Cooper soltó una carcajada.

– Por un instante casi me engañas -repuso, mientras la apartaba de sí con una amistosa palmadita en la nalga-. Pero Angel Buchanan no necesita a nadie, de eso estoy seguro.

– Pero… -titubeó Angel, mirándolo a los ojos.

– Vamos, cariño. -Le propinó una nueva palmadita-. Lo bueno se hace esperar y está bien que así sea. Ahora soy yo el que te necesita.

El hombre se echó a caminar pero le llevó unos pasos darse cuenta de que ella no iba con él.

– ¿Qué, vienes? -preguntó, dándose la vuelta-. Tenemos mucho que hacer porque Judd se ha marchado con Beth.

– ¿Marchado? -Angel lo alcanzó-. ¿Marchado adónde?

– Judd tiene un apartamento en Pebble Beach -explicó Cooper, arqueando las cejas-. Se han tomado unos días de descanso.

– ¿Ahora?

– Se han marchado hará unos quince minutos, y han hecho bien. Solo hay un tiempo, y es el presente.

El presente. Angel caminaba con paso titubeante mientras pensaba ansiosamente en el futuro. La esperaba San Francisco y sus quehaceres cotidianos, y lo que decidiera hacer con ellos.

– Con lo cual -continuó diciendo Cooper-, estamos a cargo de Tranquility House.

Angel se paró.

– ¿Estamos?

– Calla. -Cooper la tomó de la mano y fingió espiar los alrededores con la mirada-. Recuerda que tenemos que dar ejemplo.

– Sigo sin tener claro por qué hablas de nosotros.

A pesar de lo que acababa de decir, Angel permitió que Cooper la empujara para que siguiera caminando.

– Porque… -dudó con gesto inescrutable-… porque es mi obligación y quiero que tú estés a mi lado. ¿Te parece razón suficiente?

Sí, suficiente para sofocar las objeciones de Angel. No sabía qué decirle ni qué decirse a sí misma a tenor de lo que Cooper acababa de afirmar.

Por lo tanto, primero le ayudó a quitar el bufet del desayuno y luego a organizar el de la comida, que, después, de nuevo, le ayudó a recoger. No tuvieron tiempo de nada excepto de beber un vaso de agua fría antes de volver a ejecutar toda la maniobra para la cena. No dispusieron ni de un minuto a solas, pues los huéspedes no dejaron de entrar y salir del edificio comunitario durante la tarde.

Angel no solo agradeció estar ocupada, sino también, y por primera vez, la norma del silencio. Gracias a ella, podía pasar todo el día trabajando al lado de Cooper sin temor a que se le escapara alguno de sus secretos… incluyendo sus sentimientos hacia él.

Sentimientos confusos, en los que se alternaba tristeza, amor y nostalgia, que, en caso de expresarse, provocarían que sus últimas horas juntos se tornaran intranquilas e incómodas. Angel quería que él recordase la última noche de ambos con cariño.

Al final del día, los platos de la cena estuvieron recogidos y las encimeras limpias, y Angel se dejó caer en uno de los bancos y apoyó la cabeza en los brazos. La estancia estaba desierta, así que se arriesgó a quejarse en voz alta.

– Me parece que tengo tofu bajo las uñas.

– Pobrecita. -Cooper se le acercó y le acarició el pelo-. Pero no pienses todavía en descansar. Nos queda una cosa por hacer.

– Encárgate tú. Yo me quedo a dormir aquí.

– Te prometo que solo será un momento. Luego iremos a la cama.

En su ronca voz se distinguía la gravedad de una promesa. Y Angel, además, no estaba en disposición de negarse una noche más con él.

Cooper debió de identificar la impaciencia en los ojos de Angel, pues se rió en tono bajo y confiado mientras la levantaba de su asiento y la conducía al exterior, a la noche plagada de estrellas. Cuando tomó la dirección de las carpas de la exposición, Angel se resistió.

– ¿Adónde vas?

Sin detenerse, Cooper la empujó para que caminara y se metiera por la abertura de la carpa en la que estaban los cuadros.

– Beth me hizo prometerle que vendría aquí a echar un vistazo.

Angel oyó un chasquido y, justo después, las luces se encendieron.

Le recordó lo ocurrido al levantarse, antes del amanecer, cuando se había dado cuenta de que…

Sus pensamientos se evaporaron cuando se fijó en lo que había en el interior de la carpa. Ya había visto los cuadros hacía una semana, pero entonces les había prestado escasa atención. Allí estaban, frente a ella, enmarcados y colocados sobre enormes paneles cubiertos de seda color vainilla. Los paneles estaban situados formando leves ángulos y colgados de una serie de barras o vigas que, a su vez, contaban con diversos puntos de luz enfocados a cada uno de los lienzos.

