La tenue luz del amanecer se reflejaba en su melena.

– El mundo parece haberse empeñado en hacerme caer -murmuró.

Judd le apretó los brazos y la miró a los ojos.

Como si intuyera su pregunta, Angel le devolvió una mirada atenta.

– Lo siento, pero no he podido evitar oírlo todo.

Sin pensar, Judd dijo:

– No sé qué hacer. -Su voz era grave, arenosa, muy áspera-. La amo.

– ¿Me lo estás preguntando? Bueno, pues aquí va lo que yo siempre digo. -Angel cerró los ojos-. La verdad. Cuando ya lo sabes todo tienes que decir la verdad.

18

Judd encontró a Beth en la cocina de su casa. No le apeteció llamar a la puerta con los nudillos ni con la campanilla y prefirió caminar alrededor de la casa y utilizar la puerta de atrás para entrar por su cuenta.

Una vez ante ella, se quedó mirándola, en silencio.

Seguía sin saber qué hacer. Nada de lo que había aprendido con sus religiones y filosofías le servía para saber a qué atenerse.

Beth alzó la vista desde el lugar en el que estaba, junto a la mesa. El recién llegado vio que tenía una mejilla manchada, el flequillo cayéndole en desorden sobre los ojos y un roto en la costura de la camiseta. Se quedó boquiabierto, pues nunca antes había visto a Beth en una condición que no fuera la pulcritud llevada al extremo.

Al contemplar la cocina y ver los platos sucios en el fregadero, un extenso rastro de algo que podría ser mantequilla de cacahuete en la encimera, normalmente impoluta, y medio dedo de café quemándose en la cafetera, su sorpresa no hizo más que incrementarse.

Se adelantó para apagar el fuego y descubrió a Shaft, que oteaba con desconfianza desde la esquina del pasillo. Ambos, gato y hombre, se miraron y se hablaron de esa manera en que lo hacen los animales -del género masculino- mudos. «No me mires -le espetó sin preámbulos la criatura-. No pienso razonar con ella. Los gatos que hablan, los de las películas, son capaces de hacer cosas extraordinarias, pero yo soy un gato real, y, como tal, poco puedo hacer por ella.»

Judd se volvió hacia Beth. Estaba inclinada sobre la mesa, escribiendo con rapidez en una hoja de papel.

Se le acercó, nervioso; estaba escribiéndole una carta a Lainey.

Arrastró los pies para llamar su atención y, como eso no funcionó, se sentó junto a ella, en una silla. Ella continuaba ignorándole, así que resolvió quitarle el bolígrafo de la mano.

Beth ni siquiera parpadeó, sino que tomó otro bolígrafo de un cajón de la mesa justo en el mismo momento en que él alcanzaba una hoja de la pila contigua al cajón. Los dedos de ambos se rozaron.

Uno y otro apartaron las manos.

Uno y otro comenzaron a escribir en sus respectivos folios.

Al acabar, Judd hizo resbalar su hoja en dirección a Beth.

Ella la apartó de la mesa, sin siquiera abrir la boca.

El papel fue revoloteando hasta la puerta mientras ella seguía escribiendo, palabra tras palabra, la carta. Haciendo acopio de autocontrol, Judd, malhumorado, se hizo con una nueva hoja y escribió una línea, para después presenciar cómo Beth se deshacía de lo que le estaba diciendo de un manotazo.

Al tercer intento fallido, Beth habló sin dirigirle la mirada:

– No te molestes, no pienso leerlo.

Judd cerró los ojos. Cálmate. Trata de no perder el equilibrio. Intentó relajarse encomendándose al silencio de la habitación y dirigiendo sus pensamientos a su estado original de pureza y claridad zen. Pero los latidos del corazón le palpitaban en los oídos, su propia respiración rasgaba una y otra vez el silencio, y, como colofón, el reloj de pared iba marcando los segundos que le restaban a su última oportunidad.

Movió los labios; una vez, dos veces.

– Pues entonces tendrás que oírlo.

Beth se sobresaltó, desprevenida ante el áspero timbre de su voz.

– Una cosa -agregó, con el índice en alto-. Tengo una cosa que decirte.

Ella no quiso seguir mirándolo.

– Es demasiado tarde. Te di muchas oportunidades para hablar sobre… sobre nosotros. Y no lo hiciste, no pudiste -le contestó ella.

– No es sobre nosotros. -Se levantó de la silla, se arrodilló a los pies de la mujer y le ofreció las manos-. Es sobre algo más importante que nosotros.

