Angel se levantó del sofá y le extendió la mano.

– Vamos a la cama, Cooper. Ahora.

– Vas a conseguir sacarme de mis casillas -anunció, ignorando su oferta-. Si no ha sido Natasha, entonces ¿qué? ¿Por qué crees que no puedo satisfacerte?

Angel le dio la espalda.

– Yo… no quiero que lo hagas. -Sin saber qué pensar, Cooper observaba la tensión acumulada en sus hombros-. No quiero que te preocupes por eso, que te preocupes por mí -agregó Angel.

Cooper se irguió, todavía sin aclararse, sin saber qué decir ni qué hacer.

– Angel, me lo estás poniendo difícil. -La espalda de la mujer se tensó aún más cuando él se la acarició-. ¿Por qué iba yo a acostarme contigo sin pensar en ti? ¿Por qué no iba a hacer que te lo pasaras bien? -Como ella no respondía, Cooper insistió-. ¿Angel…?

– Porque no serías capaz… -le espetó con un hilo de voz-, ¿te vale? ¿Ya estás contento? La verdad es que…

– Sí -la interrumpió-, dime cuál es la verdad.

Angel tomó aire.

– La verdad es que nos podríamos morir de viejos si esperamos a que yo tenga un orgasmo.

Cooper habría creído que la conversación formaba parte de una pesadilla de no ser porque la vergüenza que notaba en la voz de Angel era muy evidente, muy dolorosa.

– Pero… -Se pasó las manos por la cara y trató de repasar mentalmente las anteriores dos semanas.

Ella había sido la primera en admitir la atracción.

Ella lo había besado, lo había tocado.

Él había hecho lo propio.

Y, por el amor de Cristo, ¡si él ya había conseguido que Angel se corriera!

Eso no podía negarse, de ninguna manera. Cierto que las mujeres podían fingir, pero no con tanto realismo.

– Pero si en la cocina…

Angel lo interrumpió con un gesto de la mano.

– La excepción que confirma la regla. Ya te lo dije: demasiado tofu, demasiada berenjena o lo que sea. En fin, no sé, pero no fue como si, como si…

– Como si yo estuviera en ti, dentro -vaticinó él.

Ella negó con un nuevo aspaviento, aunque guardó silencio.

Cooper se entretuvo en un largo y reparador suspiro. Si no había conseguido satisfacerla en la cocina la otra noche, tenía de que preocuparse. Sin embargo, tal como se presentaba la situación, lo único que le preocupaba era cómo convencerla de que él era muy capaz de acostarse con ella y cumplir.

– Angel…

– Por favor, Cooper, dejemos el tema, ¿vale?

Al parecer, la artillería estaba de capa caída. Volvió a recorrerle la espalda con los dedos.

– Reconocerás, al menos, que te gustan mis besos.

– Ya sabes que sí.

Cooper se colocó detrás de Angel y apoyó la mejilla en su nuca.

– Que te gusta que te toque.

– Claro que sí -aceptó ella, cargando el peso contra él-. Y también me gusta tocarte yo.

Él sonrió y las manos de ambos se entrelazaron. No había necesidad de seguir discutiendo con ella.

– Entonces vayamos a la cama.

Cooper se prometió que cuando hubieran entrado en materia, ella estaría demasiado encantada para dejarlo.


Para asegurarse de que todo saliese como ella quería, Angel se deshizo del vestido nada más entrar en la habitación.

Al ver su cuerpo a la tenue luz de las velas, Cooper trastabilló, absolutamente estupefacto.

– Pero… pero ¿qué es eso?

– Un pequeño detalle que encontré para la ocasión.

Era un body muy ceñido, de encaje blanco o, al menos, de encaje blanco en su mayor parte, desde la uve que formaba entre las piernas hasta el borde que señalaba el nacimiento de los pechos, cubiertos por sendas copas de tul casi transparente.

– ¿Te gusta? -quiso saber Angel, volviéndose para enseñárselo.

Cooper emitió un ruido ahogado, semejante al quejido que a ella se le había escapado al probárselo en el vestidor de la tienda. La espalda del atrevido modelo, que acababa en un tanga, también estaba confeccionada con la misma tela de tul. Angel solía vestirse con ropa muy recatada, pero aquella vestimenta estaba más allá de la audacia; era enloquecedora.

Estaba pensada para enloquecer a los hombres, para que un hombre se olvidara de todo y se entregara al placer.

