Tal vez debería dar alguna excusa, un dolor de cabeza o algo por el estilo, y marcharse.

Pero en la cocina también estaban Beth y Judd, dedicados a la elaboración de una ensalada de frutas y, una vez más, Angel se encontró con aquel extraño humor que inspiraba en la hermana gemela de Lainey. Acicateada por la curiosidad, abandonó su proyecto de fuga y les ofreció su ayuda.

Beth la miró con nerviosismo, aunque inmediatamente Lainey comenzó a charlar sobre los detalles de la exposición de arte, como para no darle la oportunidad a Angel de hacer preguntas.

Por los comentarios de Beth, Angel se enteró de que iban a levantarse dos carpas para la exposición en un terreno adyacente al edificio comunitario de Tranquility House, de las cuales una albergaría los cuadros y la otra un servicio de bar. Gracias a la hospitalidad de los monjes benedictinos, los huéspedes pasarían el día en el monasterio, de modo que nada iba a perturbar la tranquilidad que habían venido a buscar. Como el espacio de aparcamiento no era suficiente, habían alquilado autobuses para traer a los invitados desde Carmel.

– ¿Cuánta gente pensáis que acudirá? -preguntó Angel, empeñada en rescatar un trozo de calabacín de un cuenco que contenía diversos tipos de vegetales en adobo. Había aceptado la insoslayable tarea de ensartar pedacitos de vegetales en los pinchos.

Beth le clavó la mirada.

– Puesto que Lainey insistió en mantener la fecha original, se reducirán a unos ciento cincuenta. Suelen venir el doble, más o menos, aunque con la escasa antelación con que mandamos el aviso…

Lainey no estaba dispuesta a aceptar el tono desaprobador que la voz de su hermana denotaba.

– Siempre montamos la exposición el trece de septiembre -repuso-. Mejor ciento cincuenta para ese día que el doble cualquier otro.

– ¿Porque es un día especial? -terció Angel.

– Es la fecha en que Stephen llegó a Big Sur.

La mano de Angel, ocupada con un champiñón, resbaló de su objetivo y a punto estuvo de atravesar el pincho.

– ¿Desde San Francisco? -preguntó.

– En efecto. -Lainey acabó de colocar unos platos de papel en una bandeja y se dirigió hacia la piscina-. Pienso en ese día como el momento en que mi vida, tal y como la conocía entonces, cambió para siempre.

Sí, y también la de Angel, aquel mismo día su padre había dejado a su madre.

Al volverse, la periodista se encontró con el rostro de Beth mostrando una extraña expresión. Su olfato de reportera le dio una señal de alarma.

Sin embargo, la mujer debía de estar muy concentrada en lo que estaba haciendo, pues, tras levantar la vista durante un instante, alcanzó a su hermana y le quitó la bandeja de las manos.

– Ya la llevo yo -le dijo-. Acaba tú en la cocina. -Y se marchó a la terraza con Judd a sus espaldas.

Lainey se quedó mirando a su hermana a través del cristal de las puertas durante largo rato, en silencio.

– Todavía no puedo creerme lo que nos ha ocurrido -anunció al fin-, cómo nos ha cambiado la vida, de un día para otro.

Su voz era llorosa y, de repente, Angel deseó ausentarse ella también de la cocina. En lugar de ello, agachó la cabeza y se afanó con los pinchos.

– Estoy segura de que lleva tiempo entender la verdadera dimensión de lo sucedido.

– Sí, me doy cuenta. -Lainey estaba inmóvil, frente a las puertas que daban a la terraza-. Me doy cuenta de lo corta que ahora se ha vuelto la vida, por eso quiero que la exposición no se demore. No puedo permitirme el lujo de perder el tiempo, ¿entiendes?

– Claro. -Angel trataba de no pensar en otra cosa que no fueran las labores culinarias.

– Y el amor -siguió explayándose Lainey-, el amor es un milagro si lo piensas con detenimiento. Encuentras a un hombre al que ansias abrirle tu corazón. Eso tampoco puede desperdiciarse.

– Ya, ya -murmuró Angel.

Claro, como si ella le hubiera abierto el corazón a algún hombre. Que la perdonaran, pero ella era de las que mantenían a raya a aquella parte de la humanidad.

Lainey hizo ademán de abrir la puerta de la terraza pero, de repente, cambió de idea.

– Escúchame, Angel. No dejes que Cooper se te escape.

Cuando desapareció tras la hoja de la puerta, Angel aún estaba tratando de cerrar la boca. Por Cristo bendito.