Destacando sobre el carácter neutro del fondo, las pinturas de Whitney, luminosas y fascinantes, captaron todos los sentidos de Angel.

Y también los niños -o, más bien, la niña- que mostraban.

Comprendió de inmediato que todos los cuadros estaban dedicados a una misma niña retratada a distintas edades. Había dos o tres lienzos que ilustraban a una mofletuda recién nacida, y otros en los que aparecía a sus cinco o seis años, a los siete, a los nueve. Angel recordó en aquel instante la galería de San Luis Obispo y se estremeció. ¿Era aquella la criatura que faltaba en la serie «Los niños perdidos»?

¿Podía ser que…?

– ¿Angel?

– ¿Qué, qué pasa? -inquirió, mirando a Cooper.

– Estás… -él le examinó la expresión-… no sabría decirlo.

Ella consiguió sonreír, mantener la calma, convencerse de que aquellos cuadros no eran lo que sospechaba.

– Estoy bien. -Nada, ni tan solo aquellas obras, iban a estropearle su última noche con Cooper.

Él asintió y echó un vistazo en derredor.

– Todo está listo para mañana. Los monjes del monasterio van a enviar una furgoneta para recoger a los huéspedes antes del desayuno; Lainey hará lo que suele hacer: irá a Carmel a darles la bienvenida a los invitados y volverá en el primer autobús; y, también, después de que los huéspedes se hayan marchado y antes de la llegada del primer autobús, se presentará el personal del servicio de bar. Cuando la exposición termine…

– Volveré directamente a San Francisco. -Angel no sabía por qué acababa de decir aquello. ¿Para poner a Cooper a prueba, tal vez?

– Me lo imagino -repuso él con lentitud.

Y si alguien no había superado la prueba, aquella era Angel.

– Aquí hace calor -anunció.

– Pues vayámonos. -Cooper titubeó y volvió a mirar los cuadros-. Oye, hay algo en estos lienzos que me resulta familiar.

Angel tragó saliva.

– Cooper. -No podía permitir que él la relacionase con Stephen Whitney, no en aquel momento, no aquella noche, su última noche-. Cooper…

– ¡Tío Cooper!

Ambos se sobresaltaron al oír la voz de Katie, que acababa de entrar en la carpa.

– Estáis aquí -dijo la muchacha-. Os estaba buscando.

– ¿Qué quieres, pequeña?

– Caray. -La mirada de Katie saltaba de un cuadro a otro-. Cuando mamá me los enseñó no les hice mucho caso, pero puestos así…

Cooper se le acercó.

– ¿Cómo estás? ¿Bien?

– ¿Quién es… ella? -inquirió la niña.

– No lo sé -contestó su tío.

Angel sintió simpatía por la chiquilla, cuya expresión iba pasando de la curiosidad al descontento, y de ahí a la indiferencia.

– A mí nunca me pintó -anunció Katie.

Cooper no era capaz de traicionar ninguna emoción excepto el amor. Le sonrió a su sobrina y la rodeó con un brazo.

– Ay, Katie, Katie. Ya sabes lo que te decía cuando tú te quejabas por eso. Tu papá confesó que no era capaz de reproducir la belleza viviente que, junto a tu madre, ya había creado.

Y con eso, la condujo al exterior de la carpa. Angel los siguió en silencio, pendiente de cómo reconducía su conversación con la niña y se extendía sobre el calor que había hecho durante el día, el calor que hacía aquella noche, para por fin llamarle su atención en cuanto a que Judd le había pedido que fuese a buscar a los gatitos de su cabaña y se los llevara a su casa.

Una vez que los animales estuvieron en su jaula de plástico y listos para efectuar el traslado, Cooper le dijo a Angel que iba a acompañar a su sobrina hasta su casa.

– Volveré enseguida -le murmuró al pasar a su lado-. Espérame en la cama.

Angel se fue a su propia cabaña para regalarse una ducha fría. Haciendo caso omiso de la pequeña mesa y de lo que había en ella, se puso su bata de noche y el camisón, y salió a la agradable quietud de la noche.

Se metió en la cabaña de Cooper, se despojó de la bata y se deslizó entre las sábanas de la cama. Cómodamente instalada sobre las almohadas, trató de apartar cualquier pensamiento de la cabeza y se prometió dedicarle a Cooper una última noche que jamás podría olvidar.


