– Como se supone que debe ser -repitió. Entonces lo vio claro. Puede que ella tuviera veintisiete años, pero las relaciones que había mantenido debían de haber sido más bien pocas, espaciadas en el tiempo y con jovencitos. Por favor, cualquier hombre con un poco de experiencia en ese campo sabía si…

– Deja que te vuelva a besar, Cooper. -Angel le agarró la cabeza e intentó atraerlo hacia sí pero como no lo consiguió, fue ella la que se acercó-. Deja que te bese.

Cooper la empujó de nuevo contra la almohada.

– El sexo no debe ser de ninguna forma en concreto, Angel.

– Leo muchas revistas sobre el tema -se defendió-. Y ya sé que no todo se acaba en el misionero, pero…

– Entonces deja que te demuestre dónde fallan esas teorías sobre el misionero y el «éxtasis simultáneo».

Cooper tuvo la sensación de que Angel no lo estaba escuchando, pues seguía aferrada a su pelo, tirando de él.

– Bésame.

La miró fijamente y dudó. Aquellas facciones delicadas, la cabellera dorada extendida sobre la almohada… seguro que los jóvenes con los que había estado habían sido cuidadosos con aquel ángel. Precavidos, para no asustar a alguien que parecía tan inocente.

No se habrían atrevido a intentar forzar la situación para que se abriera a ellos.

Ni siquiera él, que tenía treinta y cinco años y algo de experiencia en el asunto, había conseguido desnudarla.

– Bésame -dijo, haciendo un mohín.

– Lo haré, no te preocupes -le prometió.

Entonces se apartó y comenzó a desabotonarle la blusa. Se la quitó. Cuando le desabrochó el sujetador, Angel contuvo la respiración, así que Cooper se inclinó sobre ella y la besó al tiempo que dejaba en el suelo las dos prendas.

De la boca descendió hasta los pechos. Se los besó y siguió bajando hasta la cintura, donde se encontró con el cordón de la falda. Un tirón y la deslizó con facilidad por sus piernas. Entonces se levantó, le quitó las sandalias y se tomó un momento para admirar la blancura de su piel sobre las sábanas.

– Eres preciosa -le dijo.

Angel estaba casi desnuda y algo tensa. Cuando Cooper se acercó para quitarle las bragas, la mujer emitió un quejido pero él no le hizo ningún caso y se las bajó, dejando al descubierto los rizos dorados que asomaban entre sus piernas.

– Chisss. -Le cerró los labios con un beso y las tiró al suelo.

Fijó los ojos en su desnudez y le acarició el costado.

– Última oportunidad, cariño. Tus secretos.

– Ya te lo he dicho. -Angel se estremeció cuando sintió sus dedos en la cadera -. No tengo secretos.

Lentamente, Cooper deslizó los dedos hasta el rubio triángulo que se formaba entre sus muslos, muy pegados y tensos.

Angel temblaba.

– ¿Qué haces?

Aunque los ojos de Cooper ya se habían acostumbrado a la oscuridad, le costó distinguir el borde de sus rizos, tan claros que se confundían con el resto de la piel. Acercó el índice y lo apoyó en el punto que le separaba los labios.

Angel dio un salto en la cama. Intentó relajarse y separó las piernas.

– Cooper.

– ¿Sí? -Se detuvo para que ella se tranquilizara.

– Esto es un poco…

– ¿Doloroso? -preguntó con curiosidad.

– No.

– ¿Desagradable?

– No.

– Por favor, Angel, quiero hacerlo. -Entonces sintió que su cuerpo se iba acostumbrando a las caricias, que sus músculos se relajaban. Comenzó a frotar el pequeño bulto, caliente y duro, y sintió, más que oír, que Angel contenía el aliento.

– ¿Ves qué bien sale todo si vamos por partes? -preguntó, sin dejar de acariciar su carne humedecida-. Uno da y el otro recibe.

Angel contuvo un gemido y cerró los ojos.

– ¿No te gusta?

Le gustaba. Su cuerpo ardía, estaba húmeda y abierta a él. Angel inclinó las caderas, lo justo para que a Cooper le fuera más fácil abrirse camino entre los labios y meterle dos dedos.

Angel jadeó y lo agarró de la camisa para atraerlo hacia sí.

Con la mano que tenía libre, el hombre consiguió que lo soltara.

– Dime que te gusta -le pidió, al tiempo que giraba los dedos que tenía en su interior.

Angel levantó las caderas y entonces volvió a cerrar los ojos.

– Me gusta, me… -Se interrumpió cuando le metió un tercer dedo-. Sí, me gusta.

En aquel momento, Cooper sacó la mano con cuidado y se acomodó entre sus piernas mientras apoyaba un codo a cada lado de su cabeza.

– ¿Lo ves? El sexo no debe ser de ninguna manera en concreto.

– Bésame -le rogó.

– Lo haré -volvió a prometerle-. Te voy a besar por todas partes.

Con el cuerpo de Angel, caliente y desnudo, entre sus brazos, se dispuso a cumplir su promesa. Muy despacio, sin presiones, pero con la firme intención de llegar a todo. Le lamió la suave piel del cuello y siguió bajando con la lengua hasta llegar al pecho. Le chupó los pezones hasta que sintió que la mujer se estremecía.

– Cooper, Cooper, por favor. -Angel levantó las caderas hasta topar con las de él-. Quítate la ropa.

– Espera.

Volvió a los pezones y los lamió de nuevo para continuar besando la parte inferior de sus pechos. Cooper notaba que la sangre le bullía, que le costaba respirar, pero no estaba dispuesto a acabar con aquello hasta que ella se diera cuenta de las muchas formas en que se podía disfrutar del sexo.

Siguió bajando hasta el ombligo y no paró hasta sentir el cosquilleo de sus rizos en la barbilla. Entonces le separó las piernas y se acomodó para disfrutar de ella.

– ¡Cooper! -Su voz tenía un matiz de pánico.

Angel se aferró a su pelo para intentar que parara.

Cooper la miró. Estaba tensa y apretaba las rodillas contra sus hombros.

– Quiero hacerlo.

– No -respondió mientras trataba de apartarse-. Esta no es… no es la forma de…

– Es una de las formas, Angel. -La agarró por las caderas y sintió su acelerado pulso en la yema de los dedos-. No tienes miedo, ¿verdad?

Angel dudó un instante.

– Pues sí.

Cooper no esperaba aquella confesión.

– Vamos, esto no puede darte miedo.

Angel abrió los ojos como platos.

– Sí, sí que me da miedo.

Angelito, pensó.

– Entonces, cariño, cierra los ojos y cuenta hasta diez. Si cuando llegues a once quieres que pare, lo haré.

Cuando Cooper bajó la cabeza, el cuerpo de Angel estaba duro como una roca. Empezó a lamerle el cremoso fluido y ella arqueó la espalda, le tiró del pelo. Pero él sabía que aún no había comenzado a contar y que nunca llegaría hasta once, porque mientras la acariciaba, la comía, la disfrutaba, ella se estremecía de placer.

Sus piernas, que hasta entonces habían ejercido presión sobre los hombros de Cooper, se relajaron. Aquel era el momento de separarlas y deleitarse entre ellas. A Cooper le hervía la sangre, su corazón latía al ritmo de sus gemidos y notaba una sensación indescriptible mientras su boca se llenaba con la dulce excitación de la mujer.

Dulce, porque habían llegado al grado de intimidad que él deseaba y porque había conseguido que ella se entregara a él.

Sintió que la tensión del orgasmo se acumulaba en el cuerpo de Angel y comenzó a lamer la parte más sensible de su cuerpo, a extraer de ella todo el placer, por y para ella, mientras controlaba cada una de sus sacudidas, cada uno de sus gritos.

Cuando separó la cabeza de su cuerpo, Angel se quedó tendida sobre la cama en la posición en que él la había dejado, abierta a él. A Cooper le pareció la imagen más hermosa y vulnerable que había visto jamás. Loco de deseo, se forzó a respirar profundamente mientras se quitaba la ropa. Entonces volvió a colocarse entre sus piernas.

– Cooper -gimió.

El hombre estaba encendido y dispuesto a seguir. Angel no opuso resistencia. Volvió a lamerle el clítoris en suaves movimientos circulares y en pocos minutos Angel volvió a estar cerca del orgasmo.

Cuando Cooper notó su cuerpo en tensión, levantó la cabeza, le dio la vuelta y la colocó de rodillas.

– Esta es una de las formas -le susurró por detrás-. Y aquí va otra.

Empujó y penetró fuerte, hasta el fondo, entre sus húmedos labios.

Angel gimió.

Empujó una vez más y sintió su propio orgasmo muy cerca, rápido y violento. Apoyó una mano sobre el colchón, y con la otra volvió a frotarle el clítoris. Ella también empujaba, hacia atrás, jadeando. Cooper no era precavido, ni cuidadoso, se olvidó de la inocencia, solo buscaba intimidad.

Cuando ella se corrió, él siguió empujando, deleitándose con cada sacudida contra el cuerpo de Angel. Ella arqueó la espalda y soltó un largo gemido de placer. Fue entonces cuando Cooper también se corrió. Subió la mano hasta su pecho y la abrazó contra su cuerpo con la esperanza de que sintiera lo que le había provocado, de que sintiera placer por haberle hecho sentir tanto placer a él.

Cuando, exhausto, se dejó caer sobre ella, Angel se contoneó para apartarse y lo besó con ternura en los labios. Después suspiró.

– Está bien, tengo que admitir que no todo se reduce a la postura del misionero.

Cooper solo tenía fuerzas para sonreír.

Angel buscó su camiseta, se la puso y se acurrucó junto a su pecho. Estaban a punto de quedarse dormidos cuando a Cooper lo asaltó un pensamiento.

– ¿Angel?

– Mmm.

A Cooper le gustó el tono satisfecho y soñoliento de aquel murmullo.

– Antes dijiste que solías fingir. Y yo me pregunto… ¿cómo puedes fingir algo que no has experimentado?

Angel acomodó la cabeza sobre su brazo. Cooper la besó en la frente.

– Cariño… Yo no dije que no lo hubiera experimentado.

– ¿Cómo?

Angel se rió.

– Cooper… y tú dices que conoces a las mujeres.

Frotó la cabeza contra su hombro y añadió:

– Lo del vibrador no era ninguna broma, tonto.

16

Judd estaba agachado al lado del matorral de romero, junto a la puerta de salida de la cocina de Tranquility House, cuando una clara voz sonó a sus espaldas.

– ¡Estás aquí!

Los pies morenos y delicados de Beth entraron en su campo de visión. Llevaba unas sandalias cuyas tiras se ataban bajo los tobillos, uno de los cuales lucía la tobillera de platino y diamantes que deslumbraron a Judd con sus destellos, procedentes de la intensa luz matutina.

– No te veía desde el día de la torre, así que he decidido venir a buscarte. -Beth se llevó a los labios una humeante taza de café-. Si me preguntan, digo que es descafeinado.

Judd se levantó con lentitud, sin apartar la vista de lo que llevaba oculto en la camiseta doblada hacia arriba. Él había sido el firme y silencioso puntal en la vida de aquella mujer y temía delatar su nervioso estado, cercano al colapso, que poco se parecía a su supuesta calma y serenidad.

– ¿Qué llevas ahí? -le preguntó ella-. ¿Más gatitos salvajes?

Antes de que él pudiera moverse, Beth le tiró de la camiseta para ver su contenido. Se inclinó y sus brillantes cabellos negros se precipitaron sobre Judd, que pudo contemplarle la suave piel de la nuca.

Obnubilado, ni siquiera percibió que ella estaba desenvolviendo su preciada carga. Tenía que apartarse para que las garras de los gatitos, siempre listas para erizarse y arañar, como él ya había tenido ocasión de comprobar, no lastimaran la piel de Beth. La sacudida, producto del movimiento del hombre, hizo que las adormiladas criaturas se convirtieran en una maraña de pelo con la desesperada pretensión de subírsele a las barbas, y controlar la situación le costó nuevos arañazos en el brazo y, por las punzadas que sintió, también en la barriga.

Pero por lo menos tenía una excusa para no quedarse con Beth. Ya en la cocina, dejó a los gatitos en una caja que había acondicionado para ellos y después se encaminó a la enfermería.

Beth le iba siguiendo los pasos, pero él fingió no advertir su presencia, al extremo de que le cerró la puerta de la enfermería en las narices.

Por desgracia, aquella maldita puerta no tenía cerrojo. Beth la abrió, entró y, tras cerrarla, apoyo la espalda contra ella.

– Quiero contártelo todo -le dijo.

Judd se volvió para rebuscar en un estante. Ya sabía lo suficiente, vaya que sí, lo bastante como para perder la calma, deshacer su equilibrio emocional y tener ganas de desenterrar a Whitney con sus propias manos.

Encontró el frasco de antiséptico y se hizo también con dos gasas. Entonces, con todo aquello en las manos, intentó desenroscar la tapa del bote.

– Déjame a mí -le sugirió Beth.

Ella le arrebató el frasco de las manos antes de que pudiera negarse y, apuntando a la esquina de la mesa, le dijo:

– Siéntate y enséñame la mano.

Él obedeció como un autómata y alzó la mano derecha, la que había rescatado a los gatitos y que, pese a ello, había salido indemne de la hazaña. Beth meneó la cabeza y le cogió la izquierda, en cuyos rasguños aplicó una compresa empapada de agua oxigenada.