Ella intentó zafarse de él sin conseguirlo, pues la sujetaba con fuerza. Como corredor de bolsa, había dado consejos miles y miles de veces. Había hecho que sus clientes se enriqueciesen, que pudieran llevar vidas muy lujosas y comprarse los juguetitos más caros. Pero cuando su cliente principal -y mejor amigo-, aquel para quien había ganado millones, se suicidó, Judd tuvo que hacer frente al hecho de que todo lo que decía y mercadeaba no había servido para transmitir ni un solo gramo de felicidad.

Entonces se había jurado no volver a aconsejar a nadie y empezar a escuchar. Sin embargo, había llegado la ocasión de romper el juramento.

– No puedes decírselo a Lainey. -Trataba de hablar con toda la concisión de que era capaz.

– ¿Lainey? -exclamó Beth-. ¿Lo que vas a decir tiene que ver con Lainey? ¿Vas a acabar con un silencio en el que llevas emperrado cinco años para hablarme de Lainey?

– Sí.

La cara de la mujer palideció.

– ¿Por Lainey? -susurró.

– Sí.

– No -repuso, volviendo la cabeza hacia el lado opuesto a él.

– Es un secreto que tienes que guardar, Beth. No permitiré que le digas la verdad a tu hermana y que le hagas daño.

Beth se revolvió y cerró los ojos.

– No, no, no.

– No está bien, no es justo que te desahogues y que con ello le perjudiques.

Una lágrima resbaló desde las pestañas de Beth y le bajó por la mejilla. Él la siguió con la mirada, como si la estuviera tocando, acariciándola.

– Así que vuelvo a estar equivocada -rezongó-, vuelvo a ser la hermana malvada.

– Si se lo dices, sí.

– ¡No! -Beth retiró las manos y se levantó de un salto-. ¿Quién te crees que eres? -gritó-. ¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer?

Ahí estaba, la pregunta que él se había temido. Sabía que sería esa la que surgiría en el momento en que decidiese empezar a hablar. Cuando su papel era el de Judd Sterling, el noble anacoreta, el silencioso hombre del misterio, había deseado suponer una alternativa que desbancase al Artista del Corazón.

Sin embargo, sabía que aquello era falso, que ella advertiría que su silencio, a fin de cuentas, no escondía nada relevante.

– ¿Que quién soy yo? -barbotó, debatiéndose entre hablar o callarse-. Yo era un mercachifle de Wall Street, obsesionado con el golf y adicto a las fluctuaciones de la bolsa, que no se enteraba de que estaba cavando su propia tumba hasta que cavó la de su mejor amigo y, después, la de su matrimonio. Un gilipollas del montón.

Beth le dio la espalda y cruzó los brazos.

– ¿Y ahora?

– Ahora. -Judd se rindió, suspiró-. Ahora sigo siendo del montón. El cuarentón de a pie que sigue intentando descubrir el puñetero significado de la vida.

Beth se levantó y se acercó a la ventana para mirar a través del cristal.

– Y a pesar de ello, has conseguido descubrir que no se lo debo decir a Lainey -dijo fría y lentamente.

– Beth. -Ella le estaba poniendo patas arriba el corazón y aquello lo lastimaba demasiado-. Es tu cruz, la que tú tienes que llevar.

– Me duele que así sea, y a ti no te importa lo mucho que me duele.

Judd bajó la vista. Tú no sabes lo mucho que me importas. Eso no pudo decírselo.

– Yo pretendo… quiero…

Al levantarse comprobó que la mujer se tensaba y, al acercársele, que lo rechazaba.

– Has dicho lo que tenías que decir. Ahora vete.

Pero había una pena profunda en sus palabras, y por muy del montón que fuera él no iba a dejarla sin intentar hacer algo.

– Déjame ayudarte -dijo, atusándose el cabello-. Sé que nunca te perdonarías si volvieras a causarle daño a tu hermana. Eso sería peor que lo que ya tienes que soportar. Sea como sea, sigo siendo tu amigo, así que cuéntame tus secretos, dime cómo estás y yo trataré de serte de utilidad.

Beth estaba inmóvil.

– ¿Qué?

– Solo conseguirás más sufrimiento si haces que Lainey sufra.

Volvió la mirada hacia él con lentitud. Estaban cerca, tan cerca que tuvo que apartar la cabeza para poder mirarlo a los ojos.

– ¿No querrás decirme que todo esto es… por mí?

Judd, desconcertado, asintió.

– No por Lainey. Has vuelto a hablar por mí.

Él volvió a asentir y ella lo miró.

– Yo… -Lo que estaba a punto de decir se le escapó y bajó la mirada-. ¿Por qué, Judd? Necesito saber por qué.

