– Estás temblando, cariño. ¿Es que me tienes miedo?

Angel le empujó el pecho con las manos para poner distancia entre ellos.

– ¿Miedo? ¿De ti?

– Sí, miedo de mí. -Cooper se esperaba su reacción. Levantó una mano y le acarició los rizos-. De la intimidad a la que llegamos anoche.

Angel sacudió la cabeza intentando librarse de su contacto.

– No tengo ni idea de qué me estás hablando.

A Cooper no le gustaba acosar a las mujeres. Y no lo hacía. Pero en aquel momento era necesario. Su sonrisa era dulce y estaba llena de promesas. Y de amenazas.

– Tienes que abrirte a los hombres, Angel. Y ser honesta, si quieres conseguir intimidad. Una intimidad placentera.

– Nuestra noche se acabó. Ese era el trato -espetó, con los ojos muy abiertos y mirada nerviosa.

La expresión de Angel le hizo sentir culpable, pero al fin y al cabo aquello era lo que él pretendía, ¿no?

Sí, justo aquello. Sentirse como una bestia sádica. Una bestia que iba por el mundo aterrorizando a preciosas jovencitas con las que había echado los mejores polvos de su vida.

¿En qué diablos estaba pensando? No le hacía falta llegar a aquellos extremos. Ella era muy consciente de que había llegado el momento de separarse. Cooper levantó las manos y retrocedió unos pasos.

– Tienes razón. Ese era el trato. No te volveré a tocar.

El alivio de Angel fue tan evidente que Cooper sintió vergüenza de sí mismo y la abrazó en señal de despedida.

Sin embargo, lejos de decirle adiós, la mujer le respondió con una sonrisa descarada y pícara.

– Perfecto -soltó-. Ahora que hemos solucionado ese problemilla, creo que me voy a quedar algunos días más.

Dicho lo cual, se sacudió la melena y, contoneando las caderas, se dirigió hacia la puerta. Cuando llegó al umbral se detuvo y se volvió para dedicarle una mirada picante.

– ¿Qué pasa, Cooper? ¿Es que me tienes miedo?

Pues sí, Sherlock. Estaba acojonado. Porque por muy listo que él fuera y por mucha experiencia que tuviera con delincuentes y asuntos legales, se le olvidaba con frecuencia que bajo aquel envoltorio dulce y en apariencia vulnerable se escondía una mujer fascinante y absolutamente letal.

14

Dos días más tarde, Angel estaba tumbada a la sombra sobre una manta en el claro de hierba que rodeaba el edificio común de Tranquility House. A través de las pestañas, entrecerradas, distinguió a un grupo de huéspedes que, liderados por Judd, estaban enfrascados en una serie de movimientos de tai-chi. Le faltaba una pizca más de aburrimiento para levantarse y unirse a ellos.

Debería haberse marchado a San Francisco cuando tuvo la oportunidad. En lugar de ello, se había dejado convencer por Cooper para quedarse.

Pero no, no. Aquello no era cierto. Él no había querido convencerla, concluyó mientras observaba cómo unas treinta mujeres adoptaban una postura que se le antojó no solo incómoda sino, sobre todo, peligrosa. Cooper no había querido que se quedase, había intentado ahuyentarla hablándole de sexo.

Eso había sido lo que la había convencido para quedarse, es decir, el hecho de que él tratara de amedrentarla para que abandonara el lugar.

Ella no le tenía miedo a nada y ya iba siendo hora de que él se diera por enterado. El hombre del saco había salido de sus sueños y había pasado a formar parte de su mundo, de su realidad, hacía veinte años. Había podido con eso entonces y seguía pudiendo ahora.

En aquel momento, como si se tratara de un espíritu convocado por sus pensamientos, una presencia ensombreció el lugar en el que Angel se encontraba. Reconocer las largas piernas musculosas de Cooper le llevó un instante, al final del cual cerró los ojos y fingió estar dormida.

Cuando él le sacudió un hombro, Angel abrió los párpados, pero los cerró al observar que el recién llegado empezaba a hablar. Desde luego, se trataba de una táctica evasiva, tal vez incluso infantil, cuya única explicación estribaba en que Angel se encontraba en una situación insufrible, como reportera y como mujer, de no saber qué decir.

Ninguno de la infinidad de artículos que había leído a lo largo de los años le había dado una razón plausible que explicara por qué un acto sexual tan gratificante y satisfactorio podía dejar a una mujer presa de una debilidad tan acusada. Como una florecilla de invernadero. Ni uno solo de aquellos artículos le había dado alguna pista sobre qué hacer en aquellas circunstancias.

