La mirada de Angel se detuvo en el edificio. Cara le había reservado habitación en otro sitio, más al sur por la carretera Uno y más cercano a la residencia de Whitney. Deseó que su alojamiento no desmereciese ante el confortable lujo que el hotel Crosscreek prometía, pues ya casi podía saborear las magdalenas recién hechas del desayuno, los jugosos filetes a la parrilla y los suculentos chocolates.
Decidió que iba a permitirse un capricho todos los días, convencida de que el hotel que Cara había elegido dispondría de las más modernas instalaciones de hidroterapia. Tan concentrada estaba en su sueño de compresas de hierbas y tratamientos aromáticos que le llevó unos instantes advertir que el religioso se había dado la vuelta y gesticulaba hacia alguien para que se acercase.
– Hermano Charles, ¿qué hace usted? -inquirió a media voz.
El interpelado la miró.
– Quiero saludar a Cooper, Cooper Jones -aclaró-, el cuñado de Stephen.
Angel comenzó a retroceder, tratando de pasar desapercibida mientras las suelas de sus zapatillas de deporte negras se arrastraban sobre la arenosa gravilla.
– No te marches. -El hermano Charles la tomó del brazo-. Te voy a presentar.
– Pero si ya nos conocemos -objetó ella-, y tal vez no sea este el momento de ir más allá. -Sin contar con que estaba decidida a evitar para el resto de su vida al señor Cooper Jones y su escrupulosa desconfianza.
– Está bien. -El hermano Charles echó un último vistazo al tipo y dejó caer el brazo-. No importa. Por las escaleras baja Lainey, la viuda, y va a necesitar a Cooper. Te darás cuenta de que son una familia muy unida.
Angel dirigió una mirada de soslayo para escrutar al pequeño grupo que bajaba desde el hotel por el último tramo de escaleras. En él venía la niña, Katie, junto a una mujer de cabello oscuro, de unos treinta años.
– Espere -dijo, aguzando la vista-. Vienen dos mujeres. Son idénticas.
– Son gemelas -asintió el hermano Charles-. Elaine y Elizabeth. Lainey era la esposa de Stephen, y Beth, su representante.
Así te van las cosas, pensó Angel, de nuevo enojada consigo misma. Si se hubiese documentado como lo hubiera hecho para cualquier otro reportaje, sabría de la existencia de las gemelas; y de la hija. Pero no, todos aquellos años se había resistido incluso a escribir el nombre de su padre en un buscador de Internet, y ahora tenía que ponerse al día. Y lo había hecho hasta tal punto que Angel jamás había puesto un pie en una de aquellas galerías Whitney, tan comunes en los centros comerciales estadounidenses como las cadenas de cafeterías o los cines multisala. El único dato sobre Stephen Whitney del que no había podido zafarse era el de su popularidad masiva y su fama de bonachón.
Sin embargo, todo aquello iba a cambiar.
Fijándose en las dos mujeres que caminaban hacia donde se congregaban los asistentes, Angel se apercibió de que sus trajes, a media pierna, eran casi idénticos; uno amarillo pálido y el otro verde. El estilo de los peinados también revelaba algunas diferencias; la gemela de amarillo lucía un corte escalado y su hermana una pulcra melena.
– La viuda, Lainey, es la que va de verde, me imagino -aventuró Angel. Incluso a la distancia a la que se encontraba, pudo observar que la mujer había estado llorando.
– No, esa es Beth. -La voz del hermano Charles denotaba preocupación-. Espero que Judd la esté cuidando.
Angel no apartaba la vista del pequeño grupo.
– ¿Judd es otro hermano?
– Judd Sterling es un amigo de la familia, el hombre de cabello cano que lleva a Beth por la cintura.
De canas prematuras, el amigo de la familia pasaba de los cuarenta, y sus facciones eran atractivas, muy marcadas. No dejaba de sostener a la hermana de la viuda, al tiempo que el inquietante Cooper acompañaba con un brazo a Katie y con el otro a Lainey Whitney.
Así que ese es el aspecto del hombre que asiste a una mujer en momentos de necesidad.
Angel dio un precipitado paso atrás, pasmada por lo mordaz de su ocurrencia, y tuvo que recordarse que no era momento para amarguras. Tan solo deseaba saber la verdad.
– Parece que el acto va a comenzar -dijo el fraile, a su lado-. Nos avisan para que nos acerquemos.