Có-mo-e-ra-po-si-ble.

En aquel momento entendió para qué la habían invitado a la cena familiar. No había duda; Lainey estaba ejerciendo de celestina.

Cuando acabó con las últimas brochetas, decidió que iba a buscar un momento de intimidad con Cooper en cuanto dispusiera de la oportunidad para aclararle unas cuantas cosas. Aquella era su hermana, después de todo, su hermana recién enviudada, así que era su responsabilidad no ocasionarle un nuevo disgusto. Tendría que decirle que no había nada entre ellos, ni tampoco esperanza de que llegara a haberlo.

Sin embargo, cuando salió al exterior con la bandeja repleta de brochetas, Angel vio decrecer las posibilidades de éxito de sus pretensiones, pues Katie parecía decidida a no separarse de ella. No sabía lo que quería la muchacha, pero sí que le hacía sentirse extrañamente incómoda.

– Ah, hola -la saludó.

Katie inclinó la cabeza para contestarle. Olía un poco a cloro, tal vez porque el sol, fortísimo, había evaporado el agua de su piel. Llevaba el pelo mojado y peinado en una trenza, y, al mirarla, se dio cuenta de que tenía la nariz plagada de pecas.

Angel se frotó la suya, que tenía las mismas pecas que las de la niña, e intentó decir algo, aunque con poca fortuna.

– Yo… ah… ah… -Maldiciendo para sus adentros el extraño impulso que la había llevado a quedarse a cenar en la casa de los Whitney, Angel acabó por decir lo primero que se le ocurrió-: Siempre he querido llevar una trenza como la tuya.

El comentario, sin embargo, fue acertado, al igual que, una vez más, el cabello como denominador común de las conversaciones entre mujeres. Había quien pensaba que las mujeres podían extenderse con facilidad hablando de los hombres, pero, según se lo dictaba la experiencia a Angel, eran las preocupaciones de peluquería las que, sin duda, le soltaban la lengua a cualquier mujer. Aquella ocasión no fue distinta. En cuestión de segundos, Katie la había instalado en una pequeña mesa, a un lado de la terraza, y había puesto a su disposición un peine y un espejo. Acto seguido, se consagró a enseñarle cómo hacerse a sí misma una trenza.

Beth y Lainey no tardaron en acercarse para ofrecer sus consejos técnicos, que Angel, con los brazos alzados sobre la cabeza y los músculos quejándose por el esfuerzo, intentó seguir como buenamente pudo para regocijo de las otras tres.

– Muchas gracias -masculló Angel, examinando su imagen en el espejo-, pero no es culpa mía si me he convertido en un híbrido entre Pippi Calzaslargas y el último mohicano. -Hizo una mueca, pues las risas no cesaban-. Una de vosotras tiene que venir aquí y arreglar este desaguisado.

Katie se acercó, sintiéndose responsable, y Angel distinguió en el espejo a Judd y a Cooper, que miraban al grupo de mujeres desde donde estaban, al lado de la parrilla. Tal vez fuera su desastroso aspecto lo que había llamado su atención. Pero, al mirar a su alrededor, Angel se dio cuenta de que la nefasta trenza no era la razón.

Era la risa, era la alegría del momento, pintada en las caras de Lainey, Beth y Katie.

La invadió una sensación cálida, algo parecido al orgullo, parecido a… bueno, a sentirse parte de aquello.

El mismo estado de ánimo se prolongó durante la cena, de la que todos dieron cuenta sentados a una mesa de cristal situada bajo una sombrilla. Lainey y Beth relataron diversos experimentos fallidos de espejo, peine y tijeras, y se metieron con Cooper por el parecido que había querido adoptar con George Michael durante cierta época.

Angel, horrorizada, se quedó mirando al hombre que estaba sentado a su lado.

– Cómo que George Michael. ¿George Michael, el del pelo rubio oxigenado y las gafas de sol?

– Tal vez estés en disposición de aceptar que no te avergüenzas de tu «época Madonna» -terció Cooper, de brazos cruzados y con una ceja enarcada.

– ¿Cómo te atreves a…? -Se había delatado a sí misma, así que se detuvo y optó por mentir-. Yo nunca quise parecerme a Madonna, ni mucho menos.

– Mentirosa -la acusó Cooper y luego, bajando la voz para que solo ella lo oyera, agregó-: ¿Cuál de sus pintas te iba más? ¿La de macarrilla callejera? ¿La de rubia explosiva?