Cooper caminaba por el sendero, entre las cabañas de huéspedes, hacia la suya. Y hacia Angel. Si ella hubiese desobedecido las órdenes y no estuviera en la cama de él, entonces, por una vez, estaba dispuesto a olvidarse de la buena educación y del sentido común, e ir a buscarla.

Aquella era su última noche.

No quería pensarlo demasiado, pues le dolía que lo fuera, así que se concentró en lo que estaba a punto de ocurrir. Estaba ansioso por tocarla, por sentir la piel de la mujer, el peso de…

– ¡Cooper!

Miró a un lado y a otro.

– ¿Señora Withers? ¿Va todo bien?

La tenue luz que salía por la puerta se le reflejaba a la anciana en el pelo y se lo teñía de amarillo.

– He oído algo.

– ¿Algo? -Cooper se le acercó-. ¿Un animal?

– Un zumbido.

– ¿Un zumbido? -Cooper frunció el entrecejo y, luego, un poco avergonzado, se rió; había ido tarareando «Hakuna Matata»-. Lo siento. Creo que he sido yo. Me gusta tararear cuando estoy… -¿Contento? ¿Estaba contento?-. Es una costumbre.

– No, no ese tipo de zumbido -corrigió ella-. Algo electrónico, procedente de la cabaña de la periodista, esa señorita Buchanan.

La anciana acompañó sus palabras apuntando con el índice la cabaña de Angel.

– Oh, vaya, ya veo.

¿Un zumbido? De repente, Cooper se acordó de algo que Angel le había dicho la noche de su llegada y, ruborizándose, se la imaginó con aquel vibrador que ella había dicho que tenía.

Un tanto aturdido, carraspeó y volvió a concentrarse en la señora Withers.

– ¿Y desde cuándo oye ese, bueno, ese zumbido?

– Desde hace unos minutos, cuando venía de vuelta y pasaba por su cabaña. Ve, hijo, y haz algo. Para eso están las normas.

– Por supuesto, estoy de acuerdo, señora Withers. -Cooper empezó a retroceder y estuvo a punto de tropezar con una raíz traicionera-. Me ocuparé de ello.

Casi echó a correr hacia la cabaña de Angel con el corazón en la boca. ¿Tendría ella algo especial para la última noche, un as escondido en la manga? ¿Sería una sorpresa? Con aquellas dudas ocupándole el pensamiento, llamó a la puerta y, como nadie fue a abrir, giró el pomo. Ella no debía ignorar que él iba a buscarla.

Sin embargo, allí no había nadie y ello supuso una leve decepción para Cooper. Al mirar la mesa, sin embargo, advirtió que allí sí había algo. El ordenador portátil de Angel, a pesar de tener la pantalla apagada, emitía un débil zumbido.

Ay, diablilla. Sonriendo para sus adentros, se acordó de que le había devuelto sus pertenencias cuando ella iba a marcharse, y que se había olvidado de pedírselas de nuevo cuando la periodista decidió quedarse.

Se acercó a la mesa y paseó un dedo por la estructura plástica del aparato. En su casa de San Francisco tenía un modelo parecido. El zumbido, a aquella distancia, era claramente audible.

Sofocó una carcajada, inspirada por lo que estaba escuchando. Un zumbido. Le recordaba su necesidad de trabajo, de investigación, de ley. Vaya, amaba aquello. Lo echaba de menos.

Mientras seguía palpando el ordenador, cerró los ojos. Se lo había confiado a Angel y era muy cierto: era un idealista. Ya fuera a causa de lo último que le había dicho su padre -«Haz siempre lo correcto»-, o porque su exagerado sentido de la justicia lo hubiese convertido en un adicto, el caso era que había estado fascinado por su trabajo.

Al día siguiente, cuando Angel partiera, perdería aquella otra cosa que le había proporcionado una fascinación pareja a la de la abogacía.

¡No, no podía ser!

Hizo un aspaviento con la mano para apartar aquella idea. De súbito, tal vez al haber tocado sin querer alguna tecla, el ordenador emitió un pitido y la pantalla se iluminó y mostró una página llena de caracteres.

Las palabras se le hicieron comprensibles de inmediato. «Stephen Whitney», «mi padre», «abandono», «adulterio».

Cooper leyó el documento entero.

Traición.

19

Angel no podía dejar que todo terminara de aquella forma.

El tiempo que estuvo esperando a Cooper le sirvió para convencerse de ello. Aquella noche hacía calor, y el fino camisón que llevaba se le pegaba al cuerpo, no tanto por la temperatura ambiente, sino por lo que estaba a punto de suceder entre ella y Cooper.