– Yo prefiero quedarme donde estoy. -Al ver que los asistentes se reunían, se le formó un nudo en la garganta, tal y como le había ocurrido en la iglesia-. He venido como observadora, nada más -agregó.
No como enlutada ni como hija. Lo cierto era que no disponía de un solo recuerdo del hombre que había sido su padre.
El hermano Charles le dedicó un gesto de compasión.
– Entiendo. Hay personas a las que les cuesta encararse con la muerte.
Angel se enderezó de repente.
– A mí no me cuesta encararme con nada -protestó, pero el hermano Charles ya se había alejado. Su propósito de eludir a Stephen Whitney no tenía nada que ver con el miedo.
Así que para demostrárselo a ella misma y también al fraile, se alisó la falda del vestido y, sin más preámbulos, se encaminó al corro de personas que se estaba formando junto al borde del acantilado. Pese a encontrar un hueco en el que incluirse, volvió a sufrir un nuevo sobresalto… en el instante en el que se cruzó con la mirada de Katie. Volvió a retroceder y se alejó de la persona que se encontraba a su lado.
Evidentemente, hacerlo le supuso una nueva contrariedad. Me está bien empleado, por débil, se reprochó cuando el Señor Sospechas con Gafas de Sol aprovechó la situación para colocarse junto a ella.
Pretendió, pese a todo, ignorar su presencia al tiempo que una ráfaga de viento le golpeaba el sombrero y la obligaba a sujetárselo con una mano.
– Quizá quieras quitarte eso. -La voz del hombre se oyó apenas sobre el sordo rumor del mar-. Si no, creo que el viento lo hará por ti.
¿Y darle una oportunidad de mirarle la cara? Mejor que no. No estaban las cosas para lanzar al viento sus precauciones ni, tampoco, su sombrero. Sin dar ninguna respuesta, Angel se lo caló aún más y bendijo la banda elástica, oculta bajo el moño.
En el punto del grupo más alejado de ella, otro hombre con hábito empezó a perorar. Era difícil oírle por encima del fragor de las olas, aunque, de vez en cuando, el viento le traía a Angel algunas palabras. «Naturaleza», «belleza», «reunión».
«Familia.» Angel bajó la cabeza e inspiró una profunda bocanada. El aire le dejó un sabor salado en el paladar, parecido al de las lágrimas.
Una mano grande le estrechó con fuerza las suyas.
Angel dio un salto y levantó la barbilla. Bajo el sombrero de ala ancha que llevaba, pudo ver las gafas de sol de Cooper Jones.
– Nos han dicho que nos demos la paz -le explicó.
Haciendo caso omiso, apartó la mano y levantó la vista para mirar al resto de los presentes. Todo el mundo se estaba dando la mano excepto ella, y todos la miraban.
Avergonzada, hizo lo que tenía que hacer con la mujer que tenía a su izquierda. También hizo un amago con Cooper, apenas rozándole los dedos para que pareciera que se estaban dando la mano.
Cuando el oficiante comenzó a recitar una especie de bendición, Cooper volvió a acercársele.
– ¿Qué ocurre? Si no es tan importante.
«Si no es tan importante.» Eso mismo le había dicho ella en la iglesia, justo antes de preguntarle por la viuda de Whitney. En fin, el tipo sospechaba de ella, muy bien. Y no era probable que lo tranquilizase si sus manos volvían a tocarse. Con una vez era suficiente. La mano de él era demasiado grande, demasiado cálida, demasiado rotunda.
Aquel era el problema con los hombres; creaban dependencia.
Sumida como estaba en aquellos pensamientos, se perdió el «amén» del final. Solo pudo percibir que el orador de la ceremonia requería a la concurrencia que se colocara en fila, con Angel a la cabeza y Cooper a sus espaldas, como una sombra fiel.
Apartándose un centímetro más se prometió que, una vez terminado el acto, se aseguraría de no volver a coincidir con aquel hombre.
En aquel momento el oficiante se le acercó llevando en las manos un cofre de madera profusamente tallado.
– Y ahora una última petición para satisfacer los deseos de Stephen -anunció con voz bien clara-. Después regresaremos al hotel para el refrigerio.
Al detenerse frente a ella, Angel dio la espalda al mar para mirar al que había hablado. Lo vio sonreír con un rictus afable al tiempo que levantaba la tapa del pequeño cofre.
– Toma un poco con ambas manos -ordenó- y lánzalo a las aguas.
Angel oteó el contenido del cofre, tras lo cual sintió un sobresalto en el estómago. ¿Cenizas? Cenizas. Y se suponía que debía tomarlas con ambas manos y lanzarlas al mar.
