A pesar de su naturaleza tímida, aquella noche quería sentirse muy cerca de él. Tenían que estar cuerpo a cuerpo desde el primer instante.

Decidida a ello, se quitó el camisón por la cabeza y lo tiró al suelo. Entonces se recostó contra las almohadas y cubrió su desnudez con la sábana. Su corazón y su mente cabalgaban al galope mientras consideraba una y otra vez su rechazo a implicarse con un hombre y las razones por las que aquel era demasiado bueno como para alejarse de él.

Sin embargo, Cooper no parecía demasiado preocupado por su inminente partida. No hacía ningún plan para que volvieran a verse cuando regresara a su bufete de abogados en San Francisco. ¿Por qué?

Porque, probablemente, él no albergaba los mismos sentimientos.

Aunque, en el fondo, Angel tampoco se creía aquello. ¿Acaso no le había dicho «quiero que estés a mi lado» aquella misma mañana? Seguro que también la querría con él al día siguiente. A la semana siguiente. Al mes siguiente. Su corazón le decía que así era; el mismo corazón en el que ella había descubierto su amor por él.

En ese caso ¿por qué iba a dejarla marchar?

Porque «Angel Buchanan no necesita a nadie». Eso también se lo había dicho.

Si él la dejaba ir era porque ella no había dado muestras de lo mucho que necesitaba que la retuvieran. El chirrido que hizo la puerta de la cabaña al abrirse la sobresaltó. Le empezaron a temblar las manos y las juntó con fuerza para disimular sus nervios. Pero entonces las separó y apoyó los temblorosos dedos en el regazo. Al fin y al cabo, ¿no había llegado a la conclusión de que intentar esconder su vulnerabilidad solo serviría para que Cooper la dejara escapar?

El hombre se acercó a la habitación y sus pasos, lentos y firmes, resonaron contra el suelo de baldosas. Cuando llegó a la puerta, Angel se inclinó para encender la lámpara de la mesita de noche.

– Ya estás aquí. Estaba pensando en ti.

Angel sintió cómo la mirada de Cooper recorría su rostro, sus hombros desnudos y la sábana que le cubría el cuerpo a partir de ese punto.

– No me digas.

Angel tomó aire, algo inquieta por el tono de advertencia con que Cooper había pronunciado aquellas tres palabras. ¡Pero no podía ser! Estaba nerviosa y no eran más que imaginaciones suyas.

– Pues sí -respondió, forzando una sonrisa y dando golpecitos en la cama para que se acercara-. Te echaba de menos.

En lugar de aceptar su invitación, Cooper se apoyó en el marco de la puerta. La luz de la lamparita era tenue y Angel solo alcanzaba a distinguir sus pómulos y barbilla. El resto de su cara permanecía en la penumbra.

Y parecía distinto; más delgado, más oscuro, más severo.

Maldiciendo las reacciones de su cuerpo, intentó disimular el escalofrío que le recorrió la espalda. Hasta entonces, su tendencia a considerar a todos los hombres unos villanos le había evitado muchos sufrimientos, pero… se encontraba sola. Aquella situación no podía seguir así.

– Estoy haciendo un esfuerzo por cambiar -espetó.

Cooper no se movió.

– ¿Ah, sí?

El ambiente era tenso, parecía como si el aire se pudiera cortar con un cuchillo, pero Angel no sabía si aquello era producto de su deseo sexual mezclado con los sentimientos que la atenazaban.

– Yo, esto… quiero ser del todo honesta contigo.

– Suena bien.

A Angel se le formó un nudo en la garganta. ¿Era su tono realmente distante o eran imaginaciones suyas, siempre negativas?

Entonces lo recordó con Katie y con sus hermanas. Le vinieron imágenes de él acariciándolas y dándoles cariño. De la calidez en su mirada cuando aquella misma mañana le había dicho «quiero que estés a mi lado».

No, no había nada que temer, no con Cooper. Él no le haría daño.

– Estoy esperando. ¿Qué decías? Que querías contarme algo… o mostrarme algo.

¡Mostrarle algo! Sí. Su corazón. Sus sentimientos. Lo mucho que lo amaba. El futuro que podían tener juntos.

– Mostrarte algo -respondió.

– Suena aún mejor. ¿Por qué no retiras la sábana?

Angel se sorprendió.

– ¿Qué?

– Que retires la sábana. Te llega casi a las orejas. Te comportas como si no te hubiera visto antes.