Y ella quería dárselo a Cooper. En algún punto situado entre el momento en que él había rodeado con un brazo a su hermana en el funeral y en el que ella se lo había encontrado junto a su sobrina contemplando la puesta de sol, Angel había entregado su primera línea de defensa. La anterior noche, en la playa, sin siquiera despertar la más mínima señal de alarma, aquel hombre se había escurrido y superado la segunda.

Y en aquel momento Angel quería tenerlo entre los brazos y sentir cómo se abandonaba a ella.

Como se trataba de un deseo tan peligroso, había pergeñado el plan de aquí te pillo, aquí te mato, mientras volvía del centro comercial. Se marchaba a la mañana siguiente y con aquella estrategia se aseguraría de no dejar atrás nada de sí misma, de que él no se fuera a quedar con nada.

Al acercársele, Cooper permaneció inmóvil excepto por cierto gesto desasosegado que hizo con la cabeza.

– Estás decidida a salirte con la tuya, por lo que veo.

– Mmm. -Angel se concentró en desabrocharle la camisa-. ¿Y eso qué tiene de malo? -repuso, siguiéndole con las manos la línea de los hombros para despojarlos de la tela que los cubría.

Al besarle en el pecho, en medio de la cicatriz, Cooper resopló y avanzó con la mano a través de su pelo para asirla por la nuca.

– Eres mala.

Ella sonrió con los labios pegados a la piel del hombre, y con la lengua trazó una línea sobre la lustrosa cicatriz. Cuando notó que Cooper se estremecía, concluyó que aquel «mala» era un buen nombre de guerra.

Mientras le cruzaba el pecho con los labios la idea fue cobrando fuerza en su fuero interno. La mala Angel podía obtener lo que se propusiera, probar lo que se le antojase, obligarlo a que la tomara, a que la hiciera suya de inmediato, enseguida, tal y como ella pretendía hacer con él. Paseó la mejilla por su vientre, plano y duro, y fue bajando hasta caer de rodillas y coger con las manos la erección inevitable que abultaba los vaqueros del hombre.

Cooper gimió y se aferró con más fuerza a los cabellos de Angel mientras repetía su nombre una y otra vez.

Ella le sonreía, pendiente de sus reacciones: los ojos entrecerrados, el leve sobresalto de su cuerpo cuando lo palpó allí con las palmas abiertas. Casi fascinada, se inclinó y empujó con la cara, barrió con la mejilla la protuberancia recién descubierta, mientras con las manos, a ciegas, fue escalando hasta remontarse al ombligo.

Él la agarró de las axilas y la obligó a levantarse.

– No -rogó, enfebrecido-, todavía es demasiado pronto.

– Pero…

Cooper la interrumpió estrellándose contra su boca, y entonces ella pudo descubrir que aquel «mala» comenzaba a hervir, a quemarle las entrañas, impulsado por un deseo que la sorprendía a medida que se incrementaba y el beso se prolongaba, tenso e insistente, y la obligó a abrir los labios, a cerrar los ojos.

Sintió que la boca se le quedaba en el aire, húmeda y anhelante, cuando él se arqueó y le tomó un pezón entre los labios, cuando notó la succión en el coronamiento del pecho.

A lo mejor, de repente, resultó que estaba llamándolo, pronunciando su nombre entre gemido y gemido.

– Cooper…

– No puedes venir a mí, no puedes venir a mi cama así como estás y pretender que te ignore.

Angel oyó sus palabras pero no llegó a entenderlas, arrobada como estaba mientras él, sin detenerse, llevaba la boca al otro pezón al tiempo que tomaba entre los dedos el que acababa de abandonar y lo pellizcaba con firme vehemencia. La espalda de ella, tensa, trazó una curva que él aprovechó para alzarla en vilo y llevarla hasta la cama, cegado y sin dejar de sostenerle el pecho con los labios.

Angel sentía un incesante martilleo en las sienes que se le extendió palpitando por todo el cuerpo. Cuando él la dejó en la cama y se quitó los pantalones, el deseo se convirtió en una estremecida sensibilidad a flor de piel.

El cuerpo de Cooper era sólido, largo y bello, como una escultura. Estaba de pie junto a la cama, mirándola, y entonces cubrió con una mano su virilidad enervada.

– De esto me encargo yo, Angel -susurró ronco-. No es lo que quiero de ti.

El corazón de Angel dio un vuelco. ¡No! Nada de aquello. Intentó rodar sobre el colchón y alejarse de él, pero Cooper se tumbó en la cama y tiró de ella hacia sí. Cuando las pieles de ambos entraron en contacto, ella sintió la imperiosa necesidad de contraatacar y pasarle la mano por el musculoso antebrazo y luego sobre la línea firme del costado.