O, por cierto, qué hacer con un hombre que, insensible a la indiferencia con que ella lo estaba tratando, se sentaba tan campante a su lado. Antes de que tuviera oportunidad de salir por piernas, él la sujetó por una muñeca, y antes de que tuviera oportunidad de zafarse de sus dedos, él los apretó con más fuerza y comenzó a escribirle algo con un bolígrafo en la palma de la mano.

Vencida, se dejó hacer, como si en verdad estuviera dormida. El firme trazo de Cooper y la decisión que imprimía a su manera de agarrarla, le recordó a Angel aquellas otras implacables caricias que habían ocurrido en la oscuridad iluminada por las velas, le hizo pensar en una lengua que le había recorrido la piel.

Su lengua.

Un escalofrío la cruzó de parte a parte, y ello a pesar de que Cooper había dejado de escribir y la había soltado.

No iba a mirar de inmediato lo que él había escrito, decidió. Se limpiaría la tinta, borraría aquello que él se creía con derecho a decirle.

Sin embargo, de vuelta en su cabaña, Angel no encontró jabón ni agua que pudieran llevársele de la piel lo que Cooper había escrito. Aquellas palabras eran… indelebles.

«Ve a casa de Lainey a las 16:00h. Si estás dormida, haré lo que sea para despertarte.»


Aunque consideró negarse a aceptar la orden o invitación de Cooper, lo que fuera, Angel acabó por rendirse a la curiosidad y a la necesidad de distraerse y, por eso, agobiada por un sofocante calor, llamó a la puerta de Lainey a las cuatro y dos minutos. El día era asfixiante y las montañas Santa Lucia irradiaban la luz de la tarde como si fuesen gigantescos pedazos de metal.

Lainey acudió y la recibió con una sonrisa que, al instante, se convirtió en una mueca de contrariedad.

– No traes la ropa adecuada.

Angel se miró la camiseta sin mangas y la larga falda de tela vaporosa que llevaba.

– Bueno, es que… -balbuceó.

– Ay, ¿para qué servirán los hermanos? -exclamó Lainey con gesto irritado-. Cooper tenía que haberte avisado de que trajeras un bañador.

Angel, que no acababa de entender de qué iba aquello, se limitó a asentir.

– Cooper, Beth y Judd también están invitados -continuó diciendo Lainey-, y se me ocurrió que a todos nos apetecería darnos un baño antes de la cena. Pero no te preocupes, tengo bañadores de sobra.

¿Baño? ¿Cena? A pesar del agradable aroma especiado que la invitaba a entrar en la casa de los Whitney, Angel dudó. Ya había tenido que acallar su conciencia de periodista antes de irse a la cama con Cooper, para lo cual había decidido que su reportaje sobre Stephen Whitney sería tan banal e inocente como la reputación del pintor. Además, seguía allí por motivos de trabajo, que, desde luego, no incluían seguir intimando con Cooper o hacer vida social con el resto de la familia.

Sin embargo, la posibilidad era tentadora. Por otro lado, tal vez bajaran la guardia y ella pudiese descubrir algo interesante.

No podía seguir titubeando, así que se encogió de hombros.

– Vaya, Lainey. Lo cierto es que Cooper ni siquiera mencionó…

– ¿Tampoco te dijo lo de la cena? -La expresión de Lainey denotaba irritación.

– No.

Lainey alargó un brazo, tomó el de Angel y tiró de ella hasta hacerla pasar por el vano de la puerta.

– Sea como sea, estás invitada. Judd está en la barbacoa, preparando unas brochetas vegetales a la parrilla, y yo he asado dos pollos esta mañana. Los he tenido en la nevera para que se enfriaran.

Pollo, carne. Dándose por vencida, Angel se dejó llevar por la casa hasta pasar por las puertas de la terraza, que daban al área de la piscina. Sí, era débil. ¿Quién habría dicho que, tras aquella magra temporada a base de comida vegetariana, iba a caer en la tentación por algo tan vulgar como un plato de muslos de pollo fríos?

– ¡Oídme todos; mirad a quién traigo! -clamó Lainey para llamar la atención de quienes se encontraban en la terraza.

Katie, Judd y Beth alzaron la vista, pero la última miró con expresión un tanto desencajada y dio un paso atrás, incluso a pesar de que estuviera a varios metros de Angel.

– Creía que habías dicho que esta iba a ser una cena familiar -murmuró, aunque la recién llegada pudo oírla.