Las cenizas de su padre.
Notó que el estómago se le revolvía.
No significan nada para mí, se convenció, avergonzada por sus visibles titubeos. Ni siquiera me acuerdo de Stephen Whitney, así que no pasa nada. Notaría su ingravidez, su insignificancia, apenas una presencia en las manos. Y, sin embargo, no era capaz de deshacer el agarrotamiento de los brazos.
– Al mar -la urgió el oficiante-. Stephen quería que sus últimos cuadros corrieran libres sobre las olas.
Sus cuadros.
Sus obras. Angel se relajó y, casi aturdida por el súbito alivio, introdujo las manos en el cofre, las juntó para recoger las cenizas y dio un paso hacia el borde del acantilado.
Se detuvo y se miró los puños, cerrados con delicadeza, y sintió la materia laxa y suave adhiriéndosele a la piel. El alivio se evaporó y el estómago se le contrajo con un nuevo espasmo.
Entonces, ansiosa por liberarse de las cenizas, de la situación y de él, dio un paso amplio y apresurado hacia delante y abrió las manos. Mientras las cenizas se elevaban arremolinándose en el aire, notó que el suelo cedía bajo los pies.
El corazón le dio un vuelco. Trató de volverse mientras sus zapatos pugnaban por aferrarse al desmenuzado borde del acantilado.
Una mano apareció ante ella, una mano de hombre.
Hubo un pulso entre el instinto y la experiencia, que se resolvió en el instante en que perdió pie. Para salvarse, debía alcanzar, agarrarse, confiarse a Cooper Jones.
Se habría encargado mi cuñado, pensó Cooper Jones, si no estuviera muerto. Mientras rondaba por el restaurante del hotel, en la terraza, se fijó en el pequeño grupo que había asistido a la ceremonia, rubricada con la ridiculez de las cenizas. Había sido como tirar el dinero por el maldito acantilado.
Pues claro, vaya si había sido como tirar el maldito dinero por el maldito acantilado. Notó la tensión atenazándole el cuello, y tomó unas cuantas inspiraciones hondas. Los funerales presidían su lista de «A evitar» y deseó haber hecho lo propio con aquel.
Habría podido relajarse en casa y preocuparse por la estupidez financiera en que se empeñara Stephen al comprometer hasta el último centavo en una arriesgada empresa mercantil y dejar dicho en el testamento que se quemaran todas sus obras inéditas. Se había destruido todo un año del prolífico trabajo del artista, cuadros que bien podrían constituir un seguro contra las inversiones de Stephen, tal vez desafortunadas.
Si Cooper hubiera sido el abogado de Whitney, habría insistido en retirar aquella cláusula del testamento, aunque, como su especialidad era el derecho penal y no las herencias, no había sabido nada del asunto hasta que fue demasiado tarde. Como resultado, la seguridad a largo plazo de sus hermanas y su sobrina quedaba a expensas de la fluctuante fama del artista.
Aquella solapada ansiedad suya quizá se debiera al resquemor que le había inspirado la mujer del sombrero negro junto a la que había estado en la iglesia y de nuevo en el acantilado. Algo le dijo que le causaría problemas.
Una vez más, escrutó a la adormecida concurrencia que poblaba la terraza y se tranquilizó al comprobar que no había rastro de la mujer. Se había vuelto esquiva desde que le diera la mano en el borde del acantilado, y, con suerte, ya se habría marchado para no volver. Pero, demonios, esperaba no tener que arrepentirse de haberla rescatado.
– Tío Cooper.
Se dio la vuelta al oír la voz de Katie, cuya absoluta inexpresividad se prolongaba desde la muerte de su padre. Al ver que intentaba pasar de largo, alargó un brazo y la atrajo hacia sí.
– ¿Qué tal estás, pequeña? -le preguntó mientras la apretaba con fuerza-. Yo no era mucho mayor que tú cuando murió mi padre y todavía sé lo duro que es. -Durante aquel último año, su recuerdo no había hecho más que redoblarse.
Katie se dejó abrazar durante un momento, mientras bajaba los hombros y profería un leve suspiro, pero luego volvió a apartarse con la misma expresión vacía.
Cooper se pasó una mano por la cara. La única ocasión en que la había visto animada había tenido lugar aquel mismo día, en el exterior de la iglesia, cuando había intercambiado unas palabras con aquella mujer, y eso fue algo que volvió a crisparle los nervios. Efectuó un nuevo examen de la terraza.
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