– Bueno, yo…

Angel estaba ardiendo. Seguro que ya se había dado cuenta de que no era una nudista nata. Pero aquello era simbólico, ¿no?, en realidad quería desnudar su corazón.

Se alejó del círculo de luz que dibujaba la lámpara sobre la cama, inspiró profundamente y soltó la sábana, que se deslizó sobre sus pechos y le cayó hasta la cintura.

La noche era cálida, ella lo sabía. Aun así, tenía la piel erizada y los pezones tan duros que casi le dolían. Escondió las manos bajo las sábanas para evitar la tentación de cubrirse.

– Muy bonito -observó Cooper-. Ahora veamos el resto.

El tono de su voz volvió a crisparle los nervios. Era áspero, con un matiz excitante. Inquietante.

– Confías en mí, ¿no?

Sí, Angel confiaba en él. Y estaba dispuesta a lo que hiciera falta para demostrárselo. Suspiró, se apartó un poco más de la luz y se bajó la sábana hasta los tobillos.

Cooper encendió la otra luz.

Angel se quedó paralizada durante unos instantes, cegada por el resplandor, pero pronto reaccionó y se inclinó rápidamente para recuperar la sábana.

Cooper se le adelantó y de un tirón brusco la lanzó al suelo.

– ¿Y bien? ¿Cómo sienta? ¿Te gusta que te descubran?

Angel intentó incorporarse, pero también en aquella ocasión él fue más rápido. Antes de que pudiera moverse, Cooper estaba ya sobre su cuerpo, sujetándola por los hombros.

– ¿Qué haces? -La voz de la mujer sonó extraña. Débil.

– Te estoy demostrando cómo sienta que tus defectos queden expuestos a la luz. -Cooper echó un vistazo rápido a su cuerpo desnudo-. Y no es que aprecie ninguno a simple vista.

Angel hizo otro intento por levantarse pero él la volvió a empujar contra la cama.

– ¿Qué problema tienes, Cooper?

– Tú eres mi problema. La Angel real.

Dios. Angel dejó de oponer resistencia, deseando con todas sus fuerzas que aquello no fuera más que una pesadilla.

– ¿Qué has averiguado?

– Supongo que la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. He estado en tu cabaña y he leído el artículo en tu portátil.

Con el estómago en un puño, Angel cerró los ojos y asintió.

– Es verdad -se esforzó en decir-. Es todo verdad.

– ¿Y pensabas salir victoriosa? ¿Esperabas llegar aquí con tus mentiras y marcharte con nuestros secretos?

Angel no sabía qué había pensado. O más bien, había intentado no pensar en nada desde que, después de oír a Beth aquella mañana, había escrito el artículo en su ordenador. Un artículo candente, encendido por el rencor y el dolor que sentía por lo que Stephen le había hecho a ella y también a todos ellos.

– Así que eres hija de Stephen.

Angel abrió los ojos y se enfrentó a la mirada gélida de Cooper. Intentó recurrir al rencor y aferrarse a él con todas sus fuerzas, pues, a menudo, ese sentimiento la había protegido y mantenido a flote.

– Sí, soy su hija.

– Y qué me dices del resto…

– Me he enterado esta mañana. Beth estaba hablando con Judd y le dijo…

Cooper se levantó de un salto y entonces Angel se interrumpió.

– No quiero escucharlo -bramó.

– Está bien. -Angel se esforzó por no cubrir su desnudez.

– Y no quiero volver a verte.

– Está bien.

Cooper le lanzó su albornoz.

– Toma.

Metió los brazos en las mangas y lo envolvió en su cuerpo con firmeza, como si aquel gesto le ayudara a recobrar la compostura. La noche seguía siendo cálida, pero de pronto la sintió tan gélida como la mirada de Cooper. Cuando sus pies se posaron en las baldosas, Angel se echó a temblar.

Cooper se sentó en una silla y se la quedó mirando.

– Y ahora lárgate. Fuera de aquí.

Angel no dejaba de temblar.

– No te preocupes, vuelvo a San Francisco.

Cooper meneó la cabeza y desvió la vista.

– Vete por la mañana. No quiero que conduzcas de noche.

– Aja. -Haciendo uso de la imaginación, aquella interjección podría haberse interpretado como una risita-. ¿Todavía te crees el protector de los inocentes y los débiles?

Cooper le lanzó una mirada desafiante.

– Siempre he sabido que no eras ninguna de las dos cosas, créeme. Pero prométeme que no te irás hasta que se haga de día.

– ¿Te fías de mi palabra?

– Si me la das.