– Eso es, una cena familiar. -Lainey le dedicó a su hermana una mirada inquisitiva-. Piensa, Beth, acuérdate de la cala. -Luego se volvió en la dirección de Angel-. Cooper está por aquí, aparecerá enseguida.

La cabeza de Angel bullía con diversas ideas y dudas. Como era costumbre, Beth se ponía nerviosa en su presencia, por razones que la periodista desconocía. ¿Por qué se había negado en rotundo a que la entrevistase? Y luego estaba lo que acababa de decir Lainey, aquel «acuérdate de la cala». ¿A qué venía aquel misterioso comentario?

Antes de que lograra poner orden a sus pensamientos, Angel fue conducida al vestidor de la piscina y allí se encontró con toda una colección de bañadores y, al salir al exterior, con un discreto bañador de una pieza y la falda puesta, aún continuaba procesando los datos recibidos. Aunque no le apeteciese nadar, no le hacía ascos a sentarse en el borde de la piscina y chapotear con las piernas.

Como Lainey había dicho, Cooper ya había llegado; estaba en el agua, refrescándose. La piscina tenía una extraña forma, casi como la de una uve doble, con dos brazos simétricos que se encontraban a media altura. Cada uno de ellos contaba con su propio trampolín y, en el momento en que Angel miró, Cooper estaba a punto de lanzarse desde uno y Katie desde el otro.

Aun sabiendo que lo mejor era guardar las distancias, Angel se aproximó al borde de la piscina, atraída contra su voluntad hacia Cooper y sus largos mechones de cabello, anchos hombros, torso esbelto y piernas torneadas; llevaba un bañador de color azul cobalto que le cubría hasta las rodillas. La cicatriz que le diseccionaba el pecho destacaba con su brillo rosado sobre el dorado oscuro de la piel morena. El hombre le dijo algo a Katie y luego ambos ejecutaron idénticos saltos para zambullirse en el agua.

Las gotas salpicaron la falda de Angel y, un momento después, una mano empapada emergió y le agarró un tobillo.

Ella gritó, aunque poco tenía que hacer ante la fuerza de Cooper, que sacó la cabeza del agua y, al sacudirla, salpicó de nuevo a Angel. El ambiente en la piscina era refrescante, pero había algo en la mirada del hombre que distaba mucho de serlo.

– Has venido -dijo Cooper-, a mi pesar.

Él había prometido sacarla de la cama si hacía falta. Lo había dicho en broma, por supuesto, aunque, mientras se miraban, ella advirtió que los ojos de él la traspasaban y, cuando él le acarició levemente el tobillo, se vio invadida por ciertos cosquilleos que se le precipitaron por la cara interna de las piernas.

La mirada de Cooper era muy, muy masculina, tan viril que Angel se sorprendió a punto de encenderse. No, por favor, no podía permitirse aquel punto débil -un punto minúsculo, por cierto, y escondido-, tan proclive a hacerse notar cada vez que se encontraba con aquella versión moderna de Tarzán.

Enarcó una ceja, decidida a no dejarle descubrir el frenético estado que le provocaba su presencia.

– No podía rechazar una invitación tan… memorable.

Angel alargó un brazo con la piel de gallina para que él viese que lo que acababa de decirle iba más allá de las palabras.

Él gruñó.

A pesar de arriesgar su vida, Angel se lanzó a sus brazos. Quizá, Cooper le leyó las intenciones.

– ¿Qué, te apetece nadar? -le preguntó.

No, no. Angel no quería aceptar la oferta.

Tras unos instantes confusos, Cooper la dejó con un encogimiento de hombros, se hundió en el agua y nadó hasta donde estaba su sobrina. Angel estuvo observándolos durante un rato, mientras el hombre y la niña se perseguían y se salpicaban golpeando el agua con las manos abiertas.

Hubo un momento en que los ojos de Katie se iluminaron y Angel estuvo a punto de rendirse a sus sencillos juegos, aunque luego la niña cambió de expresión y se alejó nadando con gráciles y eficientes brazadas. ¿Quién le habría enseñado a nadar de aquella manera? ¿Habría sido Stephen? ¿Cooper, tal vez?

¿Cooper, cuyos brazos la habrían asido, cuya voz grave habría aplacado sus temores? Le vino a la mente una súbita imagen de Cooper abrazándola a ella y no a la niña, hablándole al oído, que le hizo dar media vuelta sin perder tiempo y encaminarse hacia la cocina y Lainey.