sentía por Angel, la preocupación por su corazón y la vergüenza por el amago de infarto.

Parecía funcionar. Logró sincronizar la respiración con el regular vaivén de las olas y procuró liberarse de sí mismo, de su condición de hombre, para conseguir una comunión con el orden de la naturaleza. Nacimiento, vida y muerte.

– ¿Y cuánto tiempo planeabas pasar sin sexo?

La pregunta de Angel perturbó aquel breve estado de serenidad. Pero qué diablos… Dios, aquella mujer era realmente irritante.

– Lo siento, supongo que no puedo evitarlo. Soy periodista, ya sabes -añadió sin el menor rastro de arrepentimiento en la voz-. Me preguntaba cuánto tiempo pensabas mantener el celibato. Supongo que no toda la vida.

Estupendo. Mientras él intentaba fundirse con el universo, pensando en memeces tipo kung fu y pequeño saltamontes, ella se dedicaba a especular acerca del futuro de su vida sexual. Los nudos volvieron a apretarse.

– ¿No podríamos dejar el tema? -preguntó a regañadientes. El hecho era que «toda la vida» no significaba demasiado tiempo. Al igual que él, su padre había sufrido un ataque al corazón, volvió a casa, cambió de hábitos y falleció después de un año, de un segundo ataque. Y Cooper ya había pasado por el segundo infarto de miocardio, por lo que tenía la sensación de vivir de prestado.

– Es que tengo curiosidad por saber cómo piensas. Cómo piensa un hombre. No hace mucho leí un artículo sobre el lugar preeminente que el sexo ocupa en vuestras vidas y me quedé de piedra. Por eso pregunto, ¿cuánto crees que pasará antes de que tus ganas de sexo sean más fuertes que el miedo que te causa tu corazón? Si supieras que ibas a morir mañana, ¿estaría el sexo entre tus actividades de la noche antes?

Si seguía hablando sobre sexo tendría que marcharse de allí, así era como pensaba. Por el amor de Dios, desde el mismo instante en que el muslo de la mujer topó con su pierna en la iglesia, el sexo con ella se había convertido en una de sus prioridades. Pero sí, había intentado dominar la libido, por muy irracional que pudiera parecerle a alguien que jamás ha sentido el peso de un elefante africano sobre su pecho ni la guadaña de la muerte rebanándole el brazo.

Había decidido controlar la libido porque el solo hecho de pensar en sexo con Angel hacía que su corazón se desbocara y sentía miedo de que le causara otro…

Pero no había sucedido.

Hacía solo unos minutos, Angel le había puesto la mano sobre el pecho y demostrado que la aceleración era normal cuando un hombre se sentía atraído por una mujer. Y una mujer por un hombre.

Estaba seguro de que otro ataque le traería la muerte muy pronto, pero empezaba a convencerse de que el sexo no sería la causa.

– Claro que no -gritó, sorprendido y riéndose por el cambio en su forma de pensar. Agarró a Angel por los hombros y le plantó un fuerte y sonoro beso en los labios.

La separó de él y soltó una risotada.

– ¡He sido un imbécil! -Exultante por ser capaz de admitirlo, lo gritó a los cuatro vientos, al mar, a las estrellas y a la oscuridad que parecía estar esfumándose de su alma.

Se levantó de un salto y volvió a reír.

– He perdido tanto tiempo, pero tanto…

Cooper se inclinó y cogió a Angel en volandas.

– Y tú eres la mujer más lista y hermosa del mundo, ¿lo sabías?

Cuando la hubo soltado, se acercó para besarla, pero Angel apoyó la mano en su pecho y lo detuvo.

– Espera, espera. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado?

Cooper le apartó la mano y cuando sus labios estuvieron muy cerca respondió en tono grave:

– La del deseo, mi amor. Y he decidido dejarme llevar.

– ¿Cómo?

Dispuesto a no malgastar ni un segundo más, empujó a Angel a través del túnel.

– Vamos a la cama.

Angel hundía los pies en la arena.

– Eso mismo decía Dormilón. Pero yo no tengo sueño.

– Pues yo no soy Dormilón, ni Gruñón, ni Mudito. Aun así, cariño, vamos a la cama.

– Hombre, un poco gruñón… -añadió, haciendo fuerza con las piernas y resistiéndose a sus empujones-. Cooper, no vamos a la cama.

Menuda mujer, pensó, mientras el comentario le entraba por un oído y le salía por el otro. Finalmente, la agarró por la muñeca y empezó a tirar de ella.

– Angel, va a ser divertido. Va a ser genial. Te prometo que te va a encantar.

– Primero: vamos a tener que trabajar un poquito ese ego tuyo -dijo mientras se zafaba de su mano-. Y segundo: ¿se te olvida que vuelvo a la ciudad pasado mañana?

Cooper sonrió, pues no había nada que pudiera decir para hacerle cambiar de opinión, no cuando la excitación le hacía bullir la sangre.

– ¿Y qué? Estoy seguro de que una mujer decidida como tú es muy capaz de conseguir lo que quiere sin preocuparse por el futuro.

– Permíteme señalar que esto es lo que tú quieres.

Cooper estaba tan acelerado que a Angel le costaba seguirlo. Entonces el hombre se detuvo en seco, le levantó la camiseta y le agarró los pechos.

– Si quieres te demuestro que tú también lo quieres. -Su voz sonó ronca, tomada por la agradable sensación de sentir de nuevo la calidez de su piel y el fuerte latido de su corazón.

– Cooper -comenzó, pero contuvo el aliento cuando el hombre empezó a acariciarle los pezones-. Cooper, no nos vamos a volver a ver.

Y por eso mismo nadie resultaría herido. Guardarían un bonito recuerdo el uno del otro, sin más. Un moribundo no podía pedir más, no se atrevería.

– Angel… -Le era imposible seguir acariciándola y mantener la cordura. Deslizó las manos hasta su cintura y la acercó hacia sí-. ¿No eras tú la que se quejaba de que el sexo lo cambia todo? ¿De que era complicado retomar una situación en el punto en el que se había dejado? Esto va a solucionar el problema. De entrada, sabemos que serán solo dos noches.

– ¿Cómo que dos noches?

– No se te escapa una, ¿eh? -Quizá le iría mejor si se fijara en rubias tontas que no supieran contar. Se aclaró la garganta-. Iba a quedarme en Carmel mañana por la noche para… para evitar la tentación.

– Cooper… -dijo Angel en tono de preocupación.

Aquella era la primera vez que se encontraba dispuesto a suplicar.

– Angel, Angel, Angel. Por favor, me estás matando…

– Sí, ya ves. Parece que me estoy acostumbrando a ello…

Sin poder contenerse, le mordió la barbilla y, con un beso, eliminó el gesto enfurruñado de sus labios. Al principio Angel se resistió, pero pronto se entregó a él.

– Di que sí -le susurró al oído.

– Cooper. -Angel arrastró la erre final de su nombre de forma extraña, como si con aquel sonido intentara liberarse de las dudas que la atenazaban.

– Di que sí. -Seguro de que la estaba convenciendo, se inclinó para besarle la cabeza.