Era la cualidad de lo masculino lo que la estaba llamando, pensó. No él, no él en particular. Así que le acarició el muslo, buscándolo, mientras los labios de ambos no dejaban de besarse, de persuadirse el uno al otro suave, delicada, dulcemente.

Él la exploró con las manos palpándola con ternura, le recorrió la curva de los hombros, de los pechos, para después bajar a lo largo de sus brazos y tomarla de las manos. Luego le abrió los muslos y se montó encima de ella, y ella le permitió acomodarse en su cuerpo. El peso de aquel hombre sobre ella resultaba una delicia.

Cooper flexionó la cintura y empujó, y ella lo recibió empujando a su vez. Ambos batallaron así, cuerpo contra cuerpo, y Angel sintió que la presión crecía sin cesar, intensa y casi exasperante, y se maravilló, pues ningún hombre había sido capaz de explayarse para ella en la cama.

Sin embargo, ese pensamiento le hizo concluir que tenía que relajarse, y así se ordenó parar todo movimiento, obligar a que la excitación se replegase.

– ¿Qué estás haciendo? -inquirió Cooper, de pronto mirándola a los ojos.

Ella le hundió las manos en el pelo, tratando de atraerlo.

– No te preocupes, nada.

Él frunció el ceño aunque cedió a la demanda de Angel y ambos se dieron un nuevo y lento beso. Aquello era placentero, pensaba ella, sentir el calor de él, su deseo insistiéndole en el pecho y entre las piernas, y al poco volvió a notar que sus entrañas solicitaban integrarse en el incendio, que las extremidades pretendían responder al movimiento del cuerpo del hombre, pero, pese a todo, ella era más fuerte y se mantuvo quieta y pasiva.

Cooper acabó por apartarse, un tanto molesto.

– Angel.

– ¿Qué? -Ella se colocó de lado y le acarició la mejilla-. ¿Qué pasa?

No le gustaban las arrugas que habían aparecido en la frente de Cooper y decidió que cuidaría de él, que lo cuidaría abriéndole el paso hacia el interior de su cuerpo; allí, él obtendría el placer que buscaba.

Cooper la tomó de la mano y se la besó.

– Tú eres lo que pasa. No quieres hacer esto.

– ¡Sí que quiero! -se quejó-. Y tú también.

– Angel…

Ella le interrumpió con los labios lo que fuera que estaba a punto de decir con un beso parsimonioso y sensual. Él gimió y volvió a alejarse.

– Vale, está bien -aceptó, resollando-, me rindo. Intentémoslo.

– Fantástico -murmuró ella iniciando un movimiento que la llevaría hasta él en busca de un nuevo beso.

Él la esquivó una vez más.

– Pero deberías cortarle la corriente a esa cabecita tuya. Oigo chirriar sus mecanismos y engranajes; no dejan de girar, corazón.

Sin embargo, la cabeza era lo que la mantenía ojo avizor, a salvo.

– Ningún otro hombre se había quejado por eso -gruñó.

Cooper hizo una mueca burlona y le apartó el pelo de la cara con tanta ternura que hizo que la férrea voluntad de Angel se tambaleara.

– Puede que ese sea el problema -masculló él, tras alzarla y ponerla encima de él, cara a cara-. Ahora, silencio -le ordenó mientras le acariciaba la nuca-. Esta zona de aquí tiene que apagarse. Hazlo por mí.

Entonces la besó, solícito, persuasivo, inclemente, y Angel se subyugó a su tacto, a él, al tiempo que sentía sus manos acariciándole la línea vertical de la espalda y desgarrándole poco a poco el agarrotamiento que se había impuesto en su propio cuerpo.

Él comenzó a contonearse y ella pudo sentir, sin poder evitar una sonrisa satisfecha, su miembro erecto entre los muslos, separado de ella tan solo por una delgada tira de tul.

– Yérguete -le susurró él casi en la boca-, levántate para que te acaricie esos hermosos pechos.

Para Angel era como si estuviera de nuevo en la piscina caliente, con el cuerpo entumecido por el calor del agua, aunque logró no perder el dominio de sí misma. Le sonrió y le pasó un dedo por el labio.

– Eres muy guapo. Una vez, hace tiempo, me quedé prendada de ti.

– ¿Sí? -masculló él, y tras morderle la yema del dedo continuó-: Ahora el prendado soy yo.

Aunque lo sentía punzante y fogoso entre las piernas, aquel hombre era dulce, muy dulce, y la instaba con sus caricias a abandonarse a una calidez amodorrada y perezosa.