Tras sentir que un escalofrío le recorría la espalda, Angel se acordó de pronto del malentendido en el que había caído Lainey. También se había olvidado de lo oscuros que se volvían los ojos de Cooper cuando hablaba para seducir, de sus pobladas pestañas que los volvían casi como una profunda y calurosa noche en Big Sur…

Se obligó a prestar atención a lo que estaba sucediendo a su alrededor y, para meterse en cintura, carraspeó.

– Ya te lo he dicho: nunca me he vestido como Madonna.

– Pero se vistió de niño -intervino Katie-. Cuando estaba en el colegio fingió ser un niño.

El comentario cayó como una lluvia fría entre los comensales. Todas las cabezas se volvieron hacia Angel. Todas las miradas.

El ambiente amistoso de la velada se disolvió y Angel se volvió a sentir como una extraña, como la invitada que no pertenecía a la familia.

– Puede que a Angel no le apetezca hablar de eso, Katie -advirtió Cooper con delicadeza.

– Vaya, yo… -Katie se avergonzó y guardó silencio.

Entonces fue el turno de Angel, de meter baza y remediar la vergüenza que estaba pasando la muchacha.

– No, no pasa nada. De hecho, puedo contaros la divertidísima historia de mi primera noche en vela como niño.

Hizo una breve explicación, dirigida a Lainey, Beth y Judd, de las razones que la habían llevado a aparentar ser un niño y, llegados a ese punto, se lanzó a describir la noche que había pasado junto a otros tres niños y que había acabado por convertirse en un concurso de meadas.

Un concurso de meadas de verdad, tal y como se lo estaba contando.

Beth se quedó con la boca abierta.

– ¿Y qué hiciste? -preguntó.

Aunque en aquel entonces lo hubiera pasado mal, a Angel le hacía gracia recordarlo.

– Les dije que se dieran la vuelta y entonces me hice con una lata de refresco casi llena, y la fui vaciando poco a poco, para imitar el chorrito -explicó Angel mientras gesticulaba para ilustrar sus palabras-. Sabía que no iba a obtener el récord de distancia, pero gané en las categorías de caudal y control del chorro sin manos.

En lugar de reírse, o siquiera sonreír, todos se quedaron callados durante un rato. Luego, Lainey se levantó e instó a Katie a que recogiera la mesa, tarea a la que ayudaron Beth y Judd. Angel también quiso echar una mano, pero Cooper se lo impidió reteniéndola por la muñeca.

Mientras los demás iban con las bandejas a la cocina, Angel le hizo una mueca a Cooper e, irritada, se levantó.

– Supongo que no debería haber cambiado mi trabajo de hoy por la ración de monólogo humorístico que acabo de representar.

Él también se levantó y, en lugar de responder, la estrechó entre los brazos.

– Vas a matarme, criatura -masculló-. Vas a conseguirlo.

– Y eso no está bien -le contestó ella, pegada a su camiseta. Como Katie, Cooper despedía un leve olor a cloro y Angel imaginó sus manos, fuertes y decididas, chapoteando en el agua, las mismas manos que la estaban sosteniendo, con la misma fuerza y decisión. Lo miró a los ojos e hizo un esfuerzo por no pasarle los brazos alrededor del cuello-. Y esto me parece que tampoco.

Con el rabillo del ojo distinguió que algo se movía; era Lainey, que se dirigía hacia ellos. Sobresaltada y pensando en la equivocada actitud de casamentera que al parecer animaba a la viuda, retrocedió trastabillando hasta el borde de las piscina.

– Cuidado -le avisó Cooper.

Angel recuperó el equilibrio y se afianzó sobre las losetas del borde.

– No pasa nada.

Lainey continuaba acercándose y observando la escena.

– Necesito hablar contigo -le dijo a Cooper en voz baja, una vez que llegó junto a él-, sin que se entere Katie.

Al oírlo, Angel quiso alejarse de inmediato.

– Bueno, tal vez yo deba…

Cooper la detuvo con la mirada.

– Tú no te vas a ninguna parte.

– Pero…

– No te preocupes, Angel -intervino Lainey-. Confío en ti.

Estamos listos, pensó Angel, que empezaba a olerse algo no demasiado bueno. Pese a ello, se quedó donde estaba.

– Es sobre… Stephen -explicó la viuda, en tono de confidencia-. Estuve revisando sus papeles y, esta mañana, ha aparecido algo. No estoy segura, pero me parece que… él debió de tener otra familia.

– ¿Otra qué? -preguntó Cooper, incrédulo.