Angel se sentía ya más calmada, como si todo hubiera sido un sueño. Quizá podría convencerse de que aquellas tres semanas no habían existido, y si, algún día, la asaltasen los recuerdos, podría librarse de ellos con el mismo desdén con el que Cooper estaba utilizando para librarse de ella.

– De acuerdo. Esperaré hasta la mañana.

Cooper seguía sentado y, cuándo Angel pasó a toda velocidad junto a él, le rozó el brazo con la falda del albornoz.

– Te acogimos en nuestras vidas y tú nos has traicionado -dijo en voz baja.

Cuando estaba ya a punto de salir, Angel se detuvo y trató de disimular su dolor.

– Pues ahí lo tienes. Ahora ya sabes lo que se siente.

Irguió la espalda y se marchó.


A la mañana siguiente, Cooper se encontraba en el aparcamiento, ayudando a los últimos huéspedes a subir a la furgoneta del monasterio. Hacía un calor asfixiante y el fuerte viento, muy seco, agitaba las ramas de los pinos y silbaba entre el follaje de los robles.

Cuando se disponía a regresar a Tranquility House, sus ojos se detuvieron en el coche de Angel. Miró en su interior y en el asiento trasero reconoció las bolsas y maletas que había cargado hasta su cabaña la noche en que llegó.

A pesar de todo lo sucedido, no pudo evitar esbozar una sonrisa por los recuerdos que le vinieron a la mente: la animada cháchara de Angel, la decepción en su rostro cuando le mostró la austera habitación, las artimañas que había utilizado para que no le confiscara el secador.

Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo. Eso era algo que había deseado poder hacer en muchas ocasiones desde que sintió el primer dolor en el pecho, pero en aquel instante lo que quería era volver a un momento posterior a los ataques de corazón y las operaciones.

Al momento en que todavía no había descubierto el verdadero pelaje de Angel Buchanan.

Su identidad.

Lo que fuera.

Oyó pasos sobre la gravilla y se dio la vuelta. Allí estaba ella, con el pelo enmarañado por el viento y una expresión de recelo en su mirada azul. Cuando sus ojos se encontraron con los de Cooper, estuvo a punto de perder el equilibrio. A él le pareció oír el chasquido de una cerilla que se acababa de encender. Hasta el aire parecía inflamado.

Angel apartó de él los ojos y se fue derecha hacia el coche. Cooper decidió no hacer caso a la combustión que flotaba en el ambiente. Arrastrando los pies, comenzó a alejarse en sentido contrario. Al fin y al cabo ya se habían despedido, ¿no?

Así era, y él no quería saber nada más de ella. No quería pasar ni un segundo más a su lado.

Puede que algún día recordara el calor de su cuerpo, lo mucho que le había hecho reír o cómo el cabrón de su cuñado la había abandonado a su suerte.

Apretó los puños y dio media vuelta. La observó mientras cargaba el portátil y el maletín en el coche y cerraba la puerta de un golpe brusco. Llevaba pantalones negros ceñidos, una camiseta sin mangas del mismo color y sandalias de tacón. Era una chica de ciudad.

Mientras se acercaba a ella, la imaginó en una de las calles de San Francisco. Reconocería aquella mata de pelo a metros de distancia y entonces se abriría paso entre la multitud para llegar hasta ella. Se imaginó asiendo con fuerza su maletín, dispuesto a enfrentarse a una marea humana de turistas y hombres de negocios pegados a su móvil para conseguir acercarse a ella.

Imaginó también millones de detalles relacionados con la dificultad del caso que estaría llevando, los muchos recursos y apelaciones que volvían loco a cualquiera, las constantes decisiones que había que tomar cuando se estaba al mando de un bufete de abogados. Sin embargo, cuando volvió la atención a Angel, los problemas se esfumaron de su mente. Cerca de ella, embriagado por su fragancia, el mundo le parecía un lugar maravilloso en el que el orden de prioridades estaba muy claro: primero vivir, después trabajar. Se acercó a ella y apoyó la mano en su hombro.

Angel se volvió y realidad y fantasía se dieron de bruces. ¡Mierda! Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Cómo se había permitido acercarse tanto? Aquella mujer se había aprovechado de él y de su familia.

La llama del rencor seguía encendida en su interior y Cooper era incapaz de apagarla. Al contrario, cada prueba que encontraba de su culpabilidad no hacía más que avivarla. Aquella mujer le había traicionado. Había traicionado a su familia. El artículo que había escrito los hundiría en una crisis económica y emocional de la que tardarían largo tiempo en recuperarse. Y quizá entonces él ya estuviera muerto.