¿Por qué? Eso ya se lo había preguntado una vez. «¿Por qué me besaste? ¿Por qué?»

Las conocidas razones que lo conducían al silencio seguían allí. ¿Qué clase de sabiduría había alcanzado durante los anteriores cinco años? Sus relaciones siempre habían sido superficiales, incluso la que había tenido con su supuesto mejor amigo. ¿Sería diferente con Beth?

Sí, ya era diferente.

¿Dejaría ella que lo fuese?

Sí, ya se lo había permitido.

¿Podría ganarse un corazón, el de Beth, que hacía tanto que estaba herido?

– ¿Por qué, Judd? -murmuró Beth.

Tenía que intentarlo. Hablar seguía siendo difícil. Miró a su alrededor, en busca de papel y bolígrafo con los que escribir, pero no quiso apartarse de ella para ir a buscarlos. Se apañaría con lo que tenía a su alcance.

Sobre la mancha de mantequilla de cacahuete de la encimera, dibujó el símbolo: «».

Beth lo observó durante un instante y luego, arrebatada, se le acercó, con algo distinto en la expresión; ¿esperanza, alegría, maravilla?

– ¿Me quieres?

«Sí.» Él la abrazó con la misma pasión que pretendía destinarle por el resto de su vida. Más tarde, consiguió recuperar la voz para contárselo todo, sin dejarse sus secretos. Le contó cómo había llegado a Tranquility House y las razones por las que se había quedado. No por el silencio, el yoga, el tai-chi o el tofu. «Me quedé porque estabas tú.»

– Me amas -declaró, convencida, Beth.

Él le acariciaba las mejillas con los labios, le tocaba el pelo.

– Más de lo que las palabras puedan expresar -le susurró.


A media mañana, Angel dejó su cabaña con una sensación de abatimiento y, reuniendo fuerzas, se encaminó al edificio comunitario. Cooper tenía que estar preocupado por no saber qué le había sucedido. Ella había abandonado su cama al amanecer con la intención de recuperar su jarra de café instantáneo y de volver enseguida junto a él. Pero luego había escuchado la conversación de Beth y Judd, y lo que oyó hizo que volviera a su cabaña a por algo más que café.

Inhaló con fuerza y el aire, caliente y seco, le resecó la humedad de la boca. La imagen de un vaso congelado lleno de Pepsi floreció en su imaginación y flotó ante ella como si se tratara del espejismo de un oasis. Echaba de menos todo aquello: refrescos, manicuras, cafés con leche, bocinazos. Plazos, correctores maniáticos, y su firma al final, escrita con su tipo de letra favorito, sencillo y claro.

Quería volver a casa.

Sí, y también olvidarse de las anteriores tres semanas.

– ¡Oye! -La gran mano de Cooper la agarró por enésima vez por los hombros-. Pensaba que habíamos acordado que no volverías a escaparte de mí.

Cooper descollaba sobre ella y tenía aspecto de estar cansado, lo que, sin embargo, no le impedía apreciar su monumental atractivo.

Quería olvidarse de él.

Pero ¿cómo, cómo iba a olvidarse si él la cogía en los brazos y le plantaba un beso en la boca? Angel no pudo por menos que esperar que sus labios la libraran de todas las preocupaciones y solo dejasen su pasión, dulce y cálida.

Presionó contra él y ladeó ligeramente la cabeza, rogando en silencio que no dejara de besarla.

– ¡Vaya! -Cooper la soltó, desconcertado-. ¿Y a qué viene esta demostración?

Angel lo abrazó pasándole los brazos por el cuello.

– Volvamos a la cama. -Podían apagar las luces, correr las cortinas e imaginar que en el mundo no había nadie más que ellos.

Él la miró con reprobación y le apartó un mechón de pelo de la cara.

– Has sido tú la que se ha levantado para hacer tu patrulla matutina.

– Hagamos como si no lo hubiera hecho. -Angel se puso de puntillas y lo besó en la parte baja de la barbilla-. Empecemos donde lo habíamos dejado.

Cooper sonrió mientras jugueteaba con los rizos de la nuca de Angel.

– Suena tentador, pero no puedo…

– Te necesito -susurró ella, con la intención de que su voz no revelara la desesperación que sentía. Si no podía retroceder en el tiempo, al menos podría pararlo.

– Angel…

– Cooper. -Ella abrió mucho los ojos en un intento de aparentar la fragilidad e inocencia que todos le suponían, con tanta pericia que consiguió que le temblase el labio inferior-. ¿Es que no me has oído? -Se arrodillaría si hacía falta; le rogaría-. Te necesito. -Cada vez hablaba con